02 diciembre 2025
Subir colinas, bajar montañas
01 diciembre 2025
Una taza, un comienzo
Hace poco me contaron una
costumbre antigua: a los niños pequeños les ponían unas gotas de café en el
Cola Cao para que no se durmieran y aguantaran despiertos, y anís en el chupete
para que cayeran rendidos por la noche.
Infancia como ensayo
general de lo que vendría después: estimulante para resistir, depresor para
desconectar.
Llevaba semanas esperando
el mensaje del laboratorio. Miraba el móvil cada pocos minutos aunque fingiera
que no. Era solo una confirmación de paternidad, pero por dentro intuía que no
era tan solo eso.
Aquel día llegué
destrozado a la cafetería de siempre. Solo quedaba una mesa ocupada por un
hombre de cincuenta y tantos, traje gastado, cara de muchas madrugadas. Yo, con
treinta y pocos, aún me creía a salvo de ese desgaste, pero lo reconocí al
instante: era yo en versión futura.
—¿Puedo sentarme?
—Claro —dijo, recogiendo
papeles.
Pidió otro café. Yo pedí
el mío. Él ya llevaba varios y aún pedía más.
Silencio primero. Dos
desconocidos respirando el mismo humo.
—¿Día duro?
—Duro es poco. Mañana
auditoría y no doy una.
—El café hace lo que
puede —dije.
Soltó una risa que no
llegó a sonrisa.
—Hace años que me hundí.
Solo cambio de profundidad.
—¿Estás bien?
—No. Pero ya ni sé cómo
contarlo.
—Prueba.
Miró la taza vacía.
—A mí de pequeño me
ponían café en el Cola Cao para que no me durmiera —dijo—. Y anís en el chupete
para que me durmiera. Mi abuela decía que así se domaba a los niños. Creí que
lo había dejado atrás… hasta que hace años murió mi hijo. Ahora necesito café
para sobrevivir al día y cualquier cosa para apagar la noche.
No supe qué responder.
Pedí un vaso de agua para él. Bebió lento.
—Gracias. No sé por qué
te lo cuento.
— Porque a mí tampoco me asusta escuchar —dije—.
Estoy esperando un mensaje del médico. Para saber algo sobre mi padre
biológico.
Me miró con una calma que
dolía.
—Cuando llega una verdad
así, te da la vuelta entera.
Hablamos después de
tonterías para bajar la tensión. Al levantarnos recogió sus papeles despacio.
—Gracias por escuchar. Me
llamo Sergio.
—Mateo.
Nos despedimos como quien
se despide de un espejo.
En casa, el móvil vibró
al fin.
«Hola, Mateo. Confirmamos
que tu padre biológico se llamaba Sergio. Te daremos más detalles»
Leí el mensaje y noté que
ya lo sabía. No era una sospecha, era una certeza: el hombre de la cafetería,
el que hablaba del café y del anís con esa voz cansada que ahora estaba dentro
de mí, era él. Mi padre. Lo sentí en el estómago, en los huesos, en cada latido
que se me aceleró de golpe.
Me quedé sin aire.
Sergio.
El mismo nombre, la misma
edad aproximada, los mismos ojos que había estado mirando sin saberlo. Todo
encajaba demasiado para ser casualidad. El hombre que de niño había tomado café
para aguantar y anís para caer. El universo acababa de cerrarme el círculo en
una taza de café.
El móvil vibró otra vez.
Mensaje suyo:
«Mateo, gracias por hoy.
Ha sido como hablar con alguien a quien ya conocía de siempre.»
Le escribí:
«Ojalá no nos hubieran
puesto tanto café y tanto anís de pequeños.»
Contestación inmediata:
«Ojalá. Ahora
estamos despiertos.»
Y esa frase tan simple me
dejó temblando.
Ya no era el café lo que
me mantenía en pie.
Ni el anís lo que me
hacía caer.
Era él.
Era yo.
Era la verdad que, por
fin, había despertado,
Supe esa nueva vida, al
fin y al cabo, había empezado en una taza.
Solo que ahora la taza
era nuestra.
30 noviembre 2025
Gramática de un Adiós
Esa era nuestra verdad: cada "siempre" venía con un pero que le daba sabor a mentira. Era la lógica fría e implacable que seguía a cada arrebato de calor.
Aunque mis instintos me gritaran que huyera, me quedé pensando que mi honor estaba en aguantar. Aunque tu amor a veces se sintiera como una celda, yo me creía el guardián, no el prisionero. Aunque todo en mí pidiera rendirme, me enseñaron que los hombres no se rinden, que el aunque es el campo de batalla donde se gana la gloria.
Ahí estábamos. Tú, sembrando peros que yo recogía como desafíos. Yo, respondiendo con aunques que creía que eran pruebas de mi amor, cuando en realidad eran exámenes que nunca aprobaba.
Pensé que mi camino era elegir: ser el insensible que obedece al pero y se marcha, o el necio que se inmola en el altar del aunque por puro orgullo.
Hoy rompo el ciclo. Me voy.
No es el pero quien gana. Ya conozco su veredicto. Y no es que me hayan vencido los aunques. Al contrario, me han hecho más fuerte.
Me voy porque al fin entendí. El pero era la evidencia de tu desconfianza. El aunque era mi terquedad, mi necesidad de demostrar que era un hombre de verdad.
La sorpresa no es que me rinda. La sorpresa es el valor que encontré para rendirme... a mí mismo. El acto más masculino no ha sido aguantar, sino soltar. Y en este silencio, por primera vez, no escucho tus peros ni mis aunques.
Solo escucho mi propia voz, y su primera palabra en años no es para ti, sino para mí: Libertad
20 octubre 2025
El número
Siempre he creído que la religión es el bálsamo más tierno para lo que nos desgarra por dentro: un mapa dibujado para navegar el caos que nos ahoga, una estructura frágil donde encajar los pedazos rotos de lo inexplicable.
Pero el alma humana es insaciable en su búsqueda de sentido, y no todos nos arrodillamos ante altares. Algunos alzan la vista a las estrellas, buscando consuelo en su fuego distante.
Yo... yo me refugio en los números. En su frialdad aparente, que a veces se quiebra y deja salir un latido.
Un día, sin saber por qué, giré el papel.
El versículo 13:18 del Apocalipsis dice:
¿Y ahora qué?
Porque durante años, creí que el nueve era un faro. Ahora dudo.
Mi nacimiento, mi padre y su muerte, ella, mi futuro... todos los hilos de mi vida convergen en esta fecha, pero no para unirme a un destino, sino para inmovilizarme ante lo que siempre temí: que no hay un designio, solo patrones que inventamos para no enloquecer.
Y que el mayor de los engaños no es que el universo nos hable, sino que nosotros estemos tan desesperados por escuchar su silencio que le inventemos una voz.
09 octubre 2025
El autor y el destino
01 octubre 2025
Mi Muerta de la Curva
En mi vida, las curvas no son aventura; son recordatorios de que soy un desastre con patas, un tipo que parece guay en fotos de perfil pero que en persona huele a fracaso agrio.
Todo se complicó con esa leyenda cutre de la Chica de la Curva. Esa milonga que te clavan los camioneros a medianoche para que no te duermas y acabes decorando un quitamiedos.
¿La conocéis? Es la tía esa que sale de la niebla en una curva chunga, con falda de los cincuenta y ojos que brillan como luces de neón. Te hace autostop, pero se mete en el asiento de atrás. Te mira con una sonrisa de anuncio de chicles, charláis de bobadas, y de pronto, mientras vas feliz pensando que has ligado, te larga con voz de tráiler de terror: "¿Ves esa curva? Ahí me maté yo".
Y ¡zas!: se volatiliza, dejando un ramo de flores marchitas en el asiento y un frío que te hiela hasta el alma.
"Es el fantasma de una chavala que se mató en un choque", cuentan. Yo, que soy un escéptico de manual —o eso me digo para no admitir que soy un cobarde—, siempre me reía por fuera.
Por dentro, pensaba: "Menos mal que a mí no me pasa, porque ya tengo suficiente con mi historial de rechazos que parecen guion de comedia negra".
Hasta que mi vida de ligón de saldo empezó a oler a ectoplasma, y lo entendí: mi "muerta de la curva" no es un espíritu; es mi espejo. En cuanto te conocen de verdad —cuando ven las grietas, el desorden, el tipo que ronca como un tractor y cuenta chistes que dan vergüenza ajena—, se van. Y yo me quedo solo, preguntándome por qué coño no sirvo para esto.
Era un viernes de esos que apestan a ginebra de bazar y a promesas que se deshinchan antes de empezar.
Yo, Manolo, emperador supremo de los chats de ligoteo que mueren vírgenes en "visto", había cazado al fin una cita que olía a gloria bendita.
Se llamaba Lorena, o eso decía su perfil: foto con filtro de atardecer que disimulaba sus ojeras, bio de "Amante de las curvas y las aventuras nocturnas". "Esta vez sí", me dije, con el estómago revuelto como si hubiera comido marisco caducado.
"No la cagues, idiota. No sueltes tus anécdotas de niño raro, no menciones que tu piso parece un museo del polvo acumulado". La cité en un garito de las afueras, uno de esos antros con neón que titila como mi confianza y música que te machaca el cráneo para que no pienses demasiado.
Llegué en mi Seat del 98, ese cacharro que tose como si me juzgara, y allí estaba ella, en la puerta, alta, morena, con un vestido rojo que me dejó la boca seca. Me miró y sonreí como un tonto, pensando: "Joder, ¿y si ve que soy un fraude? ¿Y si mi encanto dura lo que un globo en una fiesta de niños salvajes?".
—Ey, guapo, ¿vienes a sacarme de esta noche aburrida? —dijo, con una voz suave que me erizó la piel, pero que en mi cabeza sonaba a "prueba a ver si mientes bien".
—Sacarte, ligarte, lo que pinte. Sube, que esta noche la petamos —balbuceé, intentando sonar como un galán de serie mala y no como el inseguro que soy, con las manos sudadas y el cerebro gritándome "¡Corre, cobarde!".
Le abrí la puerta del copiloto con un gesto que pretendía ser chulo pero salió tieso como un maniquí, y ella pasó de largo con una risita que me dolió en el ego. Se coló en el asiento de atrás.
"Mejor para las piernas, que las tengo muy largas", murmuró, y yo me quedé ahí, pensando: "Genial, Manolo, ya la has cagado. Ahora parece que la secuestras".
Arrancamos. La carretera era un zigzag negro que me ponía los nervios como alambres de espino. Hablamos de todo: de los ex de cada uno, que eran unos cabrones —las mías, unas maestras en hacerme sentir invisible—, de planes locos como irnos a una playa con cócteles que no acaben en resaca emocional, y de cómo el sexo es como conducir en niebla, un lío impredecible.
Ella se reía, y yo aceleraba sin querer, pero por dentro era un torbellino: "¿Y si se da cuenta de que soy un bluf? ¿Y si mi risa falsa me delata? Dios, ¿por qué no soy normal, como los tíos que ligan sin sudar?".
Y entonces, la curva. La del demonio, con el asfalto resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, como si el cielo se burlara de mis miedos. Yo iba tenso, silbando una tontería para no soltarme del todo, cuando su voz brotó de atrás, fría como un mensaje de rechazo a las cuatro de la mañana.
—¿Ves esa curva, Manolo? Ahí me maté yo.
Me paró el corazón en seco. Frené como un novato, el Seat chilló como si se riera de mí, y me giré con el alma en un puño. El asiento de atrás: vacío, como mi confianza después de un "no gracias". Solo un ramo de flores marchitas rodando por el suelo y un olor a perfume que se evaporaba, dejándome con el regusto amargo de otra ilusión rota.
Paré en el arcén, bajo un farol que iluminaba una casa vieja con rejas torcidas y un jardín que parecía el caos de mi cabeza. Bajé temblando, el aire olía a tierra mojada y a jazmín rancio, como mis recuerdos de noches solas. Fui a la puerta entreabierta, y nada: solo una foto descolorida en la pared de una chavala con falda plisada, idéntica a Lorena, sonriendo como si dijera "Te lo dije, pringado".
Me reí al principio, una risa histérica que tapaba el pánico: "Es una broma, ¿verdad? Nadie desaparece así... solo yo desaparezco de las vidas de la gente". Pero el terror me caló cuando volví al coche y vi la nota en el volante: "La curva siempre gana. Nos vemos en la próxima, cuando te conozcan de verdad y vean el desastre".
Conduje de vuelta como un fantasma yo mismo, sudando y mascullando: "Otra más que se va. ¿Qué coño tengo de malo? ¿Soy tan patético que hasta los espíritus huyen?".
Al día siguiente, Tinder: su perfil borrado, como mis esperanzas. En el garito, nadie la recordaba, como si fuera invisible. Y en el periódico: "El fantasma de la Curva ataca en la ruta 57".
Un tipo estrellado, con una cruz y flores al lado. "Ese podría ser yo", pensé, "no en un choque, sino en la vida".
Desde entonces, cada ligue es un calvario de autodesprecio. Conozco a una tía en el gym, charlamos, coqueteamos —yo con el corazón en la boca, pensando "No sueltes la lengua, no reveles que eres un friki de series malas"—, y cuando llegamos al meollo, a ese punto donde ya no hay máscaras, ¡pum! Se va.
Porque me han conocido: han visto el inseguro que duda de cada palabra, el que se pone nervioso con un roce y que en la cama piensa "Ahora la cagas". Una vez, una rubia en un motel: se sentó atrás en el taxi, soltó lo de la curva y desapareció, dejando un pendiente y un olor a jazmín que me recordó mis fracasos. "Otra que ve mi verdad y huye", me dije, con el estómago hecho nudos.
Otra, una morena en mi piso: en pleno lío, me miró y murmuró "¿Ves esa curva en la sábana? Ahí me maté... o sea, ahí te conocí a ti, el rey de los perdedores", y se fundió en la pared, dejándome desnudo y solo, preguntándome si valgo para algo.
Y siempre, las flores marchitas, como un premio a mi ineptitud.
Ahora conduzco recto, evito curvas y perfiles que parezcan demasiado perfectos, porque sé que atraerán mi ruina. Porque mi Muerta de la Curva no es un fantasma: es mi inseguridad hecha mujer. Sube al coche con una ilusión falsa, te obliga a mirarte al espejo, y cuando ves el reflejo —el tipo que no se cree suficiente—, te deja tirado.
Y algunas noches, miro el retrovisor y la veo ahí. Sonriendo con lástima, esperando la curva donde me desnuden el alma otra vez.
Porque el amor, para un inseguro como yo, es solo un viaje corto. Un trayecto donde te conocen y piensan: "Mejor me bajo aquí".
O eso me repito, acurrucado en la cama, para no romperme del todo.
30 septiembre 2025
Yin, Yang y Yo
El Tao, por su parte, explica que todo en el universo se
sostiene en opuestos: el Yin y el Yang, el día y la noche, los que hacen dieta y los que disfrutan viéndolos sufrir. El equilibrio cósmico,
dicen.
Yo, que nunca he sido precisamente un éxito en lo sentimental, empecé a atar cabos. Si existe el doppelgänger, y el Tao insiste en los opuestos, entonces es lógico que haya un “doble guapo” y un “doble feo”. Uno que arrasa en Tinder y otro que borra matches en lugar de crearlos, como si el algoritmo mismo se riera.
Por pura estadística, sospecho que me tocó ser el feo. Porque, a ver, no puede ser casualidad: cuando entro a un bar, el ambiente baja tres puntos en entusiasmo. Pido un gin-tonic y me sirven agua del grifo. Las apps de citas me tratan como si hubiera firmado un contrato de invisibilidad.
Lo busqué durante semanas. Revisé fotos de perfil que parecían sacadas de pasarelas, coincidí con extraños en cafés y parques, y hasta me sorprendí saludando a un tipo en el metro solo porque tenía un aire sospechosamente familiar. Nada. Hasta que un día, caminando por la calle, lo vi reflejado en el escaparate de una tienda.
Mi mismo rostro… pero tuneado.
Mandíbula cincelada, sonrisa que podía reflotar la economía de un país pequeño.
Lo cité en un café. Cuando llegó, las sillas se giraron como
en los concursos musicales de la tele. Yo pedí un cortado; él pidió un agua con gas y consiguió que la
camarera le pusiera una rodaja de limón extra “porque sí”.
El silencio se volvió incómodo. La gente lo miraba a él,
claro, pero yo me aferraba al Tao. Si hay Yin, tiene que haber Yang.
Me quedé helado. Hasta que pensé algo que cambió el
tablero.
—Un momento. Si tú eres el guapo y yo el feo… entonces,
según el Tao, estamos condenados a necesitar uno del otro. Sin mí, tú no
brillarías.
Se levantó rápido, con esa prisa de los que temen que les
roben la cartera… o el destino.
Ahí entendí el giro final: no soy el doble feo. Soy el
ancla. El contrapeso. El que sostiene al guapo para que exista. Y en cierto
modo, eso me convierte en alguien indispensable. El Yin que le da chicha a su
Yang.
Así que sí, puede que no ligue. Pero cada vez que alguien
suspira por él, debería darme las gracias a mí. O un beso. O algo. Yo soy el héroe anónimo del
atractivo ajeno.
29 septiembre 2025
La Chimenea del Éxito
Priscila empezaba cada día con frases grandilocuentes como:
—Hoy no vengo a trabajar, vengo a transformar realidades.
Mientras Mauricio respondía con solemnidad:
—Yo tampoco trabajo, yo co-creo horizontes.
El resto de la oficina aprendió pronto que cuanto más pomposos eran sus discursos, más insignificante era su labor.
El día que hablaron durante dos horas sobre “reposicionar la cultura del clip”, olvidaron reponer los clips de verdad, y el pedido quedó atascado durante semanas.
Lo patético era ver cómo se retroalimentaban.
—Priscila, tu propuesta de poner una planta artificial en la sala de juntas es un cambio de paradigma en la armonía corporativa.
—Gracias, Mauricio. Y tu idea de cambiar los fondos de pantalla a atardeceres de Google transmite liderazgo empático.
Mientras tanto, los demás se mordían la lengua para no reírse en su cara.
Pero un viernes negro, la empresa tuvo una auditoría externa. El consultor, con traje impecable, escuchó en silencio mientras Priscila y Mauricio desplegaban su arsenal de PowerPoints con frases como “Think Beyond the Beyond” y diagramas que parecían dibujos de guardería. Al terminar, el consultor se puso de pie y dijo:
—Estoy impresionado.
Priscila y Mauricio casi aplaudieron de emoción.
—Impresionado —continuó él— de cómo dos adultos pueden sonar tan convencidos y, al mismo tiempo, no decir absolutamente nada.
El silencio fue brutal. El equipo entero intentaba aguantar la risa. Pero entonces, el director general dio un golpe en la mesa y exclamó:
—¡Exactamente! ¡Eso es lo que necesitamos!
El consultor lo miró horrorizado.
—Nuestro sector no necesita soluciones, necesita discursos vacíos que hagan creer a los clientes que tenemos soluciones. Ustedes dos son perfectos.
Y así, Priscila y Mauricio fueron ascendidos como Directores Globales de Narrativas Inútiles.
Caminaban por la oficina inflados de orgullo, mientras el resto del personal entendía la dura realidad: los más patéticos habían ganado.
Desde ese día, nadie se tomó nada en serio en la empresa. Y paradójicamente, gracias a la verborrea hueca de Priscila y Mauricio, Innovaciones Disruptivas S.A. se volvió la consultora más contratada del país.
Porque, como todos descubrieron, el mundo estaba hambriento de humo, y ellos sabían producir toneladas.
Habían inventado la chimenea. Y el fuego. Y lo peor de todo es que Priscila y Mauricio estaban convencidos de que lo habían patentado.
Y entonces Recursos Humanos confirmó lo que todos sospechaban: sus nombres completos eran Priscila GIS GIS y Mauricio Pompas Pompas.
Lo que aclaraba al fin, la sospecha de la plantilla. Sus padres eran hermanos.
* - Sí, tengo dos compañeros así, y ambos con apellidos al cuadrado.
25 septiembre 2025
De Citas online y el concesionario de Shakira
Cuando me separé, pensé que lo más difícil sería aprender a cocinar sin incendiar la cocina. Pero no: lo complicado de verdad era sobrevivir en las citas por redes sociales.
Porque cuando empecé a salir con chicas, todo era sencillo: ibas a una fiesta, te presentaban a alguien, charlabas un poco, intercambiabas teléfonos fijos (¡fijos, sí, pegados a la pared con un cable!) y, si había suerte, después de dos semanas de llamadas interrumpidas por tu madre, conseguías una cita.
Hoy todo eso se acabó. El amor ya no se busca en plazas, bares o discotecas: ahora se encuentra en aplicaciones que parecen diseñadas por brókers de Wall Street. Empujar contacto a la izquierda, empujar contacto a la derecha… uno se siente menos Don Juan y más gestor de cartera, descartando acciones con una foto borrosa.
El cortejo de antes era:
—“¿Quieres salir conmigo?”
El de ahora es:
—“Acepto Bizum, PayPal y transferencia inmediata”.
Os cuento mis experiencias en este mundo, extraño para mi.
Primera cita.
Habíamos quedado en un bar. Chica buenorra y formal. Todo un partido. Cinco minutos antes de vernos me llega un mensaje suyo:
— Te envío una foto actualizada, para que me reconozcas.
Abro la foto y ahí me entero de que no era exactamente la chica del perfil. Digamos que la versión “actualizada” venía con 20 kilos y 20 años más. Fue como lo de Shakira: me cambiaron un Rolex por un Casio… ¡y también un Ferrari por un Twingo!
Aun así, me dije: “sé educado, disfruta la experiencia”.
Tomamos algo, charlamos, todo dentro de lo normal… hasta que, de repente, me suelta:
—¿Me acompañas al centro comercial? Tengo que comprar unas cosillas.
Yo pensé en un pintalabios, un champú, algo sencillo. ¡No Ja! Me vi de golpe en la sección de lencería, rodeado de tangas y sujetadores de todos los colores. Ella cogiéndolos a puñados y sujetándolos encima de la ropa para que le dijese qué me parecían. Yo con cara de alumno en un examen sorpresa.
Y en el momento de pagar… su tarjeta falla. Me mira con esa carita de “¿me salvas?”.
Y ahí caí: yo, estrenándome en la soltería moderna financiando tangas que, spoiler, nunca llegué a ver en acción. Ni falta que hace.
Que no, que no te preocupes. Que la cajera se reía de mí. Por gilipollas.
Para rematar, al día siguiente me pide dinero para un pago urgente.
Ahí puse punto final a mi carrera como sponsor involuntario de desconocidas.
Segunda cita.
Otra chica, guapísima en fotos. Dos mails después, me propone unas cuantas cochinadas y me manda un enlace. Yo lo abro pensando que era su Instagram…
¡y resulta que era su página profesional de escort!
Conclusión.
He comprendido que las citas modernas son otro planeta. Antes te rompían el corazón; ahora te rompen la tarjeta. Antes te pedían flores; ahora te pasan la factura.
Lo peor es que uno se siente perdido, como si lo hubieran soltado en la selva con una brújula rota. Porque el amor digital es como IKEA: entras buscando algo sencillo, sales con un montón de cosas que no necesitas y, lo peor, sin saber dónde está la salida.
Y en todo este zoológico emocional yo soy una nueva especie: ni pagafantas, ni pagabragas… yo soy el pagailusiones. Un homínido ingenuo que todavía cree que las citas empiezan con un café… y no con un plan de financiación.
Al final, mis intentos de romance parecen más un concesionario de ocasión que una vida amorosa: donde otros coleccionan recuerdos, yo voy acumulando coches de segunda mano. Que si un Twingo, que si un Escort… vamos, que en vez de encontrar pareja, ¡lo que me falta es que me ofrezcan la garantía extendida y un par de alfombrillas de regalo!
24 septiembre 2025
Flujo Heracliteano y Tuercas
Recuerdo que mi admiración empezó cuando lo vi discutir sobre si un tornillo es en realidad un “microcosmos de la voluntad humana de aferrarse al mundo”. De repente supe que mi jornada laboral nunca volvería a ser normal. Vería cosas. Aprendería. Y no me equivoqué.
Un lunes cualquiera, mientras el resto buscábamos café como náufragos desesperados, él apareció con un croquis lleno de fórmulas y anotaciones en latín.
—He resuelto el problema del ser —dijo, como quien anuncia que se ha comprado una tostadora nueva.
Lo miramos en silencio, esperando una broma. Pero no, iba en serio. Siguió explicando que había encontrado una relación directa entre la entropía y la angustia existencial de los lunes por la mañana.
—Cuanto más se acerca el universo al caos térmico —prosiguió— más se parecen nuestras caras a las de quien abre Outlook y ve cincuenta correos sin leer.
Lo peor de todo es que tenía razón. No se porqué, pero estoy seguro que la tenía.
Otro día, el jefe le pidió un informe técnico. El ingeniero-filósofo entregó quince páginas con ecuaciones perfectamente resueltas y, al final, una conclusión: “El proyecto es viable, pero recordemos que toda viabilidad es un espejismo en la fugacidad del tiempo.”
El jefe todavía está intentando descifrar si eso significa “adelante con la obra” o “debemos ir todos al Himalaya a meditar”.
Su momento estelar, sin embargo, ocurrió en una reunión de equipo. Estábamos discutiendo sobre cómo optimizar el uso de recursos y alguien preguntó qué haría él.
—Muy sencillo —respondió—. La clave está en pensar como un río.
Todos nos quedamos callados. Él dibujó una línea ondulada en la pizarra y explicó que el agua nunca discute con las piedras: simplemente las rodea.
—Aplicado a la empresa —dijo, ajustándose las gafas con solemnidad— significa que debemos dejar de luchar contra los problemas y fluir a su alrededor.
El silencio fue absoluto. Luego alguien aplaudió. Confieso que yo también lo hice. Al fin y al cabo, era la primera vez que alguien convertía la lógica en una doctrina empresarial.
Pero el verdadero clímax llegó la semana pasada. El ingeniero-filósofo anunció que había inventado un dispositivo que resolvía de una vez por todas la contradicción entre teoría y práctica.
Lo trajo a la oficina envuelto en una funda negra. Lo colocó sobre la mesa de reuniones con gesto solemne, lo abrió… y era un simple espejo.
—Aquí está la síntesis —dijo—. La teoría eres tú cuando piensas que sabes. La práctica eres tú cuando intentas hacer algo y descubres que no sabías tanto.
Nos quedamos mirándonos a nosotros mismos en el reflejo, incómodos, como si el espejo fuese un detector de tonterías.
Y esa es la conclusión: a veces los que parecen más raros son los que nos muestran lo obvio.
Porque en el fondo, todos somos un poco ingenieros cuando intentamos arreglar la vida… y un poco filósofos cuando descubrimos que la vida no tiene manual de instrucciones. Y que en consecuencia no tenemos ni puta idea.
Con cariño para el gran Dani, cerebro privilegiado que es realmente ingeniero y filósofo (titulado en ambas) a un tiempo.
05 septiembre 2025
El Tao es la Hostia
En la sede
central del Banco HispanoInglés yo era nadie. Un becario condenado a la
invisibilidad, plastificando folios hasta que el alma se me quedaba oliendo a
plástico recalentado.
Y todo por culpa de ella: Cruella. Nuestra jefa. La tirana. Un tanque con tacones Un tanque que, en lugar de gasolina, funcionaba a base de bollería industrial y crueldad gratuita.
La muy cerda gritaba con la potencia de un altavoz de feria mal calibrado. Obesa, tiránica y con los labios permanentemente barnizados de azúcar glas, ejercía un poder absoluto: era capaz de convertir cualquier jornada laboral en una condena bíblica.
Era así siempre: dictadura bancaria con olor a tóner quemado. Yo la odiaba. Pero odiarla era quedarse corto. Fantaseaba con verla caer, con verla arrastrarse. Y el Tao, que nunca falla, me regaló la ocasión.
Un día, saliendo tarde de la oficina, me crucé con ella en la calle. Iba distinta: sin tacones, con un abrigo enorme y unas gafas negras que apenas le tapaban la vergüenza. Caminaba rápido, mirando a los lados como si escondiera un secreto. La curiosidad me picó más fuerte que el cansancio, y decidí seguirla.
La vi doblar esquinas, meterse en callejones cada vez más mugrientos hasta desaparecer por una puerta metálica que chirriaba al cerrarse. Esperé un instante, me acerqué con sigilo y me colé. Y entonces lo vi todo: Cruella en su verdadero hábitat.
Porque nuestra mórbida jefa, después de doce horas de tiranía, necesitaba compensar sus excesos en sótanos oscuros, rodeada de cuero, látigos y tipos enmascarados que parecían extras despedidos de alguna versión cutre de Star Wars.
Allí dejaba de ser Cruella y se convertía en “Gordicerda”, una masa grasienta y temblorosa pidiendo castigos, rogando que la llamaran “cerda de bollería”.
Lo descubrí esa noche, y no dudé ni un segundo: iba a entrar en el juego. Me puse máscara, guantes baratos de ferretería, y por primera vez en mi vida sentí que tenía el control. Ya no era el becario plastificador. Era la justicia.
Cuando la vi de rodillas, atada a una mesa con un collar de perro, se me erizó la piel.
Y entonces, cuando esperaba el típico azote decorativo, levanté el brazo y ¡ZAS! La bofetada fue tan monumental que las paredes vibraron, las luces de emergencia parpadearon… y en la calle, a lo largo de tres manzanas, empezaron a sonar las alarmas de varios coches.
Me provocó un estallido de placer. Era como liberar de golpe toda la rabia acumulada en informes imposibles, en gritos injustos, en folios plastificados. Cada bofetada era un orgasmo del alma.
Y le di más. Le di todo. Una avalancha de hostias que me hicieron sudar y reír al mismo tiempo. La emperatriz del Euríbor, la torturadora de empleados, convertida en un guiñapo agradecido. Y yo, disfrutando como nunca. Era venganza, sí, pero también placer puro. Un goce que no había sentido jamás.
Al final, agotado, me quité la máscara. Ella me vio, y el horror le subió al rostro como un semáforo rojo.
El lunes siguiente, la oficina había cambiado. Cruella apareció con gafas enormes, un pañuelo hasta las orejas y una voz melosa, casi ridícula. Yo ya no era el becario. Mi nueva placa lo anunciaba con solemnidad:
Yo jugueteé con mi llavero de cuero y contesté con la serenidad de un iluminado:
Y desde ese día, jamás volvió a plastificarse un solo folio en la oficina. El Tao había cumplido su promesa: donde hubo opresión, ahora había ascenso.
Porque la sabiduría milenaria enseña que la iluminación no siempre llega con incienso ni meditación…
a veces llega a base de hostias antitanque.
22 agosto 2025
Dijo que sí
Julián apretaba su bastón entre las manos huesudas y sonreía, agradecido. Había cumplido ochenta y cinco, y la memoria le jugaba malas pasadas: confundía nombres, olvidaba direcciones, pero recordaba con nitidez lo ocurrido hacía más de sesenta años.
—¿Ves esa farola? —señalaba siempre—. Allí le pedí matrimonio a tu abuela. Ella dijo que sí y me temblaban las rodillas.
Lucía escuchaba, aunque conocía de memoria la anécdota. Nunca se cansaba de verla repetida, porque notaba que cada vez el abuelo la contaba con menos detalles, como si la historia se desgastara en sus labios.
Lucía lo abrió: era una carta escrita a mano, con una caligrafía firme, no la torpe de su abuelo actual.
“Querida Lucía, cuando leas esto quizá ya no recuerde tu nombre. Pero quiero que sepas que tú has sido mi segunda gran alegría en la vida. La primera fue tu abuela. No me tengas pena cuando me veas perderme; sólo guíame, como hice yo contigo cuando dabas tus primeros pasos.”
Esa misma noche, Julián se fue a dormir temprano. No volvió a despertar.
Al día siguiente, Lucía regresó sola al banco de la plaza, con el sobre guardado en el bolsillo. Quería sentirlo cerca. Cuando levantó la vista, lo imposible ocurrió: en la farola frente a ella brillaba un diminuto grabado, como recién hecho. Tres palabras, torpes pero legibles: “Dijo que sí.”
Lucía sonrió entre lágrimas. Entendió que el abuelo había dejado su firma en el mundo, para que ella nunca olvidara que el amor, incluso desvaneciéndose, siempre encuentra la manera de quedarse.
19 agosto 2025
El amor como un viaje a casa
Las manos no se tocan por primera vez, sino que se recuerdan. Los dedos se entrelazan con la seguridad de quien retoma un hábito olvidado. No es emoción, sino alivio: ah, aquí estabas. El roce no inventa nada; confirma.
El beso es un acto de arqueología. Dos bocas excavando en busca de una lengua común, un alfabeto compartido que ya no saben descifrar. Pero algo en el calor, en el ritmo del aliento, les dice que este idioma lo hablaban antes de que el mundo los separara con piel y huesos.
Hacer el amor es el intento más desesperado por volver. Uno dentro del otro, ya no como invasión, sino como regreso. Los cuerpos, astutos, fingen ser dos para poder jugar a reunirse. En el clímax, por un segundo, lo logran: la mentira de la separación se desvanece. Pero luego vuelve el aire, la piel, el sudor frío, y comprenden que la fusión total no está permitida.
El hijo es la trampa más hermosa. Una criatura que lleva sus ojos, su sangre, su risa, pero que no es ellos. Espejo y a la vez extraño. Los padres lo miran y ven, por primera vez, que el amor no era fundirse, sino crear algo con los pedazos. El niño llora, y en ese grito hay un mensaje: Ya erais uno. Yo soy la prueba.
La muerte es el último acto de amor.
Porque cuando llega, no se lleva a uno, sino a los dos. Aunque los cuerpos mueran en años distintos, en lugares separados, aunque nunca sepan el día exacto, algo en su esencia se apaga al mismo tiempo. Como si, en secreto, el universo hubiera anotado su partida en la misma línea.
Y entonces, libres de carnes y nombres, lo entienden: nunca estuvieron solos. El amor no fue un viaje, sino un despertar.
La paradoja es esta: creímos que amábamos para unirnos, cuando en realidad amamos para recordar que nunca estuvimos separados.
18 julio 2025
Mercado Inmobiliario
Así que me armé de valor, abrí Idealista y marqué: "Madrid, máximo 800€". El portal se rió. Literalmente. Juraría que la web hizo un jejeje antes de mostrarme una buhardilla con techo en forma de cuña, sin cocina, y con baño compartido con el bar de abajo.
Pero entonces apareció ella: Patricia, agente inmobiliaria. Foto de perfil profesional, americana azul marino, sonrisa blanca fluorescente. Descripción: “Experta en encontrar hogares únicos para personas únicas. Si sueñas con ello, yo te lo enseño”. Como una especie de Mary Poppins del ladrillo.
Llamé.
Spoiler: el "encanto bohemio" era humedad en las paredes y una puerta que cerraba con una piedra.
Aun así, fuimos a verlo. En persona, Patricia era exactamente igual que en la foto. Incluso más. Tenía esa energía que solo tienen los que cobran comisión. Me saludó con dos besos y un dossier plastificado.
—Aquí te puedes imaginar cocinando con tu pareja —dijo, señalando una encimera que claramente antes fue una lápida en un cementerio. Todavía se percibían las letras.
Cada visita era una obra de teatro psicodélico. "Ventana a patio interior" significaba respiradero entre dos bloques. "Perfectamente comunicado" era: a media hora andando del metro. "Ideal para una persona sola" venía acompañado de un baño en el que no podías sentarte sin tocar la pared con las rodillas.
Y siempre, SIEMPRE, había alguien más interesado. Aunque fueras tú el único ser humano que había pisado ese zulo desde 2011.
Pero lo peor no era eso. Lo peor eran los pisos con “posibilidades”. Que es el eufemismo inmobiliario para "esto está para tirar abajo y rezar". Uno tenía el váter en la cocina. Literalmente: al lado de los fogones. Y Patricia, sin inmutarse:
—Es un concepto abierto. Muy Loft, muy Brooklyn.
Mi madre lloró.
Después de dos semanas, trece visitas, una crisis existencial y un ataque de risa en un piso con ducha sin desagüe, estaba a punto de rendirme. Hasta que Patricia me llamó:
—¡Lo tengo! Tu piso. Es un bajo con luz, con historia, techos altos, recién reformado.
Y era verdad. Un milagro. Todo encajaba. Hasta olía bien. La cocina era real. La ducha tenía mampara. Había ventanas. Reales.
Firmé al día siguiente. Ni pregunté.
Dos días después, al instalarme, llamaron al timbre.
—Buenas, soy Mario, de la funeraria. ¿Tenéis ya la sala montada o vais a esperar al primer velatorio?
Silencio.
—¿Perdona?
—Sí, que aquí antes estaba el Tanatorio Virgen del Remanso. ¿No os lo dijo la agente?
Yo parpadeé.
—¿El qué?
—Que esto siempre ha sido un tanatorio. Hasta hace nada. Yo vengo todas las semanas a traer coronas. El despacho estaba justo donde tienes ahora la tele.
Miré la tele. El noticiero hablaba de la crisis de la vivienda. Me dio un tic en el ojo.
—¿Pero ya no es un tanatorio, no?
—Mario se quedó pillado—. Un momento... —sacó el móvil, buscó algo, frunció el ceño—. Ostras. ¡Pues si que lo han cerrado! No me han avisado. Qué fuerte. ¿Y ahora es un piso?
—Eso parece.
—Pues oye, muy bien aprovechado, ¿eh? Esto antes olía a formol y a flores mustias. Ahora tiene su gracia.
—Gracias...
—Nada, nada. ¡A disfrutarlo! Eso sí, si alguna noche escuchas una campanita... tú no abras.
Y se fue. Silbando.
Encanto bohemio, le llamaba ella.
Ahora vivo rodeado de velas que encuentro por todas partes, con un perchero con forma de cruz, y cada vez que me ducho el agua sale caliente al segundo. Nunca falla. Pero es barato. Y tranquilo. Muy tranquilo.
Excepto cuando suena el timbre a las tres de la mañana.
Y no hay nadie.
13 julio 2025
Thunderpis
El estadio vibraba, el aire olía a cerveza caliente y a sudor rockero, y Angus Young nos tenía poseídos con sus riffs. Pero, amigo, la vida siempre guarda una sorpresa... y no precisamente un solo de guitarra.
Estábamos ahí, gritando como posesos, cuando noto un chorrito cálido y sospechoso salpicándome la pantorrilla. Miro a Manu, que tiene la cara de quien acaba de ver a su suegra en tanga.
"¿Qué cojones?", balbucea. Buscamos el origen del diluvio: ¿un cubata traicionero? ¿Una manguera rota? ¡Nada! Manu, más observador, clavó la vista en la chica delante de nosotros. Ella nos lanza una mirada a medias entre el remordimiento y la fuga. Su novio, con pinta de ex boxeador en huelga de higiene, la agarró del brazo y la arrastró hacia la multitud como si acabara de incendiar un orfanato.
—Hermano —susurró Manu—, nos han bautizado en nombre del rock.
¡Nos habían regalado una lluvia dorada! Sí, señores, un bautismo rockero de proporciones bíblicas. No sé si fue el éxtasis del concierto, la cola infinita para los baños o un ataque de rebeldía urinaria, pero aquella desconocida decidió que éramos su lienzo. Manu, entre risas y un escalofrío, suelta: "Tío, esto es más heavy que el solo de Thunderstruck".
Intentamos seguir cantando, pero cada salto era un recordatorio viscoso en las zapatillas. "¡Nos han meado como a dos geranios en un tiesto!", gritó Manu, y nos reímos como si aquello fuera lo más natural del mundo en un concierto de AC/DC.
Al final, brindamos con lo que quedaba de cerveza, empapados de gloria (y algo más). Porque, oye, ¿quién necesita un bis cuando te han dado un chapuzón legendario?
Desde entonces, cada vez que suena “Thunderstruck”, miramos alrededor y nuestras piernas tiemblan por razones que nada tienen que ver con la emoción.
MORALEJA: Si vas a un concierto de AC/DC, lleva chubasquero y botas de agua. Y para ellas, pañales.
PD - La historia es real como la vida misma.
26 junio 2025
Los Senadores del Lidl
Pero los años pasan. El metabolismo se rinde. Y los donuts, que antes se
evaporaban con solo mirar una escalera, empezaron a instalarse con persistencia
alrededor de mi cintura. Fue entonces cuando el vaquero comenzó a deslizarse.
Al principio era gracioso: un tirón aquí, otro allá. Pero un día, en el Lidl,
me agaché a por una lechuga y el vaquero decidió emanciparse. Me quedé de
espaldas a la sección de verduras enseñando media luna como si fuera
astrónomo.
Compré un cinturón.
Al principio, iba bien. Ajustado pero elegante. Luego, ajustado pero
incómodo. Después, ajustado pero con riesgo de amputación intestinal. Acabé
desarrollando un instinto para desabrocharme en cuanto entraba al coche, como
quien se quita los tacones tras una boda. Pero lo peor fue el día que descubrí
una marca roja, profunda, en la tripa. No era una arruga. Era una frontera. Mi
cuerpo me estaba haciendo la guerra.
Pasé a los tirantes. Lo asumí con dignidad. Me convencí de que eran
vintage, retro, incluso hipster. Me los puse con camisa y hasta me sentí
elegante. Al principio. Pero luego empecé a notar miradas. No de admiración,
no. De lástima. Como si fuera un personaje de cómic que ha decidido salir a la
calle.
Y entonces llegó el momento túnica.
Lo supe un domingo por la tarde. Estaba en casa, comiéndome un bocadillo de
tortilla (doble capa, porque soy un hombre con principios), y los tirantes
simplemente... se rindieron. Uno de ellos se soltó con un chasquido y salió
disparado, reventando una taza de "Mejor papá del mundo". Lo tomé
como una señal.
La túnica fue una revelación. Libre, suelta, sin cinturones ni tirantes ni
costuras que me juzgaran. Me sentía como un senador romano, salvo por las
zapatillas de cuadros y el mando de la tele en la mano. Mis amigos se burlaban
al principio. Pero luego vinieron las preguntas: “¿Dónde la compraste?” “¿Se
suda mucho?” “¿Tú crees que a mí me quedaría bien?”
Empezaron a copiarme. Uno a uno, cayeron. Primero David, luego Rubén.
Incluso Carlos, que decía que nunca abandonaría sus vaqueros slim. Slim, mis
narices.
Hoy, los del grupo de pádel somos nueve y vestimos todos igual: túnicas,
sandalias y dignidad recuperada. Nos llaman “los senadores del Lidl”. Y sí,
seguimos yendo al supermercado. Pero ya nadie se agacha por la lechuga. Ahora
vamos por pizza congelada. Y con la cabeza bien alta.
Aunque... el otro día vi a uno de los nuestros con un calzón de sumo.
Me da miedo pensar cuál será el siguiente paso.
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Ahora lo sé: el dolor no se va, se transforma. Se amansa. Hoy, con la distancia de quien revisa una cicatriz ya cerrada, puedo escribir sin ...
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Yo subía con una caja de libros, sudando a mares. No había ascensor en ese viejo edificio, solo peldaños interminables. Ella bajaba con paso...
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