26 junio 2025

Los Senadores del Lidl

Durante años, fui un firme defensor del vaquero. Azul oscuro, corte recto, sin rotos ni florituras. Un vaquero como Dios manda. Lo llevaba sin cinturón, porque, seamos honestos, ¿para qué iba a necesitar uno si la ley de la gravedad no tenía nada que hacer contra mis caderas de veinteañero?

Pero los años pasan. El metabolismo se rinde. Y los donuts, que antes se evaporaban con solo mirar una escalera, empezaron a instalarse con persistencia alrededor de mi cintura. Fue entonces cuando el vaquero comenzó a deslizarse. Al principio era gracioso: un tirón aquí, otro allá. Pero un día, en el Lidl, me agaché a por una lechuga y el vaquero decidió emanciparse. Me quedé de espaldas a la sección de verduras enseñando media luna como si fuera astrónomo.

Compré un cinturón.

Al principio, iba bien. Ajustado pero elegante. Luego, ajustado pero incómodo. Después, ajustado pero con riesgo de amputación intestinal. Acabé desarrollando un instinto para desabrocharme en cuanto entraba al coche, como quien se quita los tacones tras una boda. Pero lo peor fue el día que descubrí una marca roja, profunda, en la tripa. No era una arruga. Era una frontera. Mi cuerpo me estaba haciendo la guerra.

Pasé a los tirantes. Lo asumí con dignidad. Me convencí de que eran vintage, retro, incluso hipster. Me los puse con camisa y hasta me sentí elegante. Al principio. Pero luego empecé a notar miradas. No de admiración, no. De lástima. Como si fuera un personaje de cómic que ha decidido salir a la calle.

Y entonces llegó el momento túnica.

Lo supe un domingo por la tarde. Estaba en casa, comiéndome un bocadillo de tortilla (doble capa, porque soy un hombre con principios), y los tirantes simplemente... se rindieron. Uno de ellos se soltó con un chasquido y salió disparado, reventando una taza de "Mejor papá del mundo". Lo tomé como una señal.

La túnica fue una revelación. Libre, suelta, sin cinturones ni tirantes ni costuras que me juzgaran. Me sentía como un senador romano, salvo por las zapatillas de cuadros y el mando de la tele en la mano. Mis amigos se burlaban al principio. Pero luego vinieron las preguntas: “¿Dónde la compraste?” “¿Se suda mucho?” “¿Tú crees que a mí me quedaría bien?”

Empezaron a copiarme. Uno a uno, cayeron. Primero David, luego Rubén. Incluso Carlos, que decía que nunca abandonaría sus vaqueros slim. Slim, mis narices.

Hoy, los del grupo de pádel somos nueve y vestimos todos igual: túnicas, sandalias y dignidad recuperada. Nos llaman “los senadores del Lidl”. Y sí, seguimos yendo al supermercado. Pero ya nadie se agacha por la lechuga. Ahora vamos por pizza congelada. Y con la cabeza bien alta.

Aunque... el otro día vi a uno de los nuestros con bata de lino y capucha. Me da miedo pensar cuál será el siguiente paso.