Recuerdo que mi admiración empezó cuando lo vi discutir sobre si un tornillo es en realidad un “microcosmos de la voluntad humana de aferrarse al mundo”. De repente supe que mi jornada laboral nunca volvería a ser normal. Vería cosas. Aprendería. Y no me equivoqué.
Un lunes cualquiera, mientras el resto buscábamos café como náufragos desesperados, él apareció con un croquis lleno de fórmulas y anotaciones en latín.
—He resuelto el problema del ser —dijo, como quien anuncia que se ha comprado una tostadora nueva.
Lo miramos en silencio, esperando una broma. Pero no, iba en serio. Siguió explicando que había encontrado una relación directa entre la entropía y la angustia existencial de los lunes por la mañana.
—Cuanto más se acerca el universo al caos térmico —prosiguió— más se parecen nuestras caras a las de quien abre Outlook y ve cincuenta correos sin leer.
Lo peor de todo es que tenía razón. No se porqué, pero estoy seguro que la tenía.
Otro día, el jefe le pidió un informe técnico. El ingeniero-filósofo entregó quince páginas con ecuaciones perfectamente resueltas y, al final, una conclusión: “El proyecto es viable, pero recordemos que toda viabilidad es un espejismo en la fugacidad del tiempo.”
El jefe todavía está intentando descifrar si eso significa “adelante con la obra” o “debemos ir todos al Himalaya a meditar”.
Su momento estelar, sin embargo, ocurrió en una reunión de equipo. Estábamos discutiendo sobre cómo optimizar el uso de recursos y alguien preguntó qué haría él.
—Muy sencillo —respondió—. La clave está en pensar como un río.
Todos nos quedamos callados. Él dibujó una línea ondulada en la pizarra y explicó que el agua nunca discute con las piedras: simplemente las rodea.
—Aplicado a la empresa —dijo, ajustándose las gafas con solemnidad— significa que debemos dejar de luchar contra los problemas y fluir a su alrededor.
El silencio fue absoluto. Luego alguien aplaudió. Confieso que yo también lo hice. Al fin y al cabo, era la primera vez que alguien convertía la lógica en una doctrina empresarial.
Pero el verdadero clímax llegó la semana pasada. El ingeniero-filósofo anunció que había inventado un dispositivo que resolvía de una vez por todas la contradicción entre teoría y práctica.
Lo trajo a la oficina envuelto en una funda negra. Lo colocó sobre la mesa de reuniones con gesto solemne, lo abrió… y era un simple espejo.
—Aquí está la síntesis —dijo—. La teoría eres tú cuando piensas que sabes. La práctica eres tú cuando intentas hacer algo y descubres que no sabías tanto.
Nos quedamos mirándonos a nosotros mismos en el reflejo, incómodos, como si el espejo fuese un detector de tonterías.
Y esa es la conclusión: a veces los que parecen más raros son los que nos muestran lo obvio.
Porque en el fondo, todos somos un poco ingenieros cuando intentamos arreglar la vida… y un poco filósofos cuando descubrimos que la vida no tiene manual de instrucciones. Y que en consecuencia no tenemos ni puta idea.
Con cariño para el gran Dani, cerebro privilegiado que es realmente ingeniero y filósofo (titulado en ambas) a un tiempo.
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