En mi vida, las curvas no son aventura; son recordatorios de que soy un desastre con patas, un tipo que parece guay en fotos de perfil pero que en persona huele a fracaso agrio.
Todo se complicó con esa leyenda cutre de la Chica de la Curva. Esa milonga que te clavan los camioneros a medianoche para que no te duermas y acabes decorando un quitamiedos.
¿La conocéis? Es la tía esa que sale de la niebla en una curva chunga, con falda de los cincuenta y ojos que brillan como luces de neón. Te hace autostop, pero se mete en el asiento de atrás. Te mira con una sonrisa de anuncio de chicles, charláis de bobadas, y de pronto, mientras vas feliz pensando que has ligado, te larga con voz de tráiler de terror: "¿Ves esa curva? Ahí me maté yo".
Y ¡zas!: se volatiliza, dejando un ramo de flores marchitas en el asiento y un frío que te hiela hasta el alma.
"Es el fantasma de una chavala que se mató en un choque", cuentan. Yo, que soy un escéptico de manual —o eso me digo para no admitir que soy un cobarde—, siempre me reía por fuera.
Por dentro, pensaba: "Menos mal que a mí no me pasa, porque ya tengo suficiente con mi historial de rechazos que parecen guion de comedia negra".
Hasta que mi vida de ligón de saldo empezó a oler a ectoplasma, y lo entendí: mi "muerta de la curva" no es un espíritu; es mi espejo. En cuanto te conocen de verdad —cuando ven las grietas, el desorden, el tipo que ronca como un tractor y cuenta chistes que dan vergüenza ajena—, se van. Y yo me quedo solo, preguntándome por qué coño no sirvo para esto.
Era un viernes de esos que apestan a ginebra de bazar y a promesas que se deshinchan antes de empezar.
Yo, Manolo, emperador supremo de los chats de ligoteo que mueren vírgenes en "visto", había cazado al fin una cita que olía a gloria bendita.
Se llamaba Lorena, o eso decía su perfil: foto con filtro de atardecer que disimulaba sus ojeras, bio de "Amante de las curvas y las aventuras nocturnas". "Esta vez sí", me dije, con el estómago revuelto como si hubiera comido marisco caducado.
"No la cagues, idiota. No sueltes tus anécdotas de niño raro, no menciones que tu piso parece un museo del polvo acumulado". La cité en un garito de las afueras, uno de esos antros con neón que titila como mi confianza y música que te machaca el cráneo para que no pienses demasiado.
Llegué en mi Seat del 98, ese cacharro que tose como si me juzgara, y allí estaba ella, en la puerta, alta, morena, con un vestido rojo que me dejó la boca seca. Me miró y sonreí como un tonto, pensando: "Joder, ¿y si ve que soy un fraude? ¿Y si mi encanto dura lo que un globo en una fiesta de niños salvajes?".
—Ey, guapo, ¿vienes a sacarme de esta noche aburrida? —dijo, con una voz suave que me erizó la piel, pero que en mi cabeza sonaba a "prueba a ver si mientes bien".
—Sacarte, ligarte, lo que pinte. Sube, que esta noche la petamos —balbuceé, intentando sonar como un galán de serie mala y no como el inseguro que soy, con las manos sudadas y el cerebro gritándome "¡Corre, cobarde!".
Le abrí la puerta del copiloto con un gesto que pretendía ser chulo pero salió tieso como un maniquí, y ella pasó de largo con una risita que me dolió en el ego. Se coló en el asiento de atrás.
"Mejor para las piernas, que las tengo muy largas", murmuró, y yo me quedé ahí, pensando: "Genial, Manolo, ya la has cagado. Ahora parece que la secuestras".
Arrancamos. La carretera era un zigzag negro que me ponía los nervios como alambres de espino. Hablamos de todo: de los ex de cada uno, que eran unos cabrones —las mías, unas maestras en hacerme sentir invisible—, de planes locos como irnos a una playa con cócteles que no acaben en resaca emocional, y de cómo el sexo es como conducir en niebla, un lío impredecible.
Ella se reía, y yo aceleraba sin querer, pero por dentro era un torbellino: "¿Y si se da cuenta de que soy un bluf? ¿Y si mi risa falsa me delata? Dios, ¿por qué no soy normal, como los tíos que ligan sin sudar?".
Y entonces, la curva. La del demonio, con el asfalto resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, como si el cielo se burlara de mis miedos. Yo iba tenso, silbando una tontería para no soltarme del todo, cuando su voz brotó de atrás, fría como un mensaje de rechazo a las cuatro de la mañana.
—¿Ves esa curva, Manolo? Ahí me maté yo.
Me paró el corazón en seco. Frené como un novato, el Seat chilló como si se riera de mí, y me giré con el alma en un puño. El asiento de atrás: vacío, como mi confianza después de un "no gracias". Solo un ramo de flores marchitas rodando por el suelo y un olor a perfume que se evaporaba, dejándome con el regusto amargo de otra ilusión rota.
Paré en el arcén, bajo un farol que iluminaba una casa vieja con rejas torcidas y un jardín que parecía el caos de mi cabeza. Bajé temblando, el aire olía a tierra mojada y a jazmín rancio, como mis recuerdos de noches solas. Fui a la puerta entreabierta, y nada: solo una foto descolorida en la pared de una chavala con falda plisada, idéntica a Lorena, sonriendo como si dijera "Te lo dije, pringado".
Me reí al principio, una risa histérica que tapaba el pánico: "Es una broma, ¿verdad? Nadie desaparece así... solo yo desaparezco de las vidas de la gente". Pero el terror me caló cuando volví al coche y vi la nota en el volante: "La curva siempre gana. Nos vemos en la próxima, cuando te conozcan de verdad y vean el desastre".
Conduje de vuelta como un fantasma yo mismo, sudando y mascullando: "Otra más que se va. ¿Qué coño tengo de malo? ¿Soy tan patético que hasta los espíritus huyen?".
Al día siguiente, Tinder: su perfil borrado, como mis esperanzas. En el garito, nadie la recordaba, como si fuera invisible. Y en el periódico: "El fantasma de la Curva ataca en la ruta 57".
Un tipo estrellado, con una cruz y flores al lado. "Ese podría ser yo", pensé, "no en un choque, sino en la vida".
Desde entonces, cada ligue es un calvario de autodesprecio. Conozco a una tía en el gym, charlamos, coqueteamos —yo con el corazón en la boca, pensando "No sueltes la lengua, no reveles que eres un friki de series malas"—, y cuando llegamos al meollo, a ese punto donde ya no hay máscaras, ¡pum! Se va.
Porque me han conocido: han visto el inseguro que duda de cada palabra, el que se pone nervioso con un roce y que en la cama piensa "Ahora la cagas". Una vez, una rubia en un motel: se sentó atrás en el taxi, soltó lo de la curva y desapareció, dejando un pendiente y un olor a jazmín que me recordó mis fracasos. "Otra que ve mi verdad y huye", me dije, con el estómago hecho nudos.
Otra, una morena en mi piso: en pleno lío, me miró y murmuró "¿Ves esa curva en la sábana? Ahí me maté... o sea, ahí te conocí a ti, el rey de los perdedores", y se fundió en la pared, dejándome desnudo y solo, preguntándome si valgo para algo.
Y siempre, las flores marchitas, como un premio a mi ineptitud.
Ahora conduzco recto, evito curvas y perfiles que parezcan demasiado perfectos, porque sé que atraerán mi ruina. Porque mi Muerta de la Curva no es un fantasma: es mi inseguridad hecha mujer. Sube al coche con una ilusión falsa, te obliga a mirarte al espejo, y cuando ves el reflejo —el tipo que no se cree suficiente—, te deja tirado.
Y algunas noches, miro el retrovisor y la veo ahí. Sonriendo con lástima, esperando la curva donde me desnuden el alma otra vez.
Porque el amor, para un inseguro como yo, es solo un viaje corto. Un trayecto donde te conocen y piensan: "Mejor me bajo aquí".
O eso me repito, acurrucado en la cama, para no romperme del todo.
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