Mostrando entradas con la etiqueta Inclasificable. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Inclasificable. Mostrar todas las entradas

09 octubre 2025

El autor y el destino

La conoció primero a través de las palabras. No en un libro, sino en la intimidad inmediata de un blog: El blog de Peggy Sue.

Una madrugada de domingo, Álvaro navegaba sin rumbo por internet, tratando de llenar el silencio de su piso en Chamberí. En un comentario perdido de un artículo sobre literatura contemporánea, apareció un enlace. Lo abrió sin pensarlo.

La foto de cabecera mostraba una estantería desordenada, repleta de libros y objetos sin dueño. No había imagen de ella. Empezó a leer la entrada más reciente: Atrapada en el baño de 1985.

Hablaba de sentirse como la protagonista de Peggy Sue se casó: de viajar hacia las propias decisiones pasadas y mirarlas con una mezcla de ternura y desprecio. “No hace falta una fiebre en una reunión de antiguos alumnos —escribía—. Basta con encontrar una factura antigua o escuchar una canción a las tres de la madrugada para sentirte a la vez la Peggy Sue que tomó aquellas decisiones y la Peggy Sue madura que las observa, impotente.”

Álvaro, que también escribía y luchaba a diario con la tiranía de la página en blanco, se quedó quieto frente a la pantalla. Era como si alguien hubiera puesto orden en su propio caos mental.

Laura Vidal —ese era el nombre al pie de los textos— tenía el raro don de convertir su nostalgia en un lenguaje compartido. No escribía con artificio, sino con la claridad de quien se atreve a mirar de frente su vida y usar una película como espejo del alma.

Esa noche se enamoró. No de una mujer, sino de una mente. De su manera de hacer de la melancolía una forma de cartografía. En otra entrada, Fugitiva del futuro, escribió: “Peggy Sue solo quería escapar de su futuro fallido. Yo escribo para escapar del mío, para inventar un desvío en la carretera principal de mi vida.” Entonces Álvaro entendió que aquel blog no era un diario, sino una máquina del tiempo literaria.

Desde entonces, su ritual nocturno fue leerla. Laura escribía sobre sus “reuniones de antiguos alumnos” —encuentros fortuitos con exparejas en el metro— o sobre cómo elegir una cafetería podía ser tan decisivo como elegir pareja en el baile de graduación. Álvaro sentía que la conocía de verdad, con una intimidad que rara vez se alcanza incluso tras años de convivencia. Conocía su miedo a haber elegido mal, su fascinación por los caminos no tomados.

Un día se animó a comentar una entrada titulada ¿Y si me hubiera quedado?. No fue un halago, sino una reflexión sobre universos paralelos. Firmó con su nombre.
Días después, recibió su respuesta: “Al menos Peggy Sue pudo volver. Nosotros tenemos que vivir con las decisiones de nuestra versión más joven y torpe. Gracias por entenderlo.”
El corazón le dio un vuelco adolescente.

A partir de entonces, los comentarios se convirtieron en correos, y los correos en una correspondencia constante. Hablaban de sus propias Peggy Sues, de la sensación de mirar la vida desde fuera. Álvaro se enamoró aún más de la voz coherente que emergía entre líneas: la misma del blog, pero ahora dirigida solo a él.

Hasta que ella propuso un encuentro.

—Estoy harta de hablar con un fantasma —escribió—. ¿Qué tal si nos tomamos un café y comprobamos que los dos tenemos cuerpo y proyectamos sombra?
El asunto del correo era, simplemente: Mi reunión de antiguos alumnos.

Quedaron en una cafetería junto al Jardín Botánico. Álvaro llegó veinte minutos antes y eligió una mesa en un rincón. Cuando ella entró, con un abrigo largo y una sonrisa contenida, el mundo se detuvo un instante.

—Álvaro, supongo.
—Laura.

La conversación fluyó con la misma naturalidad que en sus correos. Hablaron de libros, de la ciudad, de la niebla sobre la sierra. Hasta que él lo dijo.

—Hay algo que no te he contado —confesó, con el corazón golpeándole el pecho—. Me enamoré de ti leyendo El blog de Peggy Sue. Me enamoré de tu nostalgia, de tu miedo a haber elegido mal, de cómo usas una película para explicarte. Fue como encontrar a alguien que también se siente un viajero en el tiempo de su propia vida.

Laura lo miró. En sus ojos no había sorpresa, sino una tristeza luminosa. Sacó un libro del bolso: un ejemplar gastado de La geometría de los días vacíos.

—¿Recuerdas este? —preguntó—. Lo publicaste hace cinco años. Solo se vendieron trescientos ejemplares.

Álvaro lo reconoció al instante. Su primera y fallida novela.

—En el capítulo siete —continuó ella— el protagonista describe a la mujer de la que se enamoraría. Dice que la encontraría a través de sus palabras. Que se llamaría Laura. Que escribiría un blog donde se compararía con Peggy Sue.

El aire se volvió espeso. Álvaro recordó vagamente esa escena, un detalle menor, casi una broma privada.

—Lo leí un año después de publicarse —dijo ella, con lágrimas silenciosas—. Y supe que ese hombre había escrito mi futuro. Empecé el blog para comprobar si era cierto. Cada entrada era un paso más hacia la mujer que habías imaginado.

Él la miró, atónito, mientras todo encajaba.

—Pero ahora —susurró ella, tomando su mano— he entendido algo. Peggy Sue no volvió al pasado para cambiarlo, sino para comprenderlo. Yo no seguí tu guion: tú, sin saberlo, escribiste el mío. Y al leerlo, decidí vivirlo.

Calló un momento, apretando su mano.

—La sorpresa no es que tú te enamoraras de una idea de mí. Es que yo me enamoré de un autor que, sin conocerme, me dio el valor para existir.

El silencio se instaló entre los dos. Fuera, la tarde caía sobre los cristales de la cafetería.

Álvaro entendió entonces que el verdadero viaje en el tiempo no era volver al pasado ni anticipar el futuro, sino encontrarse con alguien que había habitado tus palabras antes que tú mismo.
Alguien que había leído lo que aún no sabías que ibas a sentir, y que decidió esperarte allí.
Y comprendió, con una certeza serena, que el amor —el verdadero— no empieza cuando se cruzan dos miradas, sino cuando dos historias escritas en tiempos distintos descubren que hablan del mismo corazón.

25 septiembre 2025

De Citas online y el concesionario de Shakira

Dicen que en la escala evolutiva del hombre moderno existen los pagafantas: esos que pagan copas con la esperanza de un beso. 

Pues bien… yo soy un nuevo tipo de homínido, un paso por detrás: ni siquiera he llegado a pagafantas. Soy algo así como el Australopithecus del ligue online. Un experimento de la naturaleza, un señor en fase beta.

Cuando me separé, pensé que lo más difícil sería aprender a cocinar sin incendiar la cocina. Pero no: lo complicado de verdad era sobrevivir en las citas por redes sociales.

Porque cuando empecé a salir con chicas, todo era sencillo: ibas a una fiesta, te presentaban a alguien, charlabas un poco, intercambiabas teléfonos fijos (¡fijos, sí, pegados a la pared con un cable!) y, si había suerte, después de dos semanas de llamadas interrumpidas por tu madre, conseguías una cita.

Hoy todo eso se acabó. El amor ya no se busca en plazas, bares o discotecas: ahora se encuentra en aplicaciones que parecen diseñadas por brókers de Wall Street. Empujar contacto a la izquierda, empujar contacto a la derecha… uno se siente menos Don Juan y más gestor de cartera, descartando acciones con una foto borrosa.

El cortejo de antes era:

—“¿Quieres salir conmigo?”

El de ahora es:

—“Acepto Bizum, PayPal y transferencia inmediata”.

Os cuento mis experiencias en este mundo, extraño para mi.

Primera cita.

Habíamos quedado en un bar. Chica buenorra y formal. Todo un partido. Cinco minutos antes de vernos me llega un mensaje suyo:

— Te envío una foto actualizada, para que me reconozcas.

Abro la foto y ahí me entero de que no era exactamente la chica del perfil. Digamos que la versión “actualizada” venía con 20 kilos y 20 años más. Fue como lo de Shakira: me cambiaron un Rolex por un Casio… ¡y también un Ferrari por un Twingo!

Aun así, me dije: “sé educado, disfruta la experiencia”. 

Tomamos algo, charlamos, todo dentro de lo normal… hasta que, de repente, me suelta:

—¿Me acompañas al centro comercial? Tengo que comprar unas cosillas.

Yo pensé en un pintalabios, un champú, algo sencillo. ¡No  Ja! Me vi de golpe en la sección de lencería, rodeado de tangas y sujetadores de todos los colores. Ella cogiéndolos a puñados y sujetándolos encima de la ropa para que le dijese qué me parecían. Yo con cara de alumno en un examen sorpresa.

Y en el momento de pagar… su tarjeta falla. Me mira con esa carita de “¿me salvas?”. 

Y ahí caí: yo, estrenándome en la soltería moderna financiando tangas que, spoiler, nunca llegué a ver en acción. Ni falta que hace.

Que no, que no te preocupes. Que la cajera se reía de mí. Por gilipollas.

Para rematar, al día siguiente me pide dinero para un pago urgente. 

Ahí puse punto final a mi carrera como sponsor involuntario de desconocidas.

Segunda cita.

Otra chica, guapísima en fotos. Dos mails después, me propone unas cuantas cochinadas y me manda un enlace. Yo lo abro pensando que era su Instagram…

¡y resulta que era su página profesional de escort!


Sí, escort: como el trabajo, claro… pero también como el coche de Ford. O sea, que con Shakira ya me habían cambiado un Ferrari por un Twingo, y ahora me querían colocar un Escort. ¡Mi vida sentimental parecía un concesionario de segunda mano!

Con tarifas, packs y hasta promociones especiales. Aquello no era amor, era Booking.com con extras.

Conclusión.

He comprendido que las citas modernas son otro planeta. Antes te rompían el corazón; ahora te rompen la tarjeta. Antes te pedían flores; ahora te pasan la factura.

Lo peor es que uno se siente perdido, como si lo hubieran soltado en la selva con una brújula rota. Porque el amor digital es como IKEA: entras buscando algo sencillo, sales con un montón de cosas que no necesitas y, lo peor, sin saber dónde está la salida.

Y en todo este zoológico emocional yo soy una nueva especie: ni pagafantas, ni pagabragas… yo soy el pagailusiones. Un homínido ingenuo que todavía cree que las citas empiezan con un café… y no con un plan de financiación.

Al final, mis intentos de romance parecen más un concesionario de ocasión que una vida amorosa: donde otros coleccionan recuerdos, yo voy acumulando coches de segunda mano. Que si un Twingo, que si un Escort… vamos, que en vez de encontrar pareja, ¡lo que me falta es que me ofrezcan la garantía extendida y un par de alfombrillas de regalo!


19 agosto 2025

El amor como un viaje a casa

El amor no es la búsqueda de algo nuevo, sino el reconocimiento de algo antiguo. Dos personas se miran y, en algún lugar entre las pupilas, intuyen una verdad incómoda: ya se conocían. No en esta vida, quizá, pero sí en esa otra geografía que existe antes de los nombres, antes de los cuerpos.

Las manos no se tocan por primera vez, sino que se recuerdan. Los dedos se entrelazan con la seguridad de quien retoma un hábito olvidado. No es emoción, sino alivio: ah, aquí estabas. El roce no inventa nada; confirma.

El beso es un acto de arqueología. Dos bocas excavando en busca de una lengua común, un alfabeto compartido que ya no saben descifrar. Pero algo en el calor, en el ritmo del aliento, les dice que este idioma lo hablaban antes de que el mundo los separara con piel y huesos.

Hacer el amor es el intento más desesperado por volver. Uno dentro del otro, ya no como invasión, sino como regreso. Los cuerpos, astutos, fingen ser dos para poder jugar a reunirse. En el clímax, por un segundo, lo logran: la mentira de la separación se desvanece. Pero luego vuelve el aire, la piel, el sudor frío, y comprenden que la fusión total no está permitida.

El hijo es la trampa más hermosa. Una criatura que lleva sus ojos, su sangre, su risa, pero que no es ellos. Espejo y a la vez extraño. Los padres lo miran y ven, por primera vez, que el amor no era fundirse, sino crear algo con los pedazos. El niño llora, y en ese grito hay un mensaje: Ya erais uno. Yo soy la prueba.

La muerte es el último acto de amor.

Porque cuando llega, no se lleva a uno, sino a los dos. Aunque los cuerpos mueran en años distintos, en lugares separados, aunque nunca sepan el día exacto, algo en su esencia se apaga al mismo tiempo. Como si, en secreto, el universo hubiera anotado su partida en la misma línea.

Y entonces, libres de carnes y nombres, lo entienden: nunca estuvieron solos. El amor no fue un viaje, sino un despertar.

La paradoja es esta: creímos que amábamos para unirnos, cuando en realidad amamos para recordar que nunca estuvimos separados.

18 julio 2025

Mercado Inmobiliario

Todo empezó un martes, uno de esos días míticos en que uno se levanta convencido de que ahora sí, va a encontrar piso. Porque ya no puedes más. Porque tu compañero de piso lleva tres días comiendo sardinas en lata con la ventana cerrada. Porque el casero ha dicho que va a subir el alquiler "solo un 12%, que es lo normal con la inflación y tal".

Así que me armé de valor, abrí Idealista y marqué: "Madrid, máximo 800€". El portal se rió. Literalmente. Juraría que la web hizo un jejeje antes de mostrarme una buhardilla con techo en forma de cuña, sin cocina, y con baño compartido con el bar de abajo.

Pero entonces apareció ella: Patricia, agente inmobiliaria. Foto de perfil profesional, americana azul marino, sonrisa blanca fluorescente. Descripción: “Experta en encontrar hogares únicos para personas únicas. Si sueñas con ello, yo te lo enseño”. Como una especie de Mary Poppins del ladrillo.

Llamé.

—Hola, ¿Patricia? Estoy interesado en el piso de Lavapiés.

—¡Ay, ese ya está reservado! Pero tengo otro que te va a encantar, luminoso, techos altos, vecinos jóvenes, ambiente alternativo...

—¿Y cuánto?

—1.050€. Pero es que lo vale, tiene un encanto bohemio.

Spoiler: el "encanto bohemio" era humedad en las paredes y una puerta que cerraba con una piedra.

Aun así, fuimos a verlo. En persona, Patricia era exactamente igual que en la foto. Incluso más. Tenía esa energía que solo tienen los que cobran comisión. Me saludó con dos besos y un dossier plastificado.

—Aquí te puedes imaginar cocinando con tu pareja —dijo, señalando una encimera que claramente antes fue una lápida en un cementerio. Todavía se percibían las letras.

Cada visita era una obra de teatro psicodélico. "Ventana a patio interior" significaba respiradero entre dos bloques. "Perfectamente comunicado" era: a media hora andando del metro. "Ideal para una persona sola" venía acompañado de un baño en el que no podías sentarte sin tocar la pared con las rodillas.

Y siempre, SIEMPRE, había alguien más interesado. Aunque fueras tú el único ser humano que había pisado ese zulo desde 2011.

—Tengo otro chico que viene esta tarde y está muy decidido, si quieres reservarlo ya, te puedo hacer un precio especial…

—¿Especial cómo?

—No se sube el alquiler hasta el mes que viene.

Pero lo peor no era eso. Lo peor eran los pisos con “posibilidades”. Que es el eufemismo inmobiliario para "esto está para tirar abajo y rezar". Uno tenía el váter en la cocina. Literalmente: al lado de los fogones. Y Patricia, sin inmutarse:

—Es un concepto abierto. Muy Loft, muy Brooklyn.

Mi madre lloró.

Después de dos semanas, trece visitas, una crisis existencial y un ataque de risa en un piso con ducha sin desagüe, estaba a punto de rendirme. Hasta que Patricia me llamó:

—¡Lo tengo! Tu piso. Es un bajo con luz, con historia, techos altos, recién reformado.

Y era verdad. Un milagro. Todo encajaba. Hasta olía bien. La cocina era real. La ducha tenía mampara. Había ventanas. Reales

Firmé al día siguiente. Ni pregunté.

Dos días después, al instalarme, llamaron al timbre.

—Buenas, soy Mario, de la funeraria. ¿Tenéis ya la sala montada o vais a esperar al primer velatorio?

Silencio.

—¿Perdona?

—Sí, que aquí antes estaba el Tanatorio Virgen del Remanso. ¿No os lo dijo la agente?

Yo parpadeé.

—¿El qué?

—Que esto siempre ha sido un tanatorio. Hasta hace nada. Yo vengo todas las semanas a traer coronas. El despacho estaba justo donde tienes ahora la tele.

Miré la tele. El noticiero hablaba de la crisis de la vivienda. Me dio un tic en el ojo.

—¿Pero ya no es un tanatorio, no?

—Mario se quedó pillado—. Un momento... —sacó el móvil, buscó algo, frunció el ceño—. Ostras. ¡Pues si que lo han cerrado! No me han avisado. Qué fuerte. ¿Y ahora es un piso?

—Eso parece.

—Pues oye, muy bien aprovechado, ¿eh? Esto antes olía a formol y a flores mustias. Ahora tiene su gracia.

—Gracias...

—Nada, nada. ¡A disfrutarlo! Eso sí, si alguna noche escuchas una campanita... tú no abras.

Y se fue. Silbando.

Encanto bohemio, le llamaba ella.

Ahora vivo rodeado de velas que encuentro por todas partes, con un perchero con forma de cruz, y cada vez que me ducho el agua sale caliente al segundo. Nunca falla. Pero es barato. Y tranquilo. Muy tranquilo.

Excepto cuando suena el timbre a las tres de la mañana.

Y no hay nadie.

26 junio 2025

Los Senadores del Lidl

Durante años, fui un firme defensor del vaquero. Azul oscuro, corte recto, sin rotos ni florituras. Un vaquero como Dios manda. Lo llevaba sin cinturón, porque, seamos honestos, ¿para qué iba a necesitar uno si la ley de la gravedad no tenía nada que hacer contra mis caderas de veinteañero?

Pero los años pasan. El metabolismo se rinde. Y los donuts, que antes se evaporaban con solo mirar una escalera, empezaron a instalarse con persistencia alrededor de mi cintura. Fue entonces cuando el vaquero comenzó a deslizarse. Al principio era gracioso: un tirón aquí, otro allá. Pero un día, en el Lidl, me agaché a por una lechuga y el vaquero decidió emanciparse. Me quedé de espaldas a la sección de verduras enseñando media luna como si fuera astrónomo.

Compré un cinturón.

Al principio, iba bien. Ajustado pero elegante. Luego, ajustado pero incómodo. Después, ajustado pero con riesgo de amputación intestinal. Acabé desarrollando un instinto para desabrocharme en cuanto entraba al coche, como quien se quita los tacones tras una boda. Pero lo peor fue el día que descubrí una marca roja, profunda, en la tripa. No era una arruga. Era una frontera. Mi cuerpo me estaba haciendo la guerra.

Pasé a los tirantes. Lo asumí con dignidad. Me convencí de que eran vintage, retro, incluso hipster. Me los puse con camisa y hasta me sentí elegante. Al principio. Pero luego empecé a notar miradas. No de admiración, no. De lástima. Como si fuera un personaje de cómic que ha decidido salir a la calle.

Y entonces llegó el momento túnica.

Lo supe un domingo por la tarde. Estaba en casa, comiéndome un bocadillo de tortilla (doble capa, porque soy un hombre con principios), y los tirantes simplemente... se rindieron. Uno de ellos se soltó con un chasquido y salió disparado, reventando una taza de "Mejor papá del mundo". Lo tomé como una señal.

La túnica fue una revelación. Libre, suelta, sin cinturones ni tirantes ni costuras que me juzgaran. Me sentía como un senador romano, salvo por las zapatillas de cuadros y el mando de la tele en la mano. Mis amigos se burlaban al principio. Pero luego vinieron las preguntas: “¿Dónde la compraste?” “¿Se suda mucho?” “¿Tú crees que a mí me quedaría bien?”

Empezaron a copiarme. Uno a uno, cayeron. Primero David, luego Rubén. Incluso Carlos, que decía que nunca abandonaría sus vaqueros slim. Slim, mis narices.

Hoy, los del grupo de pádel somos nueve y vestimos todos igual: túnicas, sandalias y dignidad recuperada. Nos llaman “los senadores del Lidl”. Y sí, seguimos yendo al supermercado. Pero ya nadie se agacha por la lechuga. Ahora vamos por pizza congelada. Y con la cabeza bien alta.

Aunque... el otro día vi a uno de los nuestros con un calzón de sumo. Me da miedo pensar cuál será el siguiente paso.



04 junio 2025

Lo que creí

Ahora lo sé: el dolor no se va, se transforma. Se amansa. Hoy, con la distancia de quien revisa una cicatriz ya cerrada, puedo escribir sin que me tiemble la mano. 

No es que haya olvidado —nunca se olvida—, pero al fin entiendo que algunas heridas no son fracasos, sino pruebas de que seguimos vivos. Y esta, en particular, es la prueba de que aún puedo amar con las entrañas, incluso después de todo.

Así que aquí está. No como un lamento, sino como un testimonio.

---------------------------------------------------------------------------------------

Encontrar el amor después de los cincuenta no es como cuando tienes veinte. No hay fuegos artificiales, ni promesas entre risas de madrugada. A esta edad, el amor no irrumpe tirando puertas, se posa. Llega como una tregua. Una pausa serena entre tantas batallas. Un susurro que te dice: ahora sí, puedes descansar aquí. 

Y yo lo creí.

Joder, cómo lo creí.

Ya nos conocíamos. No éramos amigos, pero sí había un cierto reconocimiento entre nosotros, como si nuestras vidas se hubieran rozado durante años sin llegar a tocarse del todo. Hasta que un día cualquiera, sin ceremonias, coincidimos de verdad. Un paseo largo, sin rumbo, que se convirtió en costumbre. Y las llamadas. Largas, cada vez más frecuentes. Conversaciones que abrían puertas que yo creía selladas para siempre.

Me hacía reír. Me hacía pensar. Y, sobre todo, me escuchaba. Me miraba con una mezcla de atención y calma que desarmaba. La recuerdo siempre con un libro en la mente o bajo el brazo, mencionando frases memorizadas en voz alta, como si quisiera compartir hasta los pedazos que la conmovían. Y también recuerdo esa deliciosa costumbre de ajustar sus gafas cuando tenía que elegir. Detalles que entonces me parecían encantadores. 

Había ternura en sus gestos, en esa forma mirar, en cómo decía mi nombre. No buscaba deslumbrar. Era otra cosa. Más silenciosa, más íntima. Como si supiera que ya no estábamos para juegos.

Durante un tiempo fui el hombre más feliz del mundo. No es una forma de hablar. Me despertaba con una sonrisa que no desaparecía frente al espejo. Sentía que todo —las pérdidas, los errores, las noches en vela— había servido de algo. Que, después de tanto, el destino me había traído justo hasta ella. Hasta ese amor maduro, limpio, sin adornos. Por primera vez no necesitaba hacerme el fuerte, ni esconderme, ni convencer a nadie. Solo estar. Solo querer.

Pensaba que eso era el sentido de mi vida. Que todo me había llevado hasta ahí.

Pero un día, sin previo aviso, se fue. De la forma más brutal en que alguien puede irse. No hubo discusión, ni escena. 

Un mensaje corto, frío, que llegó a las 8:36 de la mañana: “No sé si me encuentro bien con esta nueva situación” rodeado de algunas palabras más. El tono ya no sonaba como el de quien ajusta sus gafas con cuidado para elegir un libro, sino como el de quien empuja un mueble viejo al fondo de un trastero, sin mirar atrás.

Lo releí hasta casi borrarlo de tanto mirarlo. Esperando que cambiara. Que fuera un error. Pero no cambió.

Y entonces empezó lo otro. Lo que nadie te cuenta cuando hablas de rupturas en la madurez. Que el dolor no es menor, al contrario. No es un huracán; es una habitación que se vacía poco a poco. Te das cuenta de que el jersey que dejó en tu armario ya no huele a ella, sino a polvo. Que el libro que te prestó sigue en la mesilla, con sus subrayados en verde, pero ahora son solo tinta sobre papel.

Y todo acompañado del eco del tiempo. El que ya no sobra. La duda: ¿será esta la última vez? ¿Me volveré a ilusionar así?

Pasé semanas repasando cada momento, preguntándome qué hice mal, si pude haberla retenido. Conversaciones enteras en la cabeza, frases suyas que antes me parecieron normales y ahora dolían como dardos. Empecé a ver detalles que antes no quise ver. Grietas. Omisiones. Mentiras pequeñas, pero mentiras al fin y al cabo. Me dejé engañar, sí, pero también lo permití. Porque era feliz. Porque preferí no mirar demasiado.

Había cosas que no encajaban. Que hoy me resultan evidentes. No llegó a decirme que me quería, pero en forma torpe, lo hizo. El daño, además, fue innecesario. No había motivo para herirme así. Para desaparecer con esa frialdad.

Y eso es lo que más cuesta. No la ausencia, sino la manera de marcharse. Porque cuando alguien ha sido tu compañero, no se le abandona como si no importara.

Sé que no era para mí. No alguien capaz de hacer eso y seguir su vida como si nada. Porque quien quiere de verdad no traiciona así. No borra lo vivido como si nunca hubiera existido.

Hoy, meses después, encuentro sus huellas donde menos lo espero: en la cafetería que tanto nos gustaba, en la canción que ya no puedo escuchar. Pero también encuentro algo más.

La certeza de que, si fui capaz de sentir todo eso, de amar con esa intensidad a pesar de los años y las cicatrices, es que sigo vivo. 

Aún hay mañanas en las que el dolor es un peso en el pecho. Pero otras —casi todas ya— me despuerto con una sonrisa que no desaparece frente al espejo y se muestra ante cosas sencillas: el sol en el balcón, un café bien hecho, un verso en un libro que ella nunca leyó. Y la sensación de que haberlo dado todo no es incorrecto. Porque queriendo así soy como las llaves, si me pierdes, luego solo encontrarás copias.

Porque el amor no se terminó con ella.

Porque yo amé de verdad.

Y eso, a esta edad, no es solo un triunfo.

Es una revolución.


28 mayo 2025

Amanda

Yo subía con una caja de libros, sudando a mares. No había ascensor en ese viejo edificio, solo peldaños interminables. Ella bajaba con paso tranquilo, una bolsa de manzanas en una mano y una perra de tamaño mediano en la otra, que tiraba suavemente de la correa.

Pero lo que me detuvo en seco fueron sus ojos: un verde tan vivo, tan profundo, que parecían contener un mundo entero. Era un verde imposible. No era solo guapa; había algo en su forma de moverse, en su sonrisa fugaz, que te hacía querer saber más.

—¿Acabas de mudarte? —preguntó sin detenerse.

Asentí, intentando no parecer ahogado.

—2º I —añadí.

— Amanda. 2º K —respondió, con una sonrisa que parecía llevar años de confianza detrás.

Y siguió bajando. Así, sin más. Pero esos ojos me dejaron clavado en el rellano.

Nos cruzábamos casi a diario. En la puerta, en la calle, junto a los buzones. Amanda siempre con la perrita, que se llamaba Vega. Yo, cada vez con más ganas de que esos encuentros no fueran casualidad. Esos ojos verdes, que parecían cambiar con la luz, me perseguían incluso cuando no la veía.

Nadie en el edificio hablaba mucho de ella, y eso que era imposible no verla. Hermosa, sí, pero no de la forma habitual: era de esas bellezas que incomodan, que hacen que dudes de tus palabras antes de decirlas.

Hablaba poco, pero cuando lo hacía, dejaba frases que se te quedaban dando vueltas en la cabeza. A veces parecía estar en otro sitio, como si lo que tuviera delante fuese solo una fracción de su mundo.

Una tarde, mientras Vega olisqueaba un seto, Amanda se giró hacia mí y dijo:

—¿Tienes algún plan para ahora?

Negué.

—Entonces súbete. Tengo cerveza fría y las plantas están a punto de suicidarse.

Reí. Subimos.

Su piso era acogedor de esa forma extraña que tienen los sitios donde alguien ha vivido muchas vidas sin irse nunca. Libros apilados, fotos sin marco, luz cálida. Vega se tumbó en la alfombra nada más entrar. En un rincón, sobre una estantería, había un reloj de arena antiguo, pero pese a estar arriba, la arena no caía. Parecía congelada en el tiempo.

Amanda me pasó una cerveza y se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas y el pelo recogido en un moño. Guapa. Impresionante.

—No te acostumbres —dijo de repente.

—¿A qué?

—A esto. A mí. A Vega. Las cosas que parecen estables suelen desaparecer sin previo aviso.

Intenté encontrar una broma en su mirada, pero esos ojos, tan impresionantes que casi dolían, solo reflejaban algo serio, casi triste.

—¿Por qué me lo dices? —pregunté.

—Porque contigo siento que puedo quedarme un poco más —susurró—. Pero no siempre depende de mí.

Esa noche me quedé dormido en su sofá, con Vega a los pies. Antes de que el sueño me venciera, juré ver el reloj de arena: la arena comenzaba a caer, lenta pero inexorable.

Me desperté al amanecer, con la luz colándose por las rendijas de la persiana. Pero algo estaba mal. El aire olía distinto, como si alguien hubiera abierto las ventanas y dejado que la ciudad se colara dentro: un frío metálico, sin rastro del olor a jazmín que siempre envolvía a Amanda. El silencio era tan denso que parecía aplastarme.

Amanda no estaba. Ni Vega.

El salón había cambiado. Demasiado. Sin libros, sin plantas, sin fotos. Solo una taza en el suelo, como si alguien la hubiera olvidado al marcharse. Recorrí el piso, aturdido. Las habitaciones estaban vacías, impecables, como si nadie hubiera vivido allí en meses.

El reloj de arena seguía allí. Pero estaba completamente vacío. Me acerqué. Toqué el cristal. Estaba caliente. Como si acabara de ser usado.

Bajé al portero, con el corazón en la garganta. Le pregunté por ella.

—¿Amanda? ¿La del 2º K? —frunció el ceño—. Ese piso lleva meses sin inquilino. Lo están enseñando, por si le interesa algún amigo tuyo.

—Pero... yo estuve allí anoche.

El portero me miró con lástima.

—El último inquilino era una chica, sí. Y se llamaba Amanda. Pero se fue hace casi un año. Dicen que cambió de trabajo.

—¿Y su perra?

—Nunca tuvo perro.

Volví al segundo. En el felpudo de mi puerta, la del 2º I, encontré algo: una correa, enrollada con cuidado. Y una nota manuscrita:

"Gracias por no preguntar demasiado. Nos hizo bien."

Desde entonces, cada vez que bajo las escaleras, me parece escuchar algo. Un sonido leve, rítmico. Como las uñas de una perra caminando con calma. Incluso se percibe la correa. Siempre guiada por alguien que nunca se despide del todo.

Y a veces, en los reflejos del portal o en los cristales de las ventanas, cuando menos lo espero, algo me observa. No una figura. Solo un destello.

Verde.

Vivo.

Como si el mundo detrás de sus ojos se hubiera quedado a vivir en el mío.

21 mayo 2025

La Piel del Otro

El estudio de tatuajes Ink & Soul estaba metido en un callejón del Barrio Gótico, donde el aire olía a cerveza derramada y el sonido de una guitarra mal tocada se colaba desde alguna plaza cercana. La fachada era un desastre: pintura negra descascarada, un letrero de neón parpadeando a medio morir que decía, "No solo marcas en la piel, historias en el alma". Sonaba cursi, pero algo en esas palabras me gustó.

Llegué ahí por un amigo, Javi, que no paraba de hablar del lugar. "El tatuador es una leyenda", me dijo una noche en un bar, con una cerveza en la mano. "Pero es raro, ¿eh? No te deja elegir el diseño. Y tienes que caerle bien para que te tatúe."

Entré con algo de nervios. El local era pequeño, con un olor fuerte a tinta y desinfectante. Las paredes estaban llenas de dibujos: dragones enroscados, vírgenes con lágrimas negras, símbolos raros que no entendía. Detrás del mostrador estaba Lucien, un tipo flaco, con los brazos cubiertos de tatuajes que parecían moverse bajo la luz. Sus ojos, de un azul casi transparente, me dieron escalofríos.

—¿Dani? —preguntó, sin moverse un pelo.

—Soy yo. Quiero un tatuaje. Algo especial, no sé, algo que no tenga cualquiera.

Lucien me miró como si estuviera leyendo algo en mí, algo que yo no sabía. Se acercó y pasó los dedos por mi brazo izquierdo, como si estuviera midiendo la piel.

—Aquí —dijo, con una voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Aquí hay espacio para algo que valga la pena.

No me enseñó ningún boceto. Solo señaló una silla vieja de cuero, preparó la máquina y empezó. El pinchazo de la aguja dolía, claro, pero no era solo eso. Mientras trabajaba, sentía algo raro, como si la tinta no solo entrara en mi piel, sino que algo dentro de mí saliera al mismo tiempo.

Estuvimos tres horas. Cuando terminó, me puso un espejo enfrente. Era un rostro. No era un retrato de nadie en particular, solo… un rostro. Incompleto, como si alguien hubiera empezado a dibujarlo y lo hubiera dejado a medias. Los ojos eran solo líneas, pero juro que me miraban. La boca, entreabierta, parecía a punto de hablar.

—¿Qué coño es esto? —pregunté, con la voz temblando.

Lucien sonrió, una sonrisa torcida que no me gustó nada.

—Es tuyo. Ahora es parte de ti.

Esa noche, el tatuaje empezó a molestar. No era el picor normal de un tatuaje nuevo, era otra cosa. Como si algo se moviera debajo de la piel, rascando desde dentro. Me paré frente al espejo del baño, con la luz fría del fluorescente, y vi que los trazos del rostro estaban más claros. Los ojos ahora tenían pupilas, negras y profundas.

Al tercer día, noté algo peor. Los labios del tatuaje se movieron. Fue rápido, un tic, como si la piel misma hubiera temblado. Pero lo vi. Me dije que era imposible, que estaba paranoico. Agarré alcohol y froté el tatuaje hasta que la piel se puso roja, pero no cambió nada. Solo ardía más.

A la semana, el rostro ya no era el mismo. Había cambiado. Ahora tenía una nariz fina, cejas gruesas, rasgos que no eran míos. No se parecía a nadie que conociera, pero era alguien. Alguien que no era yo.

Una noche, mientras intentaba dormir, sentí algo. Un aliento caliente en mi oreja, y una voz que no reconocí susurró: "Gracias por dejarme tu piel".

Me levanté de un salto, encendí todas las luces y corrí al espejo. El tatuaje ya no estaba en mi brazo. Estaba en mi pecho, más grande, más nítido. El rostro me miraba, y juro que sus ojos se movieron.

Ahora apenas duermo. Cada mañana, cuando me miro al espejo, el rostro está más cerca de mi cuello. Sus rasgos son más claros, más reales. Y tengo miedo. Miedo de que un día llegue a mi cara.

Porque sé que, cuando eso pase, el que mire al espejo ya no seré yo.

11 abril 2025

La voz que acaricia el silencio

En el Madrid de las prisas, donde los días corren como si alguien les pisara los talones, vivía Belén, una pelirroja de melena siempre un poco revuelta, como si el viento le dejara un último beso al pasar. 

Su piso, en un barrio lleno de vida, era un caos acogedor: libros por todos lados, un caballete con un lienzo a medio empezar, y tazas de café olvidadas como migas de su rutina.

Tenía una voz que, sin saberlo, atrapaba. Cálida, con un punto grave que se quedaba dando vueltas. No importaba si pedía agua o leía en voz baja un poema; cuando hablaba, algo pasaba. Las conversaciones se ralentizaban. Si leía, parecía que el mundo se paraba un poco para oírla.

Pero ella no lo veía. Para Belén, su voz era tan normal como el ruido de la calle o el olor a pan que a veces se colaba por la ventana. De niña, los profesores siempre la ponían a leer en voz alta. “Belén, qué bien lees”, le decían. Y ella se tapaba con el pelo, soltando un “qué va, no es para tanto”. 

Siempre pensó que eran cumplidos de cortesía. Lo que a ella de verdad le gustaba era pintar. Se quedaba horas frente a un lienzo, intentando atrapar los colores que le rondaban la cabeza: los naranjas de un atardecer, los verdes apagados de un parque en invierno. Pero nunca quedaba contenta. “Esto no es lo mío”, murmuraba al ver los cuadros en las galerías o los murales de su barrio. Su voz, en cambio, no le parecía nada especial. Era solo ella, hablando.

Cada sábado por la mañana iba a una librería pequeña, de esas que parecen haber olvidado en qué año están. Un cartel a mano decía “Cuentacuentos, 11:00”. Empezó a leer allí por casualidad, cuando la dueña, Carmen, la escuchó recitar un trozo de Matilda mientras hojeaba un libro. Desde entonces, cada semana, Belén se sentaba en una silla que crujía al moverse, su melena roja bajo una lámpara vieja, y leía.

Los niños, al principio inquietos, acababan en silencio, con los ojos bien abiertos. Veían piratas, dragones, lo que fuera que ella les contara. Los padres, que solo iban por cumplir, terminaban sentados en el suelo, igual de enganchados. Una vez, una mujer al fondo, con los ojos brillando, le dijo: “Cuando tú lees, es como si mi madre volviera a contarme cuentos”. Belén sonrió, incómoda, y desvió la conversación.

Una tarde de octubre, con el aire fresco y las aceras llenas de hojas secas, un hombre mayor se le acercó al terminar la sesión. Llevaba una bufanda raída y un cuaderno gastado.

—Trabajo haciendo audiolibros —le dijo, ajustándose las gafas—. He escuchado muchas voces. La tuya tiene algo distinto. ¿Te animas a grabar?

Belén se quedó quieta, el pelo tapándole media cara.

—No, qué va. No valgo para eso —respondió, casi riéndose.

El hombre dejó una tarjeta sobre el mostrador, insistió con amabilidad y se fue. Ella la guardó en el bolso, segura de que no iba a llamarlo.

Esa noche, en casa, se sentó frente a un lienzo que llevaba semanas sin tocar. Intentó pintar. Nada. Frustrada, abrió un libro que tenía a mano —La casa de los espíritus— y empezó a leer en voz alta, solo para despejarse. Las palabras llenaron el cuarto. Y, por primera vez, se escuchó de verdad. No era solo leer. Era algo más. Algo suyo.

Un par de días después, hurgando en el bolso, encontró la tarjeta. La miró un rato, dudando. Al final, con el corazón en la garganta, marcó el número. Cuando alguien atendió, dijo, con esa voz suya que no buscaba llamar la atención y sin embargo lo hacía:

—Hola, soy Belén. Creo que… me gustaría probar.

Y justo entonces, por un instante, la ciudad pareció quedarse en silencio. Como si Madrid se detuviera un segundo. 

Solo para escucharla.


02 enero 2025

Volveremos a jugar

Cuando éramos jóvenes, durante las infinitas noches de verano nos bastaba una moneda y unos vasos para crear un mundo entero. El juego era simple: hacíamos rebotar la moneda en la mesa, intentando que cayera en alguno de los vasos dispuestos en forma de pirámide. Si lo lograbas, dictabas el destino de los demás: un vaso, tres, o quizás ninguno.

No era el juego en sí lo importante, aunque nos hacía reír a carcajadas. Era el momento: la complicidad, las bromas, el sabernos juntos en esa pequeña burbuja de juventud. No lo sabíamos entonces, pero el durito era más que un pasatiempo; era un puente que nos unía.

Hace poco me llegó una noticia que me desarmó. Bárbara, una de esas amigas de veranos, risas y complicidades, estaba gravemente enferma. La idea de reunirnos para recordarla, para despedirnos, surgió de inmediato. Y, claro, pensamos en el durito, en recuperar esa magia sencilla que nos definió.

Pero luego, con el corazón apretado, entendí que no podría ser. Que aunque volviéramos a reír y abrazarnos, habría una sombra inevitable en cada mirada, en cada gesto. Porque habría una última moneda lanzada, una última carcajada, un último abrazo. Y todos sabríamos que sería el último.

La vida se nos escapa entre los dedos, como el agua o la arena. Pero prefiero quedarme con el sonido de las carcajadas auténticas, con el eco de nuestra felicidad, de nuestra infinita amistad de juventud, antes que con las miradas de una despedida definitiva.

Prefiero que el último recuerdo sea de vida, no de pérdida.

Gracias por tanto, Bárbara.

Volveremos a jugar.




06 diciembre 2024

Cosas que un catarro, dos gatos y el teletrabajo pueden enseñarte sobre la iluminación

Esta semana he alcanzado un nuevo estado de iluminación. No, no es que haya entendido el sentido de la vida ni descubierto cómo hacer desaparecer los correos de trabajo pendientes. Es una iluminación muy específica, esa que llega cuando estás acatarrado, teletrabajando y compartiendo espacio vital con dos gatos cuya única misión parece ser recordarte que, en su mundo, tú eres un subordinado con acceso a comida y mantas. Los presento:

Primero está el Sr. Coco, una bestia de proporciones casi mitológicas. Es del tamaño de un pequeño oso y tiene la sutileza de un elefante en una cristalería. Durante una importante videollamada, Coco decidió que el ratón de mi ordenador era una amenaza existencial y se lanzó contra él con toda su corpulencia. El resultado fue la desconexión inmediata de la reunión, un momento de pánico absoluto y la revelación de que quizá Coco no destruye mi trabajo: lo redefine. Él es un activista contra la productividad, un filósofo del caos, un artista abstracto que utiliza mi vida como lienzo.

Por otro lado, está la Sra. Luna, la otra cara de esta moneda peluda. Pequeña, delicada y profundamente cariñosa, parece haber nacido con el único propósito de consolar almas atormentadas. 

En cada reunión, mientras yo me debatía entre la fatiga y la desesperación, Luna siempre decidia acurrucarse en mi regazo, ronroneando con tanta intensidad que, por un instante, olvidaba todo lo que tengo pendiente. Luna no ofrece soluciones; ofrece amor incondicional y, no menos importante, la imposibilidad de levantarte a hacer pis porque, claro, no puedes molestar a la reina. Eres su trono, y ella es una monarca justa, pero inflexible.

Y luego está mi otro amigo, el café, fiel compañero en esta travesía. Porque, si ya es tu combustible habitual, en un catarro se convierte en tu sistema operativo. Cada sorbo es una promesa de que esta vez sí vas a encontrar las fuerzas para abrir ese archivo de Excel que lleva días mirándote desde el escritorio. ¿Resultado? Más café, menos Excel y un debate interno sobre si es ético mentirle a tu jefe diciendo “mi conexión está fallando” cuando en realidad lo que está fallando eres tú.

Porque el café no es solo cafeína; es una conexión directa con algo superior. Cada sorbo me susurra: "Tú puedes con esto", aunque lo único que realmente consigo es observar mi pantalla con la mente en blanco mientras finjo comprender la conversación en la que todos parecen hablar en clave. Sin café, el caos; con café, el caos con sabor.

El teletrabajo, en este contexto, se convierte en un arte de supervivencia. Mientras Coco rediseña mi espacio de trabajo derribando metódicamente todos los objetos de mi escritorio, yo me especializo en el uso de frases como: "Esto merece una vuelta más" o "Dejémoslo en stand-by", que básicamente significa: “Por favor, hablemos de esto otro día cuando no me esté hundiendo en este torbellino de tareas y café.”

Cuando todo se calma, cuando los gatos se quedan dormidos y el café se enfría, llega la gran revelación. Te das cuenta de que el catarro no es una desgracia, es una pausa cósmica. Es el universo diciéndote: "Baja el ritmo, inútil. Nada de esto es tan importante". Claro, el universo tiene un sentido del humor peculiar, porque mientras tú filosofas sobre esto, Coco probablemente está destruyendo algo valioso y Luna te observa con la mirada de quien sabe que todo está bajo su control, incluido tú.

¿La conclusión? La iluminación no está en las grandes epifanías*, sino en aceptar la ridiculez del día a día. Está en comprender que la productividad es un mito para hiperventilados, que los gatos son los verdaderos dueños de la casa, y que el café es el pegamento que lo mantiene todo junto. 

Si un catarro te puede enseñar algo, es que la vida no tiene por qué tener sentido, pero siempre será mejor si la compartes con dos maestros zen peludos que saben exactamente cuándo intervenir para recordarte que el verdadero talento está en no tomarte nada demasiado en serio.

* - Epifanía = "¡Ajá!". Un chispazo de entendimiento.


09 julio 2024

Mayéutica

Hace años tuve un profesor excepcional, tanto por sus conocimientos como por la habilidad para transmitirlos. Practicaba un método antiguo de enseñanza conocido como mayéutica.

Trataré de explicarlo. En su primera acepción, la mayéutica es el arte de las matronas y los tocólogos. Sin embargo, y sobre todo, la mayéutica es el método que Sócrates utilizaba para enseñar a sus discípulos, basado en la dialéctica entre maestro y alumnos para alcanzar la comprensión de nuevos conceptos. La vigencia del método socrático permanece intacta más de 2400 años después de su muerte.

La mayéutica se basa en el diálogo para alcanzar el conocimiento, partiendo de la idea de que la verdad reside en el interior de cada individuo y solo necesita ser revelada mediante preguntas adecuadas. Así como una matrona ayuda en el parto, aunque es la madre quien da a luz, el profesor ayuda al alumno a descubrir su propia verdad a través del diálogo.

El alumno no es un simple receptor de información; no se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar. Enseñar es lograr que otros aprendan: el maestro no debe impartir clases ni transmitir conocimientos desde un enfoque dogmático, sino convertir a cada alumno en el protagonista de su propia formación. De este modo, el conocimiento se vuelve mucho más conceptual, global y riguroso, integrándose de forma indeleble en el intelecto del alumno.

Por eso disfruté tanto aprendiendo de Don Gustavo. Y de mi psicóloga, que me saca las penas a tirones para que pueda verlas.

22 mayo 2024

Mensaje en una botella

Hoy toca mezclar sentimientos y música. Siento muchas cosas, a veces muy intensamente, y tonto de mí, pienso que si no sé gestionarlas y me duelen, soy único. En estos momentos, me viene a la cabeza una deliciosa canción de The Police llamada "Message in a Bottle".

La canción trata sobre la soledad y el aislamiento, contando la historia de un náufrago que lleva un año perdido en el mar. En su desesperación, escribe una nota en una botella y la lanza al océano como un SOS, esperando ser rescatado. Día tras día, su esperanza se va desvaneciendo al no recibir respuesta, y la desolación crece.

A medida que avanza el tiempo, el hombre espera ansiosamente una respuesta. Su soledad se intensifica, y la desolación de no recibir ninguna señal es palpable. Pero justo cuando la desesperación parece inevitable, un giro inesperado cambia el tono de la historia: millones de botellas llegan a la orilla de su isla, todas con mensajes de personas que se sienten igual de solas.

Este momento es profundamente conmovedor. Nos muestra que, aunque a menudo nos sentimos aislados en nuestras experiencias y emociones, no estamos solos. En realidad, muchos comparten nuestras luchas y anhelos. La llegada de esas botellas simboliza la conexión humana, la empatía y el reconocimiento de que, en nuestra soledad, formamos parte de una comunidad más grande.

Enviar un mensaje al mundo, aunque parezca en vano, puede ser el primer paso hacia la conexión que tanto anhelamos. La esperanza y la persistencia pueden conducirnos a descubrir que, incluso en nuestros momentos más oscuros, hay otros que entienden y comparten nuestro dolor. Cada mensaje que enviamos es una prueba de que no estamos solos en nuestras luchas. Porque cada botella lanzada al mar lleva consigo un rayo de esperanza.

Espero que todos nuestros mensajes, tarde o temprano, lleguen a su destino.

P.D. - Para mi compañera Cris. Tu botella llegará a su destino, no lo dudes.

24 septiembre 2021

Donde la dignidad comienza

Hoy la curiosidad me ha llevado a un texto que me ha emocionado. Y hostia, me ha gustado tanto que quiero compartirlo con vosotros. 

Todo comienza en una pintura de Banksy, que dejo al final del texto para no anticipar la lectura. El dibujo, con la habitual genialidad del grafitero, representa un extracto del diario del teniente coronel Mervin Willett Gonin, uno de los soldados británicos que liberó el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945.

El diario nos cuenta: "Me es imposible describir de forma adecuada el Campo de Horror en el que mis hombres y yo pasamos el siguiente mes de nuestras vidas. No era más que un páramo, tan pelado como un gallinero. 

Los cadáveres estaban por todas partes, algunos en gigantescas pilas, otros yacían solos o en parejas allí donde hubieran caído. Nos llevó un tiempo acostumbrarnos a ver cómo hombres, mujeres y niños se desplomaban al pasar junto a ellos y contenernos para no acudir en su ayuda. Pero no era fácil ver a un niño asfixiarse hasta morir; se veía a mujeres ahogándose en su propio vómito por estar demasiado débiles para darse la vuelta, y a hombres comiendo gusanos mientras agarraban un trozo de pan simplemente porque habían tenido que comer gusanos para sobrevivir y ahora apenas veían la diferencia".

Fue poco después de la llegada de la Cruz Roja Británica, aunque quizá no tuvo ninguna conexión, que también llegaron una gran cantidad de lápices de labios. Eso no era lo que nosotros queríamos, estábamos pidiendo a gritos cientos y miles de otras cosas, y yo no sabía quién había podido pedir esos pintalabios. 

Ojalá lo supiera, porque fue la acción de un genio, pura y simplemente brillante. Creo que nada hizo más por esos internos que los lápices de labios. Las mujeres se tendían en la cama sin sábanas y sin camisón, pero con los labios rojo escarlata, las veías vagando por ahí sin nada más que una manta sobre los hombros, pero con labios rojo escarlata. 

Vi a una mujer muerta sobre la mesa post mortem que tenía agarrado en su mano un trocito de pintalabios. Al fin alguien había hecho algo por convertirlos en personas de nuevo, ellos eran alguien, no un mero número tatuado en el brazo. 

Al fin podían volver a interesarse por su aspecto. Esos pintalabios empezaron a devolverles su humanidad.”

Qué terrible y qué bonito a un tiempo.




19 octubre 2020

Certezas sin Alcohol

“Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa.”  
Jacinto Benavente


Siempre me ha gustado la cerveza. Y en otro tiempo también las copas, qué cojones.  Al fin y al cabo, por algo los griegos acudían a la melopea para estar más cerca de Dios. El alcohol es refugio, y también cárcel.

Acodarse en una barra y tomar algo es como quitar las capas de cebolla que envuelven una personalidad retraída.

Porque en ese núcleo interno hay muchas cosas entrelazadas que influyen en tu bienestar. Mucho. Tristezas que empañan alegrías y viceversa. Colores sentimentales que se entremezclan formando tonos difusos.

Pero vamos, que es tomar unas cervezas y los colores parecen separarse. Puedo reír a carcajadas o llorar si toca, pero siempre de forma nítida y exclusiva para ese tema.

Mola esa seguridad. Y más aún porque tiendo a la alegría más que a la tristeza. Me da por sonreír y pensar lo bonito que es el mundo. Pero sobre todo alcanzo certezas que en situación normal no tendría: veo con claridad las decisiones a tomar o a descartar. 

Con los años noto que me voy desprendiendo de algunas de mis capas de cebolla. Soy menos reflexivo en muchos aspectos y mis sentimientos están más cerca de la piel que antes. Decido mejor y con menos carga de conciencia.

Por eso, porque voy pudiendo hacerlo, un día iré de bares con mis amigos y pediré una ronda de certezas sin alcohol. Tendré que explicar que no es algo que el camarero pueda servirme, sino una sensación, un bienestar del alma.

Un "algo" por dentro que reconforta.

Lo entenderán. Sin duda.


P.D. - Alguien dijo que no iba a beber en toda esta semana acaba de llegar a casa con cinco cervezas en su interior pero por respeto a su intimidad no os voy a decir quién soy.


25 abril 2020

La Tormenta

Fue culpa suya. Y sé que también estaba acojonada, pero fue ella quien me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el terror más absoluto que he sentido, te diré que fue ese, el que me transmitió sin siquiera darse cuenta.

No soy fan de las historias de terror. Las odio, me desvelan, me ponen nervioso. Pero esa noche piqué. Y aunque ahora me parezca una tontería, desde entonces no puedo dejar de buscar marcas en todas partes.

Estábamos en su salón, ya tarde, hablando en voz baja. Ella me miraba fijamente, y sus ojos tenían un brillo inquietante.

—Te voy a contar lo que pasó el fin de semana en que alquilamos una casa rural —me dijo, sin un asomo de sonrisa—. Estaba tan emocionada que me escapé del trabajo. Fue un viaje largo, caminos que parecían interminables, pero al final llegué. Una casa enorme en medio de un páramo. Vieja, oscura, como sacada de otro tiempo. Era la primera en llegar, así que aparqué junto a la puerta.

El frío era increíble. Todo estaba escarchado, y mis pasos crujían en el silencio. Apenas había luz, una de esas horas en las que las sombras parecen haberse desvanecido. Frente al portón de madera busqué la llave y la giré, pero la puerta no cedía. Fue como si algo la empujara desde dentro. Al final tuve que golpearla con el hombro para abrirla. La oscuridad de dentro me envolvió. Tardé un rato en ver algo. Distinguí una escalera que subía al piso de arriba y un par de puertas a los lados. Todo estaba muerto, sin electricidad. Usé el mechero para encontrar el cuadro eléctrico y, cuando la luz por fin se encendió, me encontré sola en un corredor largo e inquietante.

Recorrí las habitaciones, casi todas vacías, pero con rastros de lo que alguna vez había sido una casa habitada: muebles antiguos, un reloj detenido, espejos cubiertos de polvo. Me quedé en la planta baja, en una sala con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Era tan silencioso que parecía estar en otro mundo. Ni tráfico, ni pájaros. Nada. Un silencio tan profundo que dolía.

Y entonces, justo cuando pensaba que al menos podría descansar, vi algo. Una sombra, tal vez, o eso pensé. Pero fue el comienzo.

Mientras dejaba mi equipaje, escuché un trueno lejano. Miré por el ventanal y vi cómo una tormenta avanzaba en el horizonte, iluminando nubes negras que venían hacia mí. Primero la lluvia, después el granizo, y, poco después, un mensaje en mi móvil: mis amigos, por el mal tiempo, habían aplazado el viaje hasta el día siguiente.

—Hasta aquí, ¿a que parece una peli de miedo? —comentó ella, casi con una sonrisa nerviosa—. No soy miedosa, pero no te voy a mentir. Aquello me tenía acojonada.

El temporal se volvió una tormenta interminable. Encendí la chimenea y me tumbé en el sofá, intentando no pensar. El calor del fuego y el cansancio me vencieron y caí dormida. Hasta que un ruido me despertó. El silencio era absoluto, como si algo hubiese devorado el sonido de la tormenta. Y entonces los oí. Pasos. En el pasillo. La piel se me erizó al instante. Alguien bajaba la escalera. Pisadas lentas, firmes, sin ocultarse.

Cerré el pestillo justo cuando el pomo comenzó a girar. Sentí un frío que calaba hasta los huesos. Podía ver mi aliento, aunque el fuego seguía encendido. Y luego, susurros, llantos, detrás de la puerta. Algo arañaba la madera. Una noche interminable, sentada junto a la puerta, con el pomo girando una y otra vez, y cada vez que paraba, un nuevo rasguño, como si estuvieran escribiendo algo.

Al amanecer, el frío desapareció de golpe. Afuera, el sol brillaba, y el páramo parecía inmutable, como si nada hubiera ocurrido. Incluso mi teléfono había recuperado la señal. Me convencí de que solo había sido una pesadilla. Pero entonces, me fijé en la puerta y vi las marcas. Arañazos formando una letra. Mi inicial, tachada, una y otra vez.

Horas después llegaron mis amigos, y no dije nada. ¿Qué les iba a decir? Aquello no tenía sentido. Solo me limité a fingir que la casa había sido ruidosa. Pero la verdad era que algo seguía ahí, algo que sentía cada vez que me acercaba al pasillo.

Esa noche no pasó nada. Todo transcurrió con normalidad, o eso pensé.

Semanas después, empecé a notar cosas. Cada vez que me quedaba sola, sentía que el ambiente se enfriaba de repente y escuchaba susurros. Y volví a ver el símbolo. Lo he encontrado en el polvo de los muebles, en el cristal de la ventana de mi coche, incluso en el espejo empañado del baño de un avión en pleno vuelo. Demasiados sitios como para ser una coincidencia.

Te cuento esto porque hoy, justo esta tarde, lo he vuelto a ver. Sé que suena a broma pesada, pero nunca le he contado a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

—Me has puesto la carne de gallina —le dije, mirándola a los ojos, tratando de ocultar el miedo en mi voz.

Ella me miró un segundo, en silencio, y después susurró, como si temiera decirlo en voz alta:

—No te he contado toda la verdad.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Qué? —pregunté, aunque mi voz salió apenas como un murmullo.

Respiró hondo y señaló la ventana.

—Mira ahí.

Me giré y vi el símbolo en la condensación del cristal, aún goteando, como si alguien lo hubiera trazado hacía apenas unos segundos. Sentí el impulso de apartarme, pero algo me detuvo. En el reflejo del cristal, vi una figura detrás de mí. Me giré en un segundo, con el corazón a mil, pero no había nadie.

Miré de nuevo el cristal. El símbolo seguía ahí, aún marcado, aún húmedo.

—¿Qué está pasando? —pregunté, sin aliento, el miedo ahora clavado en el pecho.

Ella me observó con un rostro pálido y sombrío.

—Desde esa noche, ese símbolo no ha dejado de aparecer. Lo veo en todos lados. Pensé que solo era una pesadilla, pero… se repite. En la casa, en mi coche, en lugares donde nadie podría saberlo… —se calló, como si apenas pudiera continuar—. Hasta hoy nunca se lo había contado a nadie. Pero parece que al decirlo… —hizo una pausa, mordiéndose el labio, y luego me miró directamente—. Parece que ahora también está contigo.

El aire se volvió helado, y en el pasillo escuché algo. Un susurro, lejano, pero cada vez más cerca. Di un paso atrás, y entonces, en el cristal, apareció un segundo símbolo, como si una mano invisible lo estuviera trazando.

Mi inicial. Tachada.

—No —musité, pero el susurro se volvió un llanto, y el pomo de la puerta comenzó a moverse.

Comprendí. El miedo, ahora, era mío.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.

07 agosto 2019

La tele

Estoy de Rodríguez. Echo de menos a mi hija, pero a modo de compensación disfruto de pequeños placeres  como ver la tele.

Ayer por ejemplo, me escapé del curro a las 15.00 h, y a las 16.00 ya me encontraba frente a la tele con una birra fresquita en la mano. Armado con el mando a distancia me puse a recorrer canales. Aluciné. La televisión parecía un coto privado de mariquitas cotillas que se autodenominan periodistas. Cambié insistentemente de canal, siempre con el mismo resultado: maricas ignorantes pastoreando gentuza aún más analfabeta que ellos. Los programas no tenían tema definido, pero sí una mecánica similar: escarbar en vidas ajenas para despedazar al personaje, demostrando que la estupidez va de la mano de la ignorancia. Todos tenían razón y defendían su postura, fuese la que fuese, chillando como energúmenos.

No pude evitar acordarme de un documental que vi hace años. Un astrónomo afirmaba que las señales de radio y televisión, al viajar a la velocidad de la luz, serían con seguridad las primeras huellas que llegarán a una civilización marciana. Si por casualidad fuese nuestra tele, llegarían a la conclusión de que La Tierra está poblada por habitantes amanerados, vociferantes y poco leídos. Qué coño, sabrían que hay vida, pero la inteligencia estaría por demostrar.

Mi asombro creció al ver simultáneamente en varios canales a una tertuliana de una ignorancia sonrojante, demostrando una ubicuidad que para sí quisieran los políticos en campaña. Mira que ha pasado gente y gentuza por la tele, pero lo de ahora llega al esperpento. Cuanto más ignorante y brutal el tertuliano, mejor. En mi rato de televisión he visto como a esos “periodistas”, pagados como directivos de grandes empresas, se les fundían los plomos cuando les preguntaban por la capital de un país cualquiera.

Lo malo es que estos individuos -por llamarlos de alguna forma-, ya son un modelo cultural, un ejemplo de triunfo construido a base de hacer públicas las más secretas intimidades horizontales.
Si tuviese 20 años también me plantearía para qué cojones sirve estudiar si estos tíos, adinerados y fiesteros, lo último que han leído ha sido Blancanieves. Debían ir con una mano delante y otra detrás pero, a mi pesar, son los nuevos yuppies. Y no les culpo. El modelo existe porque encendemos la tele y elegimos un canal y un programa concreto. La culpa no es del canal, sino nuestra. No existe la televisión basura: existe el espectador basura.

Como consuelo, hay un remedio de fácil aplicación. Es de color rojo y se encuentra en la parte superior izquierda del mando a distancia. Podemos cambiar las cosas con sólo pulsarlo. 
Hagámoslo. Porque si vemos que hoy día cualquiera es periodista, por algo será. Apuesto que no llegará el día que todos seamos ingenieros.

20 julio 2019

Ser Feliz

Voy cumpliendo años con la extraña sensación de que la gente de mi edad es mayor que yo.
Me siento joven pero (y me suena que ya lo dije antes) el espejo es más testarudo que yo. También son testarudos los adultos que me llaman de usted, porque los niños lo hacen desde tiempo inmemorial. Y mientras voy recibiendo esa ducha fría de realidad veo como naufragan los restos de mis ilusiones de juventud contra la orilla de la realidad: no soy rico, no soy astronauta, ya no tengo padre… 

En el fondo la vida son unos pocos verbos separados por comas y muchas veces, escritos con mala letra. Porque la vida te va poniendo en tu sitio a bofetadas, sin delicadezas ni preavisos.

He llegado a una edad en la que empiezo a percibir la vida un poco desde arriba, como si mirase un juego de tablero. Veo que las casillas avanzan a toda velocidad. El tiempo pasa sin anunciar su prisa y avanza hacia una casilla con la palabra FIN en mayúsculas.

Pero seamos positivos, por favor. Como lección aprendida me quedo con que lo único que hay que hacer necesariamente en esta vida es morir. El resto es una elección. Está en nuestra mano hacer cosas grandes.
Seamos felices, coño. Seamos felices YA.

25 junio 2019

Educación y cultura

Prefiero tener educación a tener cultura, como prefiero ser listo antes que inteligente. 

Me explico: de poco sirve conocer la genealogía de los reyes Godos o las provincias de El Congo si no sabes comportarte razonablemente. Por eso me llama la atención la gente que ha tenido oportunidad de formarse pero no lo ha hecho, o mejor dicho, sólo ha adquirido conocimientos formados por listas de nombres. Por el lado contrario, admiro a la gente sin formación que es amable y sabe comportarse en cualquier sitio.

No sé qué pensaréis, pero creo que educación y cultura son términos muy distantes. Se puede tener una y no la otra, en ocasiones ninguna, y algunos afortunados -pocos- las dos a la vez. Son ejemplos casi de laboratorio, como fue José Luis Sampedro.

Vaya por su memoria.