lunes, 2 de marzo de 2020

La Emergencia espontánea del orden. O lo que coño signifique eso.




Dios nos habla a veces tan claro, que parecen coincidencias.
Doménico Cieri Estrada




Os contaré una anécdota de esas que me molan: Anthony Hopkins, el actor, fue contratado para hacer la peli “Mujer de Petrovka”. Nada más enterarse de su nuevo papel salió a comprar la novela en que se basaba el guión pero no la encontró en ninguna librería. 
Luego, al regresar a su casa en metro, encontró ese libro, justo ese, abandonado en un asiento. Por supuesto le pareció una casualidad extraordinaria. Pero lo más asombroso fue que el libro que encontró, totalmente subrayado, era del autor de la novela, George Feifer, que lo había perdido.

¿Flipante? Quizá no tanto. 
Hay una teoría, chunga para mí, llamada Emergencia espontánea del orden. Resulta que el psicólogo Gustav Jung, el físico Wofangan Pauli y el escritor Arthur Koestler han coincidido en atribuir las coincidencias significativas -lo que otros conocemos como casualidades- a la intervención de un principio universal no causal que opera con total independencia de las leyes físicas conocidas. 
Un principio que se revelaría a través de las casualidades altamente improbables y con sentido para sus protagonistas. Esta “ley” sería como un principio rector de nuestras vidas, nos llevaría del caos al orden y guiaría nuestros pasos o nos salvaría en momentos de peligro.

Así que hay “casualidades altamente improbables”… Veamos.

Creo que en algún post anterior confirmaba mi retorno a la vida normal, a un trabajo como todos. Confirmo también la existencia de algún imbécil de gran calibre. Que es y está, pero estoy vacunado de esas cosas después de tanto Borja Mari soportado. 

El espécimen trepador de aquí tiene figura de señora de buen comer con voz de pito. No pide ni solicita, ordena. Monserrat Caballé en edición poligonera. La Montse, qué cojones.

Gracias a Dios no compartimos terreno de juego y me limito a sentirla de lejos, unas pocas mesas detrás de mí. Ufffff, me ha pasado rozando. 

Menos mal. Porque los tics de la Montse me resultan reconocibles. Mucho. Los he visto antes en otro sitio. Es de esas que cuando acaba el curro toma copas o cena con la autoridad competente. Con su jefa, vamos. Cualquier día entre semana. Muchas mañanas percibo un color amarronado en la comisura de sus labios. De tanto comerle el culo a la autoridad. A la competente.

En el fondo lo que me llama la atención es lo de arriba, eso de las casualidades raras. Porque como dicen esos señores importantes, hay un orden oculto. La Montse cayó por aquí con la consultora para la que trabajaba. Podrían haber contratado a cualquier otra consultora del planeta, pero no, tocó esta. E incluso desde su empresa, podían haber mandado a otras personas. O aún mejor, podrían no haberla contratado.
Porque la Montse venía a implementar un proyecto y al final se la quedaron. Craso error. 
No fue la única a la que adoptaron en mi departamento, pero de la tropa con la que vino era de largo -y sigue siendo- la persona más despreciable. Dos de sus “compañeras” ya han sucumbido a sus maneras y después de derramar demasiadas lágrimas incontroladas han pedido la cuenta y se han largado. Bien por ellas, que han vuelto a sonreír. Otros pobres a su servicio que todavía circulan por aquí ya sufren dolores estomacales que apuntan a úlceras.

Y vuelta a la casualidad. No lo vais a creer, pero la Montse es amiguita de Borja Mari. Resulta que nuestro despreciable amigo y la Montse trabajaban juntos hasta el día antes de venir a mi departamento. Definitivamente la aguas fecales del destino circulan por tuberías comunes. Se juntan en el mismo sitio. El antro de donde viene debía ser para verlo con estos dos. Granja urbana de joputas. Escrito en luces de neón.

Me enteré de milagro. Un día, volviendo de comer, una compañera mencionó a Borja Mari. La Montse, que estaba delante, puso cara de interés. Iba a decir algo, pero en el mismo instante otra compañera definió a Borja Mari como “un cabrón” y especificó que la autoridad competente le definía como “un hijo de puta” y que no podía ni verle.
La Montse estaba a punto decir algo cuando escuchó las palabras mágicas. Tenía la palabra ya engranada en la boca y la dejó a medias. Apretó la mandíbula y redujo el paso para quedar por detrás de nosotros y salirse de la conversación.

Fue llegar a la oficina y confirmar mis sospechas. LinkedIn verificó una genealogía laboral común. Y de paso que las putas casualidades no existen. Que los vericuetos del destino hacen círculos y terminan en la casilla de salida.

Cagüen tó.