01 diciembre 2025

Una taza, un comienzo

 

A veces pienso que mi vida empezó en una taza.

Hace poco me contaron una costumbre antigua: a los niños pequeños les ponían unas gotas de café en el Cola Cao para que no se durmieran y aguantaran despiertos, y anís en el chupete para que cayeran rendidos por la noche.

Infancia como ensayo general de lo que vendría después: estimulante para resistir, depresor para desconectar.

Llevaba semanas esperando el mensaje del laboratorio. Miraba el móvil cada pocos minutos aunque fingiera que no. Era solo una confirmación de paternidad, pero por dentro intuía que no era tan solo eso.

Aquel día llegué destrozado a la cafetería de siempre. Solo quedaba una mesa ocupada por un hombre de cincuenta y tantos, traje gastado, cara de muchas madrugadas. Yo, con treinta y pocos, aún me creía a salvo de ese desgaste, pero lo reconocí al instante: era yo en versión futura.

—¿Puedo sentarme?

—Claro —dijo, recogiendo papeles.

Pidió otro café. Yo pedí el mío. Él ya llevaba varios y aún pedía más.

Silencio primero. Dos desconocidos respirando el mismo humo.

—¿Día duro?

—Duro es poco. Mañana auditoría y no doy una.

—El café hace lo que puede —dije.

Soltó una risa que no llegó a sonrisa.

—Hace años que me hundí. Solo cambio de profundidad.

—¿Estás bien?

—No. Pero ya ni sé cómo contarlo.

—Prueba.

Miró la taza vacía.

—A mí de pequeño me ponían café en el Cola Cao para que no me durmiera —dijo—. Y anís en el chupete para que me durmiera. Mi abuela decía que así se domaba a los niños. Creí que lo había dejado atrás… hasta que hace años murió mi hijo. Ahora necesito café para sobrevivir al día y cualquier cosa para apagar la noche.

No supe qué responder. Pedí un vaso de agua para él. Bebió lento.

—Gracias. No sé por qué te lo cuento.

Porque a mí tampoco me asusta escuchar —dije—. Estoy esperando un mensaje del médico. Para saber algo sobre mi padre biológico.

Me miró con una calma que dolía.

—Cuando llega una verdad así, te da la vuelta entera.

Hablamos después de tonterías para bajar la tensión. Al levantarnos recogió sus papeles despacio.

—Gracias por escuchar. Me llamo Sergio.

—Mateo.

Nos despedimos como quien se despide de un espejo.

En casa, el móvil vibró al fin.

«Hola, Mateo. Confirmamos que tu padre biológico se llamaba Sergio. Te daremos más detalles»

Leí el mensaje y noté que ya lo sabía. No era una sospecha, era una certeza: el hombre de la cafetería, el que hablaba del café y del anís con esa voz cansada que ahora estaba dentro de mí, era él. Mi padre. Lo sentí en el estómago, en los huesos, en cada latido que se me aceleró de golpe.

Me quedé sin aire.

Sergio.

El mismo nombre, la misma edad aproximada, los mismos ojos que había estado mirando sin saberlo. Todo encajaba demasiado para ser casualidad. El hombre que de niño había tomado café para aguantar y anís para caer. El universo acababa de cerrarme el círculo en una taza de café.

El móvil vibró otra vez. Mensaje suyo:

«Mateo, gracias por hoy. Ha sido como hablar con alguien a quien ya conocía de siempre.»

Le escribí:

«Ojalá no nos hubieran puesto tanto café y tanto anís de pequeños.»

Contestación inmediata:

«Ojalá. Ahora estamos despiertos.»

Y esa frase tan simple me dejó temblando.

Ya no era el café lo que me mantenía en pie.

Ni el anís lo que me hacía caer.

Era él.

Era yo.

Era la verdad que, por fin, había despertado,

Supe esa nueva vida, al fin y al cabo, había empezado en una taza.

Solo que ahora la taza era nuestra.

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