lunes, 10 de diciembre de 2018

Retoños escritos


La percepción de encontrarse frente a un gilipollas tiende a ser instantánea. Puede haber casos dudosos, pero sólo sucede con gilipollas dudosos. Ante uno de verdad la percepción no engaña.

El primer día noté cosas y mi opinión fue consolidándose con cada pequeña hazaña de Borja Mari. Recuerdo claramente la primera vez que me sentí mal. Estaba revisando las tareas del día cuando llego a un correo que me llamó la atención. Un amigo me había incluido en un loop de correos sobre un tema en el que yo había trabajado. Vaya. Era sorprendente que no me hubiesen copiado en una cuestión esencialmente mía.

Pronto comprendí. Con un par de vueltas a la rueda del ratón vi que era una conversación creada por nuestro niñato y en la que había “olvidado” copiarme pese a que yo era el dueño del proyecto. Pero lo peor es que en su ya habitual ignorancia usaba textos míos con pequeñas modificaciones para ajustarlas al nuevo contexto.

Esos putos párrafos tenían la misma estructura y transiciones que un informe mío que sólo había circulado en mi departamento. Porque las ideas son como los hijos: una madre siempre tiene un instinto especial para reconocer los suyos. Se pueden cambiar todas las palabras de un texto, pero es muy difícil maquillar las transiciones y la estructura interna de un artículo. Especialmente si es tuyo.

Como gilipollas que soy, me limité a encabronarme y dejé ahí mi mal sentimiento. Pero quizá, sólo quizá, debería haber montado la de Dios. Sin duda mi jefa le habría defendido argumentando cualquier gilipollez, pero quizá, sólo quizá habría mitigado mucho dolor posterior.

martes, 2 de octubre de 2018

La foto

Aquí sigo. No tengo ganas de dar detalles, pero sigo en el mismo departamento de mierda, y además un piso más abajo. Me deleito con un pasillo a mi derecha, mi jefa a la izquierda, y lejos, muy lejos, un patio gris con tan poca luz que no sé ni el tiempo que hace.

El departamento que me acoge -aquí soy como un hijo ilegítimo- terminó un proyecto. No participé, como es costumbre, pero lo iban a comunicar en la revista de la empresa para darle bombo. ¡Ah! y casi se me olvida. El reportaje incluía foto. Pensé, con mi habitual candidez, en una foto tirada con un móvil, algo sencillito para cubrir el expediente.
Iluso de mí. 

Lunes. 9.30 de la mañana. Aparece Borja Mari. Elegante. Pelo recién cortado. Y moreno. Mucho. Como si se hubiese dado una sesión de rayos UVA. 

Minutos después llegó una capa de maquillaje tras la que me aseguraron que se encontraba mi jefa. Maquillada como si fuera a matar a Batman, vamos. Con traje, joyas y un intrusivo perfume.

Y a las 10, la sorpresa. Una individua del departamento de comunicación acompañada de un fotógrafo con una cámara que parecía un arma de destrucción masiva. ¿¿¿Tanta parafernalia para una foto de mierda??? 

La jefa había anticipado que la foto debía representar la tecnología que utilizamos, así que  pedimos prestados unos cacharritos: un iPad, un par de tablets baratas y unos móviles. Todo mediocre salvo el cacharro de Apple. Supongo que esa fue la razón por la que al aparecer el fotógrafo Borja Mari esprintó hasta el iPad y lo agarró con las dos manos. Lo quería para él solo, por eso del tonto y el lápiz. Mi jefa miraba con cara de mala hostia, pero aguantó callada.

Nos llevaron a una sala elegante presidida por el logo de la empresa. Mientras el fotógrafo preparaba su equipo, comentó que el elemento más visible de una foto es siempre el del centro. Y claro, se desencadenó la acción: mi jefa y Borja Mari corrieron hasta el centro del logo. Llegaron a la vez y se pusieron tan juntos que se tocaban hombro con hombro. El enano hacía que leía el iPad mientras mi jefa miraba hacia otro lado. Como si no fuese con ellos. Después de unos segundos empezó una lucha a culazos. Mi jefa, gorda como un camión, no era capaz de desplazar al enano, que con menos carnes que una bicicleta se contorsionaba esquivando culazos. Disfruté del bochornoso espectáculo. Parecían cerdos peleando por bellotas.
Ganó Borja Mari. Por duplicado: se quedó en el centro de la foto y con el iPad en las garras. Babeaba de felicidad el cabrón. Entretanto, mi jefa sonreía a la cámara y echaba rayos por los ojos.

El fotógrafo decidió hacer una foto más: esta vez sentados en una mesa dejando los cacharritos en medio. Así que fuimos a una sala con una mesa grande. Borja Mari y mi jefa giraban lentamente alrededor de la mesa mientras el fotógrafo preparaba el material. Esperaban conocer la orientación de las fotos para coger el mejor sitio. Por eso, en el preciso instante en que el fotógrafo levantó la cámara, se sentaron en el centro de su campo visual. Juntos de nuevo. Silla contra silla. Pero esta vez mi jefa, picarona ella, extendió la mano hasta el iPad y lo arrastró a su vera. Mientras lo acariciaba y hacía como que lo usaba, miraba a Borja Mari con ojos entrecerrados. Ahora babeaba ella y el puto enano estaba fuera de sí, derrotado sin luchar. Rabioso, se levantó y cogió otro cacharro mientras miraba envidioso a la jefa. Y así quedó plasmado en una foto que no me atrevo a publicar.



Pero, ¿entendéis lo que sucedió realmente? Por un instante se levantó la cortina de ego que les cubre. Y al subirse el telón, se vieron. Durante unos segundos ambos vieron al otro lado un cretino que trepa por un escalafón. Y comprendieron que son iguales.

Todo parece igual, pero no lo es. Ahora se sonríen envidiándose y odiándose a partes iguales.

Y es que si los trepas volasen, no se vería el sol.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Verborrea

Ha vuelto a pasar. Ha vuelto a pasar y no puedo resistirme a contarlo. Prometo que es la última vez.

Nada más llegar esta mañana ha sonado el teléfono y me han pedido que suba a una reunión a la que no estaba convocado. Así, a jugármela sin red.

Al llegar he mirado alrededor. Por allí andaban un jefe alemán, Borja Mari y unos individuos de Marketing. He intentado ser cauto y enterarme de qué iba aquello. El germano contaba sus cosas y el enano correspondía asintiendo lentamente y soltando frases en ese espanglish que tanto le gusta. Lo suyo es llevarle el botijo al jefe, pero usando palabritas de fina hondura intelectual.

Todos ponen cara de entender, afirmando con los ojos entrecerrados. A ver quién tiene huevos a decir que no sabe -y son palabras literales- qué es “el deadline de un worksteam de EBC”. A ver quien coño reconoce a estas alturas que no tiene la mínima idea de lo que hablan. 

He estado callado, tomando notas intrascendentes y mirando con cara de estar muy interesado. Como ellos. Y ciertamente me ha parecido un espectáculo: verborrea cabalística, exótica. Esgrima dialéctica en varios idiomas a la vez. He flipado con la mitad de lo que han dicho, pero más con la otra mitad, la que no he comprendido.

Me he acordado de un proverbio árabe que dice: “Soy esclavo de mis palabras y dueño de mis silencios”. Hago caso, pero para contrarrestar los silencios hará falta que se entiendan las palabras, ¿no?

miércoles, 22 de agosto de 2018

Ventanas

Hace un par de años investigué mi árbol genealógico. Me sorprendió la cantidad de datos que obtuve, y sobre todo lo lejos que llegué. En algunas ramas hasta el año 1.450. Lo pasé bien. Entre toda esa información descubrí infidelidades, asesinatos y más de un secreto familiar. 

También me di cuenta de lo deprisa que pasa el tiempo y de lo insignificantes que somos. Cada uno de estos señores había tenido una vida como la mía, con alegrías, tristezas y esperanzas. Y ahora esas vidas se resumen en una celda en Arial 10 dentro de un Excel con forma de rama. 
Pero lo que más me llamó la atención fue encontrar suicidas. Muchos, más de los debidos. Y todos apelotonados en línea directa por rama paterna. Parece que hay algo que se transmite con la sangre.

Aunque es un tema un poco tabú, sobre todo porque no me gusta hablar de ello, soy muy consciente de que mi abuelo, mi querido abuelo, se lanzó hace unos años desde la ventana de su habitación. Se sintió enfermo y decidió no envejecer más. Siempre se sintió joven, pero el tiempo le impidió serlo para siempre. 
Nunca olvidaré la desazón que sentí esa mañana en que sonó el teléfono demasiado temprano. Y he recordado que cuando era pequeño mi abuelo me decía con media sonrisa que cuando muriese le tirásemos al río para dar de comer a los peces.

Ya tengo más años de los que me gusta tener y empiezo a entender algunas decisiones difíciles. A veces la violencia con la que se muestran pueden dificultar su comprensión, pero estoy empezando a comprender algunas conclusiones a las que se llega con serenidad.
Porque no siempre el futuro es tan prometedor como parecía años atrás. No siempre puedes girar esquinas y cambiar la dirección de tu vida. Y sobre todo porque he constatado que tenemos una percepción cíclica de la vida, aunque la vida raramente pasa dos veces por el mismo sitio. No siempre existen segundas oportunidades y, a veces, la renuncia es una opción.

Ahora, cada vez que me asomo a una ventana me fijo en el paisaje del otro lado. Y si me gusta y la altura es la adecuada, tomo nota de una alternativa más de las muchas que da la vida. Porque en el fondo todas las ventanas están enamoradas de un suicida. Y porque el suicidio es la manera en que el humano le dice a Dios: "No puedes despedirme, ¡Renuncio!".

sábado, 14 de julio de 2018

Café frío

Otro café frente a la ventana. Llueve y me apetece estar en casa jugando con la niña. De fondo resuena mi jefa envuelta en sus conversaciones políticas. Propone una cena a algún directivo para discutir no se qué tontería. Rodeo la taza con las manos para confirmar que el café está frío mientras me evado de su conversación. No acabo de entender esa lógica de vivir como no te gusta para poder vivir como te gusta.  

Tiro el café en la papelera y dejo de pensar en cosas que no puedo corregir. A veces lo más simple me resulta inexplicable. Porque cuando llueve por dentro no hay paraguas que tape.

domingo, 8 de julio de 2018

sábado, 7 de julio de 2018

Robinsón

Me encanta una canción. se llama Robinsón y es de Ana Belén. Habla de alguien que siente que ha perdido el control de su vida y ve como su tiempo e ilusiones se le escapan entre los dedos. Dice la canción que ese alguien sólo piensa en escapar "como un Robinsón de regreso al mar". Frase evocadora, sí señor. Volver al orden, simplificar, reconducir... 

Me dice una amiga que esa canción me gusta porque escucho mi historia. Dice también que así seguiré mientras no me arme de valor y me lance a ciegas a por mi sueño. Que esas decisiones, en las que acabas haciendo y haciéndote daño, son complicadas porque terminas atrapado en tu laberinto interior hasta que reconoces -dolorosamente- que el camino a la salida está ahí dentro, en alguna de las rutas desconocidas que has de recorrer. Y qué coño, que si mi felicidad va por ahí, que debo tener los huevos para tomar las riendas y cambiar el rumbo. Hacia donde rompen las olas.  A hundirme en el mar.

Y así, como dice mi amiga, no volveré a oír la canción con la sensación de que habla de mí. Ni a mirar por la ventana buscando horizontes azules.

Gracias, amiga.

domingo, 1 de julio de 2018

La carta

Me siento un poco apagado. Supongo que inconscientemente me he acordado de mi abuelo, que murió tal día como hoy hace años. Lo cierto es que desde por la mañana he ido encadenando pensamientos hasta llegar pensar en la soledad. Normal. Siempre percibí a mi abuelo como un solitario a su pesar. Y un día pude confirmarlo por una de esas extrañas casualidades que la vida nos ofrece. Escribiré sobre este tema de un tirón, porque si repaso seguro que borro cosas necesarias para entender esta historia.

Vayamos al principio. Cuando falleció mi abuelo comenzó el proceso de deshacer su vida en cajas. Con más de ochenta años vividos, me asombra lo poco que pervive de una persona después de su muerte. Aparte de los recuerdos, casi nada.
Sin embargo esta vez había algo distinto. Rebuscando en un cajón encontré una carta escrita por mi abuelo. Estaba terminada pero no fue enviada. Iba dirigida a una mujer murciana de la que tenía apenas información: sabía que mi abuelo la conoció al poco de casarse, que eran los tiempos complicados de la Guerra Civil y que durante un tiempo esta mujer alojó en su casa al joven matrimonio. En la carta mi abuelo escribió que la recordaba y la echaba de menos, e incluso mencionaba la posibilidad –o deseo- de verla en alguna ocasión. Era una discreta carta de amor.

Comprendí que amó a esa mujer y que probablemente todavía la amaba cuando falleció. No tengo dudas de que quiso a mi abuela, pero también creo que si escribió una carta de adolescente a una mujer octogenaria es porque durante sesenta años tuvo el corazón en dos sitios. Si no hubiese implicado hacer daño a mi abuela, probablemente alguna vez habría subido en un tren con dirección a Murcia. Pero los caminos de la vida son obstinadamente tortuosos.

Estos sentimientos se congelaron la mañana en que mi abuelo se lanzó por una ventana. Mi abuela despertó y le preguntó qué quería desayunar. Pidió como otras veces chocolate y cuando mi abuela se dirigía a la cocina, saltó sin dudas y sin despedidas. Un plan perfectamente trazado y ejecutado. Muchas veces he querido saber qué pasó esa noche. Debió ser una noche muy larga y echo de menos un último consejo. ¿Habría cambiado algo de su vida? Después de leer la carta, creo que sí. Por eso me gustaría tener su consejo, porque valoro la experiencia como guía y quiero creer que todavía queda bastante de mi vida por escribir.

Hoy, desde una indeseada madurez comprendo que mi abuelo fue un hombre retraído por una vida interior demasiado compleja. Le bullían unos sentimientos que los demás no podíamos ver. Se le escapaba la vida que no vivió y le condujo a la soledad pese a estar rodeado de gente.

Conociendo este caos de vidas no vividas me sorprende que no haya cambiado la imagen que veo cuando recuerdo a mi abuelo. Siempre es la misma. Está de pie, en su huerto, con mi abuela a su lado. La tiene cogida del hombro y ambos sonríen satisfechos. Supongo que eso debe ser el cielo, una felicidad sin final ni fisuras.
Mi abuela también está feliz, sonríe con la misma intensidad. Y cuando lo pienso, deduzco que ella también debió tener un murciano en el que pensar. Nunca encontré su carta, pero sospecho que existe. Como algún día existirá la mía.

Abuelos,  no os olvido. Un beso para los dos.

viernes, 15 de junio de 2018

Zapatos

He dado muchas vueltas últimamente. De un banco a una filial de otro, y finalmente repescado por ese mismo banco para hacer cosas más molonas.

He visto y conocido a mucha gente de la que no tenía referencias y en más de una ocasión me ha tocado calibrarles de un vistazo para no meter la pata.

De tanto hacerlo llegué a una pequeña conclusión: si queréis saber algo de una persona, la primera mirada no la hagáis a la cara: mirad sus zapatos. Con calcular el precio, ver el estilo, color y condición, podemos intuir muchas características personales del propietario.

Porque las cosas por debajo de la cintura siempre son más interesantes.

viernes, 1 de junio de 2018

La putada

Una tarde se Septiembre, al poco de llegar al departamento, mi jefa andaba estresada repasando un PowerPoint. De vez en cuando levantaba la vista de la pantalla y me miraba como maquinando algo. 
Un rato más tarde me miró fijamente y se deslizó hasta mi sitio empujando la silla con los pies. Me susurró que “había surgido un imprevisto” y que no podía hacer una presentación que había comprometido para el día siguiente. Para disipar dudas lo remató con un clarificador “así que si no te importa, vas tú”. ¿Me importaba? Claro. Pero recién llegado al departamento si la jefa te hace esa oferta, hay dos vertientes: una que confía en ti –la buena-, y otra que te pide/impone un favor –esa no tan buena-. Pero de negarme, los cojones. Que me miraba a los ojos mientras me endosaba el marrón.

Al minuto, y sin agradecimiento, recibí un mail con un PowerPoint, una dirección y un horario. Nada menos que una hora de presentación. Se me iba a secar la lengua. Leí la presentación en diagonal -era un desastre- y me encomendé al patrón de los asalariados.

Al día siguiente cogí un taxi y me dirigí a la dirección de la convocatoria. 

Primera sorpresa: aquello estaba en La Moraleja. En un Palacio de Convenciones lujoso y casi infinito.

Segunda sorpresa: fui atendido por dos chatis que parecían modelos de alta costura. Huy, que eso no era lo que parecía… Me llevaron hasta una puerta doble y me indicaron que entrase por allí, avisándome de que el ponente anterior estaba a punto de terminar.

Y la tercera, que casi me muero al abrir la puerta. Aquello era como un cine: una sala enorme, oscura, con cientos de cabezas y un pasillo central. Al fondo había una pantalla gigante llena de gráficos que explicaba un señor desde un púlpito.

No me cagué encima porque no tenía la necesidad, pero podría haber pasado. Me senté temblando en un asiento del fondo, y tres minutos después se encendió la luz. Se acercó al púlpito un individuo con pinta de lacayo que portaba un micrófono y dijo: “Así que despidamos con un fuerte aplauso a D. XXXX, Consejero del Banco Mundial, y recibamos igualmente al próximo ponente, D. XXXXX (-> yo)“. 

Aprovecho para confirmar que la tierra no puede tragarte por mucho que lo desees. Creedme. 
Dado que el suelo seguía firme, se volvieron los cientos de cabezas y tuve que andar desde el final de la sala y escalar hasta el púlpito. El lacayo, con movimientos entrenados, me levantó el faldón de la chaqueta, me colgó una petaca en el cinturón y un micrófono en la solapa. Me dejó en la mano una especie de boli con botones, y desapareció. Se apagó la luz y me alumbró un foco. Silencio absoluto. Cabezas que me miraban. Alguna tos. Y mi miedo. Un miedo primario que me atenazaba.


No soy yo, pero casi

Prefiero no pensar esos sesenta minutos que transcurrieron segundo a segundo, pero fue como pasar por un túnel sin luces. No soy muy consciente de lo que dije, pero hablé. Hablé hasta que llegó la última lámina y volvió el lacayo a recuperar la petaca y su boli con botones.

Cuando pienso en ese día, recuerdo todo como visto desde arriba, y soy consciente de haber vuelto odiando a mi jefa y con la conciencia anestesiada. 

¿Sabéis lo que pasó cuando llegué a la oficina? Que mi jefa me preguntó con indiferencia como había ido y me dijo que “había surgido otro imprevisto” para el día siguiente. ¿Quieres caldo? Pues eso.

Si alguien de buena conciencia piensa que mi jefa me dio una oportunidad, clarifico que fue de esas en las que te llevas cornadas. Y me las llevé. Dos veces.



P.D. - Pasado el tiempo sigue sin hacerme gracia. Tampoco pienso que lo hice bien. Esa presentación sigue archivada en la caja de las putadas y me recuerda la absoluta falta de ética de mi jefa, quien para cubrir sus miedos, me mandó al matadero sin miramientos. 


martes, 15 de mayo de 2018

Hare Krishna

Siempre he pensado que las mujeres son más complicadas que los hombres. Dos tíos cabreados se revientan a hostias y al final se matan o se van de cañas, pero las mujeres pueden sonreírse durante años mientras se ponen veneno en el café.

El curro me ha permitido verificar mi teoría a través de tres individuas del departamento que se llevan a matar. Una parece un Hare Krishna de esos pesaos: todo buen rollo, paz interior y una vocecita infantil que no casa con su mala hostia. Otra es la versión femenina de Julio Iglesias, con un moreno perenne y un acento arrastrado que apunta al barrio de Salamanca. Y la tercera es una oveja descarriada que va a su bola y no comparte información. Disimulan lo que pueden, pero se odian. 

Su relación nos afecta porque el Alemán de Valladolid nos ha metido en el lío de cerrar oficinas (para eso de hacernos más fuertes, más compactos y no se qué más chorradas) y tenemos que ayudar a los compañeros de las sucursales resolviendo sus dudas. Y por decirlo claramente, no tenemos ni puta idea. Dependemos 100% de la información que nos proporcionen estas señoras.

Y el alemán, tan avispado para algunas cosas, no ha pillado esto. Por algún extraño motivo piensa que son amigas y trabajan en equipo, pero la realidad es que las tres aspiran a ser la única cabeza visible, y eso no puede ser. Así que pasa lo que pasa: en función de a quién preguntes, la respuesta es distinta. Se me ocurrió que preguntarlas a la vez podría ser la solución, pero tampoco. Automáticamente empiezan a discutir como gallinas locas y se olvidan de ti. No responden. 

Como podéis imaginar, las reuniones con el alemán son un circo. Como cree que se llevan bien y ellas están interesadas en mantenerle engañado, priman las sonrisas y el amor universal.  Hasta que una interviene. Justo entonces se acaba el amor. Si las otras pueden contradecirla y argumentar en contra, lo hacen. Aplican una compleja política de alianzas que varía en función de su conveniencia, pero siempre suma dos contra uno. De modo que no hay decisiones unánimes y siempre alguna se lleva una mano de hostias. Y mientras tanto en las sucursales flipan con nosotros porque según el día contamos cosas distintas. 

El caso es que este tema tiene un punto dramático. Porque cuando el alemán no las ve lo pasan mal, con llantos y mucho llevarse la mano al corazón. Incluso la Hare Krishna ha estado al borde del desmayo en una ocasión. Pedazo de arpías. Menos soponcios y más profesionalidad, please.

Doy por confirmada mi teoría de que las mujeres pueden ser perversas de cojones. Además puntualizo que no me gustan los rebaños, porque peor que el propio rebaño es tener varios perros pastores empujando cada uno hacia un lado. Al final te quedas en medio y te llevas la hostia del pastor.

Y para el alemán: tres estrellas en el mismo cielo pesan demasiado. Que lo sepas.

domingo, 15 de abril de 2018

Ginguay

Un día cualquiera a las 9 de la mañana. Reunión con un departamento llamado “Customer Insight”. Por nuestra parte estamos convocados Luisito, Borja Mari y yo. Por la otra, una compañera y su jefe. Este último no ha llegado aún porque el horario le coincide con otra reunión. 

 A las 9.20, la reunión está en marcha, pero Borja Mari aún no ha llegado. Sigue en su puta casa pese a vivir a 300 metros del curro. Luisito, avergonzado, le llama al móvil y el enano nos honra con su presencia a eso de las 9.35. 

Llega despacio, con desgana. Se sienta junto a Luisito, saca el móvil y se pone a hurgar en Twitter. No hace ni caso a la compañera. Ni siquiera disimula. Con un par.

Diez minutos más tarde Luisito y yo seguimos escuchando a la compañera mientras el enano juega con el móvil sin levantar la vista. Pero ¡¡¡milagro!!! todo cambia cuando aparece el jefe, un ciudadano del Este con un acento que recuerda al de Michael Robinson. La compañera se calla para dejarle la voz cantante, el puto enano se endereza, guarda el móvil y entrecierra los ojos escuchando al señor importante.

Se produce este diálogo:

- Hemos determinado que existen dos perfiles de cliente: los menores de treinta años con perfil técnico y los mayores de esta edad, que funcionan de otra forma – dice el jefazo con su acento soviético.

- Es curioso. Eres la segunda persona que me habla de “Ginguay” –dice el enano mientras pone morritos y asiente con la cabeza de medio lado.

Luisito y yo nos miramos. El jefazo sigue con su discurso como si lo hubiese entendido, pero se ha quedado como nosotros.

¿Sabéis qué es “Ginguay”? Es “Gen. Y” pronunciado en inglés. En castellano y sin abreviaturas “Generación Y”, o en sencillo, los señores que tienen entre veinte y treinta años. ¿Se puede ser más gilipollas? Es de una estupidez tan sublime, tan superlativa, que llego al éxtasis cuando oigo estas cosas.

Un rato después del éxtasis, llaman al señor del Este y se tiene que ir sin terminar la reunión. El enano se reclina en la silla, vuelve a sacar el móvil y a distraerse con sus memeces. Cinco minutos después se levanta y dice que se tiene que ir a preparar otra reunión. Nos volvemos a quedar Luisito, la compañera y yo.

El episodio final tiene lugar a última hora de la mañana. Mi jefa vuelve por aquí y nos comenta -a Luisito y a mí- que Borja Mari ya le ha contado lo que se ha tratado en la reunión…
Manda huevos. Otra vez.

miércoles, 11 de abril de 2018

Viva mi padre

Dedicado a un jefe alemán que tuve hace años. Una biografía paralela. Sin más.

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Todo el mundo piensa que soy alemán, pero qué va, soy de Valladolid, de un pueblo de cien habitantes tirando por lo alto. Mi vida actual es una labor de años y mucha concentración, pero he logrado mi objetivo. Lo que tengo me lo he ganado, aunque  en una vida como la mía te enredas tanto en tus mentiras que no puedes ni volver al pueblo.

Hasta los ocho años me dediqué a correr por el pueblo y pegarme con otros niños. Pero mi padre tenía un proyecto para mí: quería que triunfase y diseñó un plan para conseguirlo.

Tengo recuerdos difusos de esa etapa, pero aún veo a mi padre hojeando mapamundis y tomando notas. Por eso, cuando un buen día me dijo: “Hijo mío, tengo un plan para ti” no me extrañé demasiado. Me explicó que a los extranjeros les iba mejor que a los de aquí, y en consecuencia a partir de ese momento me convertía en ciudadano alemán. Así, por sus cojones, y por los de su amigo funcionario que consiguió un nuevo pasaporte con mi nombre en la primera página.

Según mi padre me hizo alemán porque no conocía a nadie que hablase ese idioma, pero creo que  podría haberme convertido en nacional de cualquier país que le hubiese venido a la cabeza. Una noticia en un momento inadecuado me podría haber convertido en afgano o mongol, pero hubo suerte y salió la bolita buena.

En definitiva, de un día para otro pasé de ser Tobias el Zote (así me llamaban en el pueblo), a Tobias Zotik, que según mi padre, tenía más empaque. Ese nombre se grabó en mi flamante pasaporte y desde entonces, en todos mis documentos. Mi nuevo yo.

Todo fue muy deprisa. Después de unas pocas charlas aleccionadoras, mi padre puso en marcha su plan: me hizo la maleta, puso dentro un diccionario hispano-alemán, unos folios con instrucciones de comportamiento y fechas concretas para cada cosa, y me matriculó en el internado de una ciudad lejana. Me convertí en un alemán que venía a estudiar a España.

Mi nueva personalidad me obligó a cortarme el pelo, teñirme de rubio y llevar gafas sin cristales, básicamente porque no las necesitaba. Pero lo más difícil de esos primeros meses  fue no hablar con nadie. Se supone que no hablaba castellano y no podía permitirme excepciones, solo podía gesticular y gruñir, costumbre que tengo grabada desde entonces. Aún hoy se me escapan gruñidos en algunas reuniones.

Reconozco que en el colegio no me fue tan mal. Los niños me respetaban porque era distinto a ellos, un poco exótico. Ellos eran morenos de piel oscura y yo rubio de piel clara. Me costaba un huevo que no me diese el sol, pero supe mantenerme blanco. Fui metódico: lo del sol venía en los papeles de mi padre, y como buen alemán, lo seguía a rajatabla.
Además, chapurreaba historias de mi pueblo en Alemania. No tenía la más mínima idea del nombre de ningún pueblo alemán, así que miré en el diccionario y elegí uno de los términos para la palabra mentira: “Unwahrheit”. Mi nuevo pueblo. Yo era de allí.

Los niños hacían corro cuando contaba historias de Unwahrheit. Resulta que en ese pueblo pasó su infancia Hitler, y acabó haciéndose íntimo amigo de mi padre. De hecho, era mi padrino. Aunque no le veía mucho, tenía entendido que mi padrino prosperó en la vida. Cuando se lo contaba a mis profesores me miraban ojipláticos, se daban codazos y cuchicheaban, pero nunca dijeron nada, supongo que por si acaso. 

Los años fueron pasando y aprendí inglés. Sólo inglés. Nunca he tenido ni idea de alemán, pero nadie lo ha notado. Aún hoy, no tengo ni puta idea. De vez en cuando compro una revista en alemán y hago que leo en voz baja. Emito sonidos guturales mientras paso el dedo por las líneas y todo el mundo parece muy satisfecho. No sé que pone, pero ellos tampoco. Estamos en tablas.

En los últimos años mi progresión laboral ha ido como un cohete. Enviaba un currículo, y en cuanto veían que era de Unwahrheit (estado de Baviera), me llamaban a la entrevista. Un hombre viajado y adaptado a una vida internacional tiene cabida en todas partes.
Manda huevos que nunca me entrevistaron en alemán. Bendita ignorancia española. Me he limitado a hablar un poco en inglés, que a priori es mi tercer idioma, y a cambiar las “r” por “g” cuando hablo castellano. Así que cuando digo “cuggiculum” quedo muy bien. Me pagan mucho dinego, y me guío mogollón cuando pienso en la panda de imbéciles para la que tgabajo.

Y aquí sigo. El provinciano de Valladolid que ocupa puestos de responsabilidad. Si les digo donde nací y quien es mi padre, no sería ni bedel. Pero soy germano, de Unwahrheit para más señas, y me tienen en cuenta. Y me pagan de cojones, aunque el que se merece la pasta es mi padre, más listo que toda esta panda de consultores ignorantes.

¡¡¡Que viva mi padge!!!

* - El señor Zotik fue mi jefe. Y es alemán. O eso dice.

jueves, 8 de marzo de 2018

Cisnes de colores

Estoy dándole vueltas al caos de mi empresa. Debería ir viento en popa, pero se cae a trozos. Me jode porque en un banco hay poco que inventar y todo se ha hundido por una generación de incompetentes cuya ignorancia sólo es superada por su presunción. 

Gestionar este negocio es sencillo. No hay que modificar sistemas que funcionan para incorporar vuestras brillantes ideas, basta con dejar las cosas como están. Los procesos simples como la respiración o la digestión funcionan mucho mejor que vuestros sistemas revolucionarios. Vuestra incompetencia nos ha traído hasta aquí, pero creedme, un hormiguero no necesita listos como vosotros para encontrar el camino. La colaboración basta para encontrar la mejor ruta.

Lo peor es que estáis convencidos de que sois la solución y no el problema. Dice Nassim Taleb en El Cisne Negro que los humanos somos víctimas de una asimetría en la percepción de los sucesos aleatorios: atribuimos los éxitos a nuestras destrezas y los fracasos a sucesos externos que somos incapaces de controlar. Estoy de acuerdo en lo esencial con el amigo Taleb, pero en vuestro caso la asimetría es mayor. No sólo apuntáis los éxitos propios a vuestras destrezas. También los ajenos. Si algo en lo que participáis sale bien, es gracias a vosotros. Y si no intervenís y sale bien, también es gracias a vosotros. Qué habéis aportado es lo de menos, ya se os ocurrirá algo. Mientras tanto os subiréis al carro para contar que vosotros, y sólo vosotros, habéis llevado las riendas que conducen al éxito.

Sin embargo, los fracasos tienen algo en común: nunca estáis implicados. Si una iniciativa es un desastre, es culpa de otros, cosa de plebeyos ignorantes en los que se proyectan todo tipo de vicios laborales. No han sabido entenderos, no han comprendido vuestra genialidad. Los consultores y ejecutivos agresivos sois almas piadosas encargadas de señalar el camino recto a trabajadores descarriados.

Tenéis un extraño concepto de la empresa. El éxito es sólo vuestro, pero socializáis el fracaso. Los errores son de todos, por no decir exclusivamente ajenos. Y mientras vosotros os dais palmaditas en la espalda celebrando tanto éxito, nuestro trabajo pende de un hilo. Me jode que juguéis a la ruleta rusa con mi cabeza y mis balas. Porque si me pegáis un tiro, la culpa no será vuestra por apretar el gatillo, sino mía por estar delante del cañón, ¿verdad?.