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viernes, 24 de septiembre de 2021

Donde la dignidad comienza

Hoy la curiosidad me ha llevado a un texto que me ha emocionado. Y hostia, me ha gustado tanto que quiero compartirlo con vosotros. 

Todo comienza en una pintura de Banksy, que dejo al final del texto para no anticipar la lectura. El dibujo, con la habitual genialidad del grafitero, representa un extracto del diario del teniente coronel Mervin Willett Gonin, uno de los soldados británicos que liberó el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945.

El diario nos cuenta: "Me es imposible describir de forma adecuada el Campo de Horror en el que mis hombres y yo pasamos el siguiente mes de nuestras vidas. No era más que un páramo, tan pelado como un gallinero. 

Los cadáveres estaban por todas partes, algunos en gigantescas pilas, otros yacían solos o en parejas allí donde hubieran caído. Nos llevó un tiempo acostumbrarnos a ver cómo hombres, mujeres y niños se desplomaban al pasar junto a ellos y contenernos para no acudir en su ayuda. Pero no era fácil ver a un niño asfixiarse hasta morir; se veía a mujeres ahogándose en su propio vómito por estar demasiado débiles para darse la vuelta, y a hombres comiendo gusanos mientras agarraban un trozo de pan simplemente porque habían tenido que comer gusanos para sobrevivir y ahora apenas veían la diferencia".

Fue poco después de la llegada de la Cruz Roja Británica, aunque quizá no tuvo ninguna conexión, que también llegaron una gran cantidad de lápices de labios. Eso no era lo que nosotros queríamos, estábamos pidiendo a gritos cientos y miles de otras cosas, y yo no sabía quién había podido pedir esos pintalabios. 

Ojalá lo supiera, porque fue la acción de un genio, pura y simplemente brillante. Creo que nada hizo más por esos internos que los lápices de labios. Las mujeres se tendían en la cama sin sábanas y sin camisón, pero con los labios rojo escarlata, las veías vagando por ahí sin nada más que una manta sobre los hombros, pero con labios rojo escarlata. 

Vi a una mujer muerta sobre la mesa post mortem que tenía agarrado en su mano un trocito de pintalabios. Al fin alguien había hecho algo por convertirlos en personas de nuevo, ellos eran alguien, no un mero número tatuado en el brazo. 

Al fin podían volver a interesarse por su aspecto. Esos pintalabios empezaron a devolverles su humanidad.”

Qué terrible y qué bonito a un tiempo.




lunes, 19 de octubre de 2020

Certezas sin Alcohol

“Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa.”  
Jacinto Benavente


Siempre me ha gustado la cerveza. Y en otro tiempo también las copas, qué cojones.  Al fin y al cabo, por algo los griegos acudían a la melopea para estar más cerca de Dios. El alcohol es refugio, y también cárcel.

Acodarse en una barra y tomar algo es como quitar las capas de cebolla que envuelven una personalidad retraída.

Porque en ese núcleo interno hay muchas cosas entrelazadas que influyen en tu bienestar. Mucho. Tristezas que empañan alegrías y viceversa. Colores sentimentales que se entremezclan formando tonos difusos.

Pero vamos, que es tomar unas cervezas y los colores parecen separarse. Puedo reír a carcajadas o llorar si toca, pero siempre de forma nítida y exclusiva para ese tema.

Mola esa seguridad. Y más aún porque tiendo a la alegría más que a la tristeza. Me da por sonreír y pensar lo bonito que es el mundo. Pero sobre todo alcanzo certezas que en situación normal no tendría: veo con claridad las decisiones a tomar o a descartar. 

Con los años noto que me voy desprendiendo de algunas de mis capas de cebolla. Soy menos reflexivo en muchos aspectos y mis sentimientos están más cerca de la piel que antes. Decido mejor y con menos carga de conciencia.

Por eso, porque voy pudiendo hacerlo, un día iré de bares con mis amigos y pediré una ronda de certezas sin alcohol. Tendré que explicar que no es algo que el camarero pueda servirme, sino una sensación, un bienestar del alma.

Un "algo" por dentro que reconforta.

Lo entenderán. Sin duda.


P.D. - Alguien dijo que no iba a beber en toda esta semana acaba de llegar a casa con cinco cervezas en su interior pero por respeto a su intimidad no os voy a decir quién soy.


sábado, 10 de octubre de 2020

La última copa

Horas de calor y atasco para llegar a un sitio que siempre le desagradó. Otro viaje en el 600 familiar para llegar a ese pueblo de tejas rojas y pocas, muy pocas casas.
Siempre le enfadó ir. Le separaban de sus rutinas y amigos para sumergirle tres largos meses en un tedio de trigales y caminos de tierra que parecían no variar nunca. Además, la familia del pueblo le resultaba insoportable. Odiaba recibir besos de gente que no conocía.

Compartía el verano con unos pocos niños con los que llenaba las tardes pescando o jugando al fútbol. Los días eran el tiempo que transcurría entre una cruz tachada con rabia en el calendario y el deseo imperioso de poner la siguiente.

Pero aquel verano fue distinto. Vino ella, la prima de uno de los niños del pueblo. En mitad de aquellos días áridos, algo surgió. Sus miradas se desviaban al verse. Algo parecido a las hormigas paseaba por debajo se su piel. 

Un día que jugaban a los puños (eso de amontonar uno encima de otro formando una torre) sus manos permanecieron en contacto un instante más de lo debido. Y se sostuvieron la mirada por primera vez. Hasta que ambos sonrieron. Fue un segundo que pareció durar mucho. 

Dejó de hacer cruces en el calendario. Ahora deseaba que los días no transcurriesen tan aprisa. Así podría verla un rato más y seguir notando esas cosas que tanto le sorprendían pero a la vez le gratificaban. Sensaciones desconocidas que le quitaban el sueño.

Un atardecer frente a un trigal trajo su primer paseo de la mano. Y el primer beso. El verano se convirtió en una sucesión de horas frente al río hablando de todo y queriéndose como sólo se quiere al primer amor.
Grabaron sus nombres en el árbol más grande de la plaza del pueblo. Lo adornaron con un corazón y prometieron amarse para siempre.
Pero el verano acabó. Una noche se soltaron las manos y lloraron mientras se susurraban la eternidad.

El largo invierno se pausaba los martes, día en el que el buzón se llenaba con cartas escritas en elegante letra redonda. Las cartas de amor se sucedieron hasta que el verano volvió. Y con él los paseos, los besos y los atardeceres frente al río. Y en esas conversaciones se iba creando un futuro que les hacía felices: una casa grande llena de niños, una vida juntos en la que cada día sería una fiesta de amor.

Con el tiempo, el 600 se convirtió en un coche alemán más grande y los viajes pasaron de ser tediosos a una dolorosa espera que duraba todos los meses de invierno.

Tiempo después, cuando los martes eran ya la rutina más excitante de la vida invernal, pasó lo inesperado. No hubo carta. Pensó que quizá se había retrasado, pero transcurrieron los días y nunca llegó. Los días se apilaron lentamente formando meses y cada carta enviada sin respuesta pasaba de esperanza a dolor que le atenazaba el pecho.
Ese verano ella no fue al pueblo y nadie supo decirle nada. Simplemente su familia no había ido.
Se desplazó a la dirección a la que enviaba las cartas y allí tampoco la encontró. La familia entera se había esfumado sin decir nada.

Todos los años volvía al pueblo con la secreta ilusión de volverla a ver. Había razones de peso para no cambiar de vida. Debía quedarse allí, esperando a que volviera la que un día le juró amor eterno. Él ya no vivía en la antigua casa familiar, por lo que ella sólo tenía las señas de su casa del pueblo. No podía permitirse desaparecer justo cuando ella volviese.

Los años pasaron amargamente. El pueblo se fue vaciando de familia. Y la jubilación le llevó a la decisión que le pareció más sabia: irse a vivir al pueblo. Así la encontraría cuando volviese a buscarle.
Todas las tardes, con su andar dificultoso iba hasta la plaza y se acercaba al árbol para comprobar que todo seguía en su sitio. 
Después se sentaba siempre en el mismo banco, con la mirada perdida y los codos sobre los muslos mientras agarraba con las dos manos un viejo sombrero que hacía girar lentamente. En ocasiones, cuando se levantaba, remarcaba los nombres que llevaban ya más de 50 años grabados en la corteza del enorme árbol. 
Ya de vuelta en casa algunas veces, demasiadas, le preparaba una copa de cava en la mesa del salón. Sabía que ella volvería al atardecer y adornaba la mesa con una flor y dos copas perfectamente alineadas.

Una tarde de otoño le echaron en falta. Su andar renqueante hasta la plaza había dejado de ser una constante. Visitaron su casa. Y le encontraron muerto con una ilusa cara de felicidad. Estaba sentado en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Parecía sonreír. 

Frente a él, dos copas vacías. Una, la más alejada, tenía marcados unos labios en carmín rojo.

sábado, 25 de abril de 2020

La Tormenta

Fue culpa de ella -que joder, también está acojonada-, pero fue ella la que me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el miedo más intenso que he sentido, te diré que fue ese, el que ella me transmitió. Mira que no me gustan las historias de terror -antes de dormir me desvelan- pero piqué en el anzuelo. Y sé que parece una tontería, pero desde entonces busco marcas por todas partes.
Ese día hablábamos en voz baja, ya tarde, en el salón de su casa. Intentaré ser fiel a sus palabras.

- Te voy a contar lo que pasó un fin de semana en que alquilamos una casa rural para montar una juerga -me dijo-. Tenía tantas ganas de que llegase el día que me escapé del trabajo. Después de un sinfín de curvas y caminos estrechos, allí estaba. Un caserón antiguo en mitad de un páramo. Llegué la primera y aparqué cerca de la puerta.

Hacía un frío tremendo. El suelo estaba escarchado y crujía al andar. Intenté darme prisa porque ya quedaba poco del día y la luz estaba en ese punto en el que parecía no haber sombras.
Me detuve a buscar la llave frente el portón de madera. No sé si fue por el frío, pero tuve que empujar con el hombro para abrir la puerta. En contraste con la luz de fuera, el pasillo parecía una cueva. Tardé un poco en ver algo, pero pude intuir unos peldaños que subían al piso de arriba y algunas puertas en los laterales del pasillo. La electricidad estaba desactivada. Tuve que usar el mechero para localizar el cuadro eléctrico y dar la luz. Una bombilla pelada iluminó el corredor. La primera impresión me causó respeto. La casa era rústica y parecía muy antigua, pero al menos estaba limpia. Dediqué un rato a recorrer las habitaciones encontrando muebles de caoba bien conservados y mucho trasto antiguo. Me quedé en la planta baja, en una habitación con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Y joder, me sorprendió el silencio. No se oía ningún ruido, ni tráfico, ni pájaros. Nada. El silencio era tan denso que se notaba. Pensé que al menos podría descansar. 

He pensado mucho en ello, y creo que todo comenzó mientras colocaba el equipaje y escuché lo que parecía un trueno lejano. Desde la ventana se veía una tormenta, un rayo tras otro que encendían nubes negras que no dejaban de moverse hacia la casa. Comenzó a llover y se levantó viento. En minutos la lluvia se hizo más fuerte hasta que se convirtió en granizo. El cielo oscureció, y el estruendo del granizo parecía que iba a derribar la casa. Fue entonces cuando recibí el mensaje en el móvil: mis amigos, en vista del temporal, aplazaban el viaje hasta el día siguiente.

- Hasta aquí muy peliculero todo, ¿no? –comentó ella-. Chica sola en caserón solitario. No soy miedosa, pero la situación era incómoda.
 
Anocheció entre lluvia y viento. Decidí encender la chimenea para caldear la habitación. Entré en calor y me relajé en el sofá. Creo que en parte por el fuego y en parte por el cansancio caí rendida. Dormía cuando un ruido me despertó. No llovía y el silencio intensificaba cualquier sonido. Agudicé los sentidos y escuché pisadas en el pasillo. La piel se me erizó. Alguien bajaba por la escalera. Lo peor era que quien fuese no se molestaba en disimular, bajaba con pasos firmes.
Me levanté corriendo a cerrar el pestillo. Lo conseguí justo antes de que el pomo empezase a moverse con insistencia. El suelo de madera crujía en el pasillo y podía oír como arañaban la puerta. Estaba aterrorizada. Luego llegaron el frío y los ruidos. El aire se enfrió. El fuego seguía encendido, pero se enfrió tanto que veía el vaho de mi aliento. Y durante horas escuché llantos y susurros al otro lado de la puerta. 

Pasé la noche muerta de miedo, vigilando el movimiento del pomo de la puerta y escuchando ruidos que me ponían la carne de gallina. Intenté usar el teléfono pero no había cobertura. Fue la noche más larga de mi vida.
Al amanecer todo volvió a la normalidad. En segundos se recuperó una temperatura razonable -aunque no  dejé de temblar-, y se silenciaron los ruidos. Me atreví a mirar al páramo, y todo seguía como cuando llegué. No había huellas sobre el suelo escarchado y lucía un sol de invierno. Incluso mi teléfono había recuperado la cobertura. Mis nervios habían recuperado algo de temple, pero no podía quitarme de la cabeza lo que había pasado.

Horas después llegaron mis amigos. Dudaba tanto de mi coherencia que no me atreví a contarlo. Sabía que no me creerían y me resultaba más fácil atribuirlo a un mal sueño. Por eso les dije que la casa había estado ruidosa por la tormenta, sin entrar en más detalle. Su compañía me tranquilizó un poco más. Cuando me sentí serena revisé el exterior de la habitación, encontrando pisadas de distintos tamaños, como si fuesen de adultos y niños. También encontré arañazos en la puerta que formaban un símbolo parecido a la inicial de mi nombre tachada. Había que fijarse, pero allí estaba. Sentí un escalofrío. Quien fuese, conocía mi nombre.

Lo cierto es que el resto del fin de semana transcurrió tranquilo, pero no pude evitar sentir miedo cada vez que volvía a mi habitación.

Durante semanas pensé que lo que pasó esa noche fue una jugada de mi imaginación. Pero lo que me da miedo no es lo de aquella noche. Tengo miedo porque a veces el ambiente se enfría y escucho susurros. Y he vuelto a ver el símbolo. Lo he encontrado dibujado en el polvo de un armario, en el salpicadero del coche, e incluso en el aseo de un avión en vuelo. Demasiados sitios para ser una broma. Otras veces siento frío y puedo ver el vaho de mi aliento aunque haga calor.

Te cuento esta historia porque hoy he vuelto a ver el símbolo. Pensarás que se trata de la broma un amigo, ¿pero sabes qué? Que nunca le conté a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

- Me has puesto la carne de gallina –dije-.
- Impactante, ¿verdad? –preguntó ella.
- ¿Lo has novelado para asustarme?
- Vuélvete y mira el cristal de la ventana –me indicó con voz cansada.

Allí, en la condensación del cristal estaba la inicial de su nombre tachada. La marca era tan reciente que aún goteaba. El ambiente se enfrió y tuve que esforzarme para no temblar al escuchar llantos y susurros que venían del otro lado de la puerta. Entonces sentí miedo.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.

martes, 21 de abril de 2020

Bucles

Juan, algo nervioso, bebe agua de una botella de plástico. Está a punto de grabar un monólogo en la televisión. El regidor le da paso. Respira hondo, da un último trago a la botella y recuerda las meriendas de su infancia.

Porque de crío, a Juan le encantaba ver pelis cómicas mientras merendaba un sándwich con una botella de agua al lado. Al acabar, tiraba la botella al cubo amarillo. 

Aún no lo sabía, pero entonces empezaba ya a perfilar la idea de que de mayor quería hacer reír. 

Pasaron los años y Juan llegó a la universidad. Aquellas botellas de la infancia, tras un reciclaje, se habían convertido en una nueva botella que llevaba en su mano. Jugaba con ella de camino a la facultad mientras pensaba en escribir monólogos.

Años después Juan descubrió que le aburría la rutina del banco. Cada día, después de comer, limpiaba el tupper, depositaba la botella en el contenedor y miraba su reloj pensando en la hora de salir. Si era martes, al menos vería su programa de humor favorito y podría durante un rato olvidar tantas bolas de papel con borradores de sus textos.

Y llegó el día. Mientras esperaba a que su jefe le recibiera, Juan jugueteaba con su botella. Por fin se había decidido: iba a comunicar que no quería seguir en aquel trabajo. Y mientras observaba el plástico envase, pensaba que, si la botella de plástico puede reciclarse, él también.

Hoy Manuel, niño inquieto, disfruta viendo cómicos en la tele mientras cena. Acaba de ver a un tal Juan. Le ha encantado. Y cree que, aunque todavía es un niño, a él también le gustaría dedicarse a eso. Termina su botella de agua y la deja en el cubo amarillo sin saber que parte de esa botella un día estuvo en manos de Juan.

miércoles, 7 de agosto de 2019

La tele

Estoy de Rodríguez. Echo de menos a mi hija, pero a modo de compensación disfruto de pequeños placeres  como ver la tele.

Ayer por ejemplo, me escapé del curro a las 15.00 h, y a las 16.00 ya me encontraba frente a la tele con una birra fresquita en la mano. Armado con el mando a distancia me puse a recorrer canales. Aluciné. La televisión parecía un coto privado de mariquitas cotillas que se autodenominan periodistas. Cambié insistentemente de canal, siempre con el mismo resultado: maricas ignorantes pastoreando gentuza aún más analfabeta que ellos. Los programas no tenían tema definido, pero sí una mecánica similar: escarbar en vidas ajenas para despedazar al personaje, demostrando que la estupidez va de la mano de la ignorancia. Todos tenían razón y defendían su postura, fuese la que fuese, chillando como energúmenos.

No pude evitar acordarme de un documental que vi hace años. Un astrónomo afirmaba que las señales de radio y televisión, al viajar a la velocidad de la luz, serían con seguridad las primeras huellas que llegarán a una civilización marciana. Si por casualidad fuese nuestra tele, llegarían a la conclusión de que La Tierra está poblada por habitantes amanerados, vociferantes y poco leídos. Qué coño, sabrían que hay vida, pero la inteligencia estaría por demostrar.

Mi asombro creció al ver simultáneamente en varios canales a una tertuliana de una ignorancia sonrojante, demostrando una ubicuidad que para sí quisieran los políticos en campaña. Mira que ha pasado gente y gentuza por la tele, pero lo de ahora llega al esperpento. Cuanto más ignorante y brutal el tertuliano, mejor. En mi rato de televisión he visto como a esos “periodistas”, pagados como directivos de grandes empresas, se les fundían los plomos cuando les preguntaban por la capital de un país cualquiera.

Lo malo es que estos individuos -por llamarlos de alguna forma-, ya son un modelo cultural, un ejemplo de triunfo construido a base de hacer públicas las más secretas intimidades horizontales.
Si tuviese 20 años también me plantearía para qué cojones sirve estudiar si estos tíos, adinerados y fiesteros, lo último que han leído ha sido Blancanieves. Debían ir con una mano delante y otra detrás pero, a mi pesar, son los nuevos yuppies. Y no les culpo. El modelo existe porque encendemos la tele y elegimos un canal y un programa concreto. La culpa no es del canal, sino nuestra. No existe la televisión basura: existe el espectador basura.

Como consuelo, hay un remedio de fácil aplicación. Es de color rojo y se encuentra en la parte superior izquierda del mando a distancia. Podemos cambiar las cosas con sólo pulsarlo. 
Hagámoslo. Porque si vemos que hoy día cualquiera es periodista, por algo será. Apuesto que no llegará el día que todos seamos ingenieros.

sábado, 20 de julio de 2019

Ser Feliz

Voy cumpliendo años con la extraña sensación de que la gente de mi edad es mayor que yo.
Me siento joven pero (y me suena que ya lo dije antes) el espejo es más testarudo que yo. También son testarudos los adultos que me llaman de usted, porque los niños lo hacen desde tiempo inmemorial. Y mientras voy recibiendo esa ducha fría de realidad veo como naufragan los restos de mis ilusiones de juventud contra la orilla de la realidad: no soy rico, no soy astronauta, ya no tengo padre… 

En el fondo la vida son unos pocos verbos separados por comas y muchas veces, escritos con mala letra. Porque la vida te va poniendo en tu sitio a bofetadas, sin delicadezas ni preavisos.

He llegado a una edad en la que empiezo a percibir la vida un poco desde arriba, como si mirase un juego de tablero. Veo que las casillas avanzan a toda velocidad. El tiempo pasa sin anunciar su prisa y avanza hacia una casilla con la palabra FIN en mayúsculas.

Pero seamos positivos, por favor. Como lección aprendida me quedo con que lo único que hay que hacer necesariamente en esta vida es morir. El resto es una elección. Está en nuestra mano hacer cosas grandes.
Seamos felices, coño. Seamos felices YA.

martes, 25 de junio de 2019

Educación y cultura

Prefiero tener educación a tener cultura, como prefiero ser listo antes que inteligente. 

Me explico: de poco sirve conocer la genealogía de los reyes Godos o las provincias de El Congo si no sabes comportarte razonablemente. Por eso me llama la atención la gente que ha tenido oportunidad de formarse pero no lo ha hecho, o mejor dicho, sólo ha adquirido conocimientos formados por listas de nombres. Por el lado contrario, admiro a la gente sin formación que es amable y sabe comportarse en cualquier sitio.

No sé qué pensaréis, pero creo que educación y cultura son términos muy distantes. Se puede tener una y no la otra, en ocasiones ninguna, y algunos afortunados -pocos- las dos a la vez. Son ejemplos casi de laboratorio, como fue José Luis Sampedro.

Vaya por su memoria.

sábado, 22 de junio de 2019

Treinta y todos


Ya no me gusta poner la edad que tengo. Piso tanto la raya de los 40, que mañana cruzaré al otro lado. Una frontera tan jodida que prefiero hablar de treinta y todos, un eufemismo más, pero que me mantiene un poco más en la treintena.

Soy tan bobo que me agarro como puedo a los restos de mi juventud, como si pudiese estirarla. Lo intento a base de deporte, un poco de dieta y la negación de lo que me susurra el espejo. Aún así el reloj es más persistente que yo.
No queda otra que adaptarse. Lo hago paso a paso: he empezado por reconciliarme con la báscula, que parecía dirigir una conjura contra mi autoestima. La he declarado inocente, no es culpa suya. También he hecho las paces con el puto espejo, que me martiriza mostrándome carnes fláccidas y un pelo blanco extrañamente parecido al de una rata. Aún así, no me preocupan las canas de la cabeza –que en un momento dado pueden quedar hasta elegantes- sino las de los cojones. No quiero tener canas en los huevos. Paso de teñirme las pelotas.

Creo que cumplir años es una segunda pubertad. Cuando tenía veinte años era un saco de hormonas revolucionadas. Ahora, a mis cuarenta tacos, vivo con la permanente sensación de tener algo pendiente, sin saber muy bien qué. Es como si el cuerpo -por si acaso- te pidiese ir resolviendo asuntos.

Otra sensación de la madurez es notar que la vida ya no es un constante desarrollo, sino que empieza a contraerse. Pierdes ilusiones, pierdes familiares, los fracasos se consolidan. Y aunque todavía no noto la muerte aporreando la puerta, comienzo a  intuirla al final del pasillo.

Lo bueno, que también existe, es la serena estabilidad que produce la experiencia. Disfruto de mi hija como no lo haría con otra edad. Entiendo lo efímero de sus besos y los recibo como verdaderos tesoros. Estoy enfermo de amor.

Así que, como ya he plantado un árbol, tenido una hija y escribo un blog, me voy preparando para volver a ver a mi abuelo. Porque cada día queda menos para que volvamos a vernos.

Pese a todo, hay días en los que me pregunto qué edad tendría si no supiese qué edad tengo. Porque no dejamos de jugar cuando nos hacemos viejos. Nos hacemos viejos cuando dejamos de jugar. Y me apetece seguir jugando.

viernes, 21 de junio de 2019

Mercados


Me encantan los mercados de barrio, aunque no siempre ha sido así. De joven me molestaba enormemente esperar colas y me preguntaba por qué en las colas siempre me tocaban delante señoras que parecían avituallarse para sobrevivir al Apocalipsis. He cambiado. No es que Carrefour me desagrade, es que con los años voy descubriendo encantos que desconocía. Me deslumbra la abundancia y el anonimato de las grandes superficies. Cargar el carro sin que nadie moleste es divertido, pero el mercado tradicional tiene algo especial, una cercanía que me llena.

Un día, no recuerdo bien porqué, bajé al mercado que hay frente a mi casa. Es uno de esos pequeños que todavía aguantan en los bajos de un edificio con casi todas las tiendas forradas con polvorientos carteles de Se Vende. Me acerqué a un par de las pocas que todavía funcionan, donde me recibieron con ese saludo de tendero pronunciado con voz grave y tono alto. Me atendieron de forma enérgica y se permitieron recomendarme cosas en las que ni había pensado -compra estas manzanas, que son puro azúcar, llévate este jamón que está exquisito-. Seguí sus consejos, y reconozco que no me defraudaron.
Al éxtasis llegué 6 meses después –sí, 180 días- cuando volví a bajar al pequeño mercado. Me recibieron como si fuésemos íntimos amigos. Me arrasaron con su Marketing cuando el frutero me preguntó si me habían gustado las manzanas y si quería más. Y el charcutero hasta me ofreció jamón “de ese que tomo yo”. Fue como lo del profesor que empezó la clase con “decíamos ayer”.

Me gusta comprar allí. Los sábados por la mañana aprovecho para deleitarme con el soniquete de los tenderos que vocean las virtudes de su género. Disfruto al bajar y ponerme en colas en la que “pido la vez” para mantener el orden. A veces no la pido para observar a las viejas calibrarme intentando saber si podrán colarse. Miden mi voluntad mientras dan pataditas a la cesta ganando terreno. Me divierten sus esfuerzos, y procuro esperar hasta el último segundo para girar el cuerpo entero y echar una mirada de Rayos X. El orden retorna con facilidad. Que no me habían visto y eso.

Fascinado sigo con este Marketing intuitivo. Sé que compro más caro, pero les siento como a una pequeña familia. Y coño, que se lo merecen. 

jueves, 20 de junio de 2019

Papá


Mi padre es administrativo, tiene las manos pequeñas y cuando yo era un niño, olía a tabaco negro y al frío de la calle.

Cuando volvía de trabajar traía cara de sueño porque madrugaba mucho, y muchas veces, una sorpresa.

Mi padre ya no vive. Le echo de menos.

Tuvo manos pequeñas, y hasta hace poco, muy poco, siempre me trajo sabios consejos y soluciones cariñosas.

Mi Padre hoy ya no me puede invitar a comer.

Te quiero Papá.

*- Escrito el primer día del padre sin mi padre.

#quesuertehetenido

viernes, 14 de junio de 2019

Lógica

Los meteorólogos, cuando coinciden en el ascensor, hablan de cosas profundas.

PD – Hoy he tenido un viaje incómodo en el ascensor y hemos hablado, como no, del tiempo.

jueves, 30 de mayo de 2019

El descubrimiento

Nunca estudió, pero tampoco le hizo falta. Era despierto y habilidoso con las manos, por lo que no tuvo problemas para ganarse la vida.

Desde pequeño le gustó desmontar cosas para conocer su funcionamiento. Quería entender los pequeños componentes del todo, separándolos en sus piezas básicas para luego volver a unirlas.
Acabó convenciéndose de que los tornillos eran la clave. Pequeños giros en espiral que componían y descomponían cualquier cosa en elementos mas fáciles de comprender. Hombre previsor, siempre llevaba en el bolsillo de su camisa un destornillador y una libreta en la que apuntaba las cosas importantes.

Hace ya tiempo noté que su cuerpo se consumía y su mirada se tornaba vidriosa. Pero era reservado y resultaba difícil preguntarle. Una mañana me llevó a un rincón del bar donde habitualmente desayunábamos. Con voz entrecortada me contó lo que había descubierto.
Sacó su libreta y con dedos temblorosos se puso a señalar las cosas que ya sabía. En tono confidencial me hizo saber que nunca se lo había contado a nadie, pero se acercaba a la clave y necesitaba compartirlo.

La primera vez que lo notó fue una mañana mientras se afeitaba. El giro del agua en el lavabo formaba una espiral. Comprendió que el agua era atornillada por fuerzas que no adivinaba a comprender. Y su mente despertó.

Vio guiños de conocimiento en aspectos más complejos. Descubrió que el 666 que simboliza al Demonio representaba tres pequeñas espirales que sólo los más despiertos percibirían como tres giros de tornillo.

Su contrapeso eran las iglesias. Sus plantas, siempre en forma de cruz, representaban cabezas de tornillos con los que Dios clavaba su presencia a la tierra.

Descubrió los tornados y su destrucción. Percibió con total claridad la espiral que los componía y la energía con que el Demonio azotaba la tierra. También supo que Dios creó galaxias que giraban en espiral, y olas que rompían cuando su espiral terminaba. El misterio funcionaba a todas las escalas.

Su descubrimiento se tornó en asombro cuando en un documental vio que el ADN, la esencia de todos nosotros, se componía de dos espirales, una imbricada en la otra. Una era de Dios y otra del Diablo. Representaban el inestable equilibrio de fuerzas que nos hace a cada uno distinto de los demás.

También vio en el movimiento de los relojes una espiral inmensa que conducía a un final después de muchos giros.

Concluyó que todo era cierto. Un plan de dimensiones cósmicas.

Unos días después de nuestra conversación no acudió a desayunar. Al día siguiente fueron a buscarle y le encontraron sentado en el sofá. Su cuerpo seguía vivo, pero su mente se había ido. Tenía un destornillador fuertemente agarrado y clavado en una radio que reposaba en sus rodillas. El tornillo que intentaba quitar tenía la rosca pasada y giraba sin fin.

Desde entonces he pensado mucho en lo que me contó. Por cierto que la hoja en la que escribo acaba de caer al suelo.

Girando en espiral.

jueves, 23 de mayo de 2019

Narcosabiduría

Ya sabemos que toda oficina cuenta con empleados ambiciosos, A.K.A. trepas: todos hemos coincidido con alguno.

Tienen la inexplicable capacidad de escalar posiciones. Y sobre como lo hacen ya he escrito bastante.


En principio no parecen tener más experiencia ni ser más inteligentes que el resto, pero poseen alguno de los rasgos de la personalidad que los psicólogos llaman la “triada oscura”:


  • manipulación o tendencia a influir en otros para beneficio propio
  • narcisismo que denota una gran admiración hacia uno mismo,  
  • personalidad antisocial, asociada a una falta de empatía por los demás.

Pero falta un factor, que no es de personalidad, sino social. Me resulta cuando menos llamativo, tratándose de seres antisociales: también son expertos en forjar alianzas políticas con los demás, pero sobre todo entre ellos. Resulta que estarían dispuestos a matarte por un puesto, pero entre ellos se respetan.

Y el mejor resumen que he escuchado sobre este punto lo escuché el otro día viendo la serie Narcos. Don Berna, uno de los personajes, explica a otro el porqué de una inesperada alianza.

- Usted y yo somos como la serpiente y el gato. Si la serpiente puede, mata al gato. Y si el gato puede, mata a la serpiente. Pero a veces, los dos ven una rata bien grande... y ambos se la quieren comer.

Que no es necesario ser culto para ser sabio, vaya. El amigo Berna me tuvo rascándome la cabeza un buen rato después de escuchar su frase.

sábado, 7 de julio de 2018

Robinsón

Me encanta una canción. se llama Robinsón y es de Ana Belén. Habla de alguien que siente que ha perdido el control de su vida y ve como su tiempo e ilusiones se le escapan entre los dedos. Dice la canción que ese alguien sólo piensa en escapar "como un Robinsón de regreso al mar". Frase evocadora, sí señor. Volver al orden, simplificar, reconducir... 

Me dice una amiga que esa canción me gusta porque escucho mi historia. Dice también que así seguiré mientras no me arme de valor y me lance a ciegas a por mi sueño. Que esas decisiones, en las que acabas haciendo y haciéndote daño, son complicadas porque terminas atrapado en tu laberinto interior hasta que reconoces -dolorosamente- que el camino a la salida está ahí dentro, en alguna de las rutas desconocidas que has de recorrer. Y qué coño, que si mi felicidad va por ahí, que debo tener los huevos para tomar las riendas y cambiar el rumbo. Hacia donde rompen las olas.  A hundirme en el mar.

Y así, como dice mi amiga, no volveré a oír la canción con la sensación de que habla de mí. Ni a mirar por la ventana buscando horizontes azules.

Gracias, amiga.

domingo, 1 de julio de 2018

La carta

Me siento un poco apagado. Supongo que inconscientemente me he acordado de mi abuelo, que murió tal día como hoy hace años. Lo cierto es que desde por la mañana he ido encadenando pensamientos hasta llegar pensar en la soledad. Normal. Siempre percibí a mi abuelo como un solitario a su pesar. Y un día pude confirmarlo por una de esas extrañas casualidades que la vida nos ofrece. Escribiré sobre este tema de un tirón, porque si repaso seguro que borro cosas necesarias para entender esta historia.

Vayamos al principio. Cuando falleció mi abuelo comenzó el proceso de deshacer su vida en cajas. Con más de ochenta años vividos, me asombra lo poco que pervive de una persona después de su muerte. Aparte de los recuerdos, casi nada.
Sin embargo esta vez había algo distinto. Rebuscando en un cajón encontré una carta escrita por mi abuelo. Estaba terminada pero no fue enviada. Iba dirigida a una mujer murciana de la que tenía apenas información: sabía que mi abuelo la conoció al poco de casarse, que eran los tiempos complicados de la Guerra Civil y que durante un tiempo esta mujer alojó en su casa al joven matrimonio. En la carta mi abuelo escribió que la recordaba y la echaba de menos, e incluso mencionaba la posibilidad –o deseo- de verla en alguna ocasión. Era una discreta carta de amor.

Comprendí que amó a esa mujer y que probablemente todavía la amaba cuando falleció. No tengo dudas de que quiso a mi abuela, pero también creo que si escribió una carta de adolescente a una mujer octogenaria es porque durante sesenta años tuvo el corazón en dos sitios. Si no hubiese implicado hacer daño a mi abuela, probablemente alguna vez habría subido en un tren con dirección a Murcia. Pero los caminos de la vida son obstinadamente tortuosos.

Estos sentimientos se congelaron la mañana en que mi abuelo se lanzó por una ventana. Mi abuela despertó y le preguntó qué quería desayunar. Pidió como otras veces chocolate y cuando mi abuela se dirigía a la cocina, saltó sin dudas y sin despedidas. Un plan perfectamente trazado y ejecutado. Muchas veces he querido saber qué pasó esa noche. Debió ser una noche muy larga y echo de menos un último consejo. ¿Habría cambiado algo de su vida? Después de leer la carta, creo que sí. Por eso me gustaría tener su consejo, porque valoro la experiencia como guía y quiero creer que todavía queda bastante de mi vida por escribir.

Hoy, desde una indeseada madurez comprendo que mi abuelo fue un hombre retraído por una vida interior demasiado compleja. Le bullían unos sentimientos que los demás no podíamos ver. Se le escapaba la vida que no vivió y le condujo a la soledad pese a estar rodeado de gente.

Conociendo este caos de vidas no vividas me sorprende que no haya cambiado la imagen que veo cuando recuerdo a mi abuelo. Siempre es la misma. Está de pie, en su huerto, con mi abuela a su lado. La tiene cogida del hombro y ambos sonríen satisfechos. Supongo que eso debe ser el cielo, una felicidad sin final ni fisuras.
Mi abuela también está feliz, sonríe con la misma intensidad. Y cuando lo pienso, deduzco que ella también debió tener un murciano en el que pensar. Nunca encontré su carta, pero sospecho que existe. Como algún día existirá la mía.

Abuelos,  no os olvido. Un beso para los dos.