Pero los años pasan. El metabolismo se rinde. Y los donuts, que antes se
evaporaban con solo mirar una escalera, empezaron a instalarse con persistencia
alrededor de mi cintura. Fue entonces cuando el vaquero comenzó a deslizarse.
Al principio era gracioso: un tirón aquí, otro allá. Pero un día, en el Lidl,
me agaché a por una lechuga y el vaquero decidió emanciparse. Me quedé de
espaldas a la sección de verduras enseñando media luna como si fuera
astrónomo.
Compré un cinturón.
Al principio, iba bien. Ajustado pero elegante. Luego, ajustado pero
incómodo. Después, ajustado pero con riesgo de amputación intestinal. Acabé
desarrollando un instinto para desabrocharme en cuanto entraba al coche, como
quien se quita los tacones tras una boda. Pero lo peor fue el día que descubrí
una marca roja, profunda, en la tripa. No era una arruga. Era una frontera. Mi
cuerpo me estaba haciendo la guerra.
Pasé a los tirantes. Lo asumí con dignidad. Me convencí de que eran
vintage, retro, incluso hipster. Me los puse con camisa y hasta me sentí
elegante. Al principio. Pero luego empecé a notar miradas. No de admiración,
no. De lástima. Como si fuera un personaje de cómic que ha decidido salir a la
calle.
Y entonces llegó el momento túnica.
Lo supe un domingo por la tarde. Estaba en casa, comiéndome un bocadillo de
tortilla (doble capa, porque soy un hombre con principios), y los tirantes
simplemente... se rindieron. Uno de ellos se soltó con un chasquido y salió
disparado, reventando una taza de "Mejor papá del mundo". Lo tomé
como una señal.
La túnica fue una revelación. Libre, suelta, sin cinturones ni tirantes ni
costuras que me juzgaran. Me sentía como un senador romano, salvo por las
zapatillas de cuadros y el mando de la tele en la mano. Mis amigos se burlaban
al principio. Pero luego vinieron las preguntas: “¿Dónde la compraste?” “¿Se
suda mucho?” “¿Tú crees que a mí me quedaría bien?”
Empezaron a copiarme. Uno a uno, cayeron. Primero David, luego Rubén.
Incluso Carlos, que decía que nunca abandonaría sus vaqueros slim. Slim, mis
narices.
Hoy, los del grupo de pádel somos nueve y vestimos todos igual: túnicas,
sandalias y dignidad recuperada. Nos llaman “los senadores del Lidl”. Y sí,
seguimos yendo al supermercado. Pero ya nadie se agacha por la lechuga. Ahora
vamos por pizza congelada. Y con la cabeza bien alta.
Aunque... el otro día vi a uno de los nuestros con bata de lino y capucha.
Me da miedo pensar cuál será el siguiente paso.