Siempre he creído que la religión es el bálsamo más tierno para lo que nos desgarra por dentro: un mapa dibujado para navegar el caos que nos ahoga, una estructura frágil donde encajar los pedazos rotos de lo inexplicable.
Pero el alma humana es insaciable en su búsqueda de sentido, y no todos nos arrodillamos ante altares. Algunos alzan la vista a las estrellas, buscando consuelo en su fuego distante.
Yo... yo me refugio en los números. En su frialdad aparente, que a veces se quiebra y deja salir un latido.
Descubrí los números astrales hace años. La idea es
simple: sumas cada dígito de tu fecha de nacimiento —día, mes y año— hasta
reducirlo a un solo número.
Por ejemplo, si alguien nació el 28 de febrero de 1973:
2+8+0+2+1+9+7+3=32; y ahora, 3+2=5.
Fácil, casi infantil. Pero también hipnótico.
Siempre supe que mi número era el 9.
Nací un 9 del 9, y mi número astral es el 9.
9 de septiembre de 1971:
9+9+1+9+7+1=36; 3+6=9.
Triple nueve. Perfecta simetría.
Años después, cuando murió mi padre, el 3 de junio de 2016,
volví a hacer el cálculo:
3+6+2+0+1+6=18; 1+8=9.
Otra vez el mismo número.
Podría haberlo tomado como una simple coincidencia, pero no pude evitar pensar
que había un mensaje escondido en esa cifra que se repetía, obstinada, como si
marcara los bordes invisibles de mi vida.
Me gusta pensar que se fue tranquilo, y que ese nueve fue su forma de
decírmelo.
Pasaron los años, y el azar —si acaso existe— quiso que
regresara a mi vida una mujer a la que había querido desde niño.
Su fecha de nacimiento: 3 de junio de 1971.
3+6+1+9+7+1=27; 2+7=9.
Su día y mes son los mismos del fallecimiento de mi padre.
Ambos 3 de junio, ambos 3+6=9.
Quise creer que era un regalo suyo, un guiño desde donde estuviera, como si me
la enviara para recordarme que aún había luz.
Hoy trabajo en una empresa estatal. Llevo tres años. Falta
poco para conseguir el puesto definitivo, pero para eso debo superar unos
exámenes.
La fecha de la convocatoria me estremeció: 3 de junio de 2025.
Otra vez.
3+6+2+0+2+5=18; 1+8=9.
La misma fecha del cumpleaños de ella. La misma del adiós de mi padre.
Quiero pensar que es una señal buena. Que todo converge, que el nueve me
protege, que mi padre me guía todavía.
Pero los números también tienen sombras.
A veces me pregunto si no me estoy engañando. Si ese triple nueve no es una
bendición, sino una marca.
Un día, sin saber por qué, giré el papel.
El nueve, al invertirse, deja de ser nueve.
El versículo 13:18 del Apocalipsis dice:
"Aquí hay sabiduría. El que tenga entendimiento, que calcule el número
de la bestia, porque es número de un ser humano: seiscientos sesenta y
seis."
¿Y ahora qué?
Porque durante años, creí que el nueve era un faro. Ahora dudo.
Mi nacimiento, mi padre y su muerte, ella, mi futuro... todos los hilos de mi vida convergen en esta fecha, pero no para unirme a un destino, sino para inmovilizarme ante lo que siempre temí: que no hay un designio, solo patrones que inventamos para no enloquecer.
Y que el mayor de los engaños no es que el universo nos hable, sino que nosotros estemos tan desesperados por escuchar su silencio que le inventemos una voz.
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