Mostrando entradas con la etiqueta Terrores cotidianos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Terrores cotidianos. Mostrar todas las entradas

04 diciembre 2025

El Peso del Vacío

Al principio lo atribuí a un fallo. Un bip agudo, un arco rojo barriendo la pequeña pantalla a la izquierda del volante. El radar trasero. Miré por el retrovisor: la calle de mi urbanización, a las tantas de la madrugada, estaba vacía. Silencio y farolas anaranjadas.

Eso fue hace meses. Ahora es una rutina. Solo ocurre con el coche parado, motor apagado o encendido, da igual, pero inmóvil. Los sensores delanteros y traseros se encienden solos, trazando ese arco de alarma, detectando un volumen. No una forma, me dijo el mecánico cuando se lo comenté, incrédulo.
—Estos radares miden masa, espacio ocupado. No distinguen si es un perro, un poste o una persona. Solo saben que hay algo.
Pero no había nada. Nada que yo pudiera ver.
Empecé a tomar nota mental. Ocurría en lugares dispares: frente al viejo cine abandonado, en el aparcamiento del trabajo a pleno sol, en la gasolinera. Siempre el mismo patrón: una detección que cruzaba de un lado a otro, como si alguien caminara con calma delante o detrás del vehículo. Un paseante invisible.
La obsesión se instaló. Dejaba el coche en punto muerto en lugares solitarios, esperando el bip. Era como pescar fantasmas. Mi mujer, Lorena, se preocupaba.
—Iván, esto te está afectando. Es un error de software.
—El taller lo ha reseteado dos veces. No hay errores.
—Pues entonces es tu cabeza.
Tal vez. Pero la pantalla no mentía. Aquel pulso de lo ausente tenía una persistencia física, electrónica, medible.
La noche del hallazgo estaba en el descampado junto a la antigua fábrica de harinas. Un lugar amplio, llano, perfecto. Aparqué de cara a la nave en ruinas, apagué las luces y esperé. 
El frío de febrero se colaba por las ventanillas, calando hasta los huesos. No tardó: bip-bip-bip. La alerta trasera se iluminó, mostrando un volumen denso y cercano, justo en el límite rojo. Luego, la delantera. Algo se movía alrededor del coche, trazando una circunferencia perfecta, una y otra vez. El ritmo era constante, pausado. Como una inspección.
Me forcé a quedarme quieto, a observar solo la pantalla. El arco rojo se desplazaba de izquierda a derecha… y luego, en el instante preciso en que alcanzaba el extremo, un segundo arco aparecía en el lado opuesto, como si un segundo cuerpo tomara el relevo. Era una coreografía. No era un solo transeúnte fantasma. Era un desfile.
Decidí hacer un experimento desesperado. Mientras los arcos bailaban en la pantalla, encendí el motor y, muy despacio, eché el coche hacia adelante unos veinte centímetros. Los arcos se desvanecieron al instante. El silencio electrónico fue absoluto. Apagué el motor de nuevo. Pasaron diez segundos de quietud total. 
Entonces, bip. Un arco rojo surgió justo delante del paragolpes, en el nuevo lugar que ahora ocupaba el coche. La cosa, lo que fuera, había recalculado su posición al instante y se había colocado delante de él de nuevo. No estaba detectando un rastro. Estaba interactuando con mi movimiento.
Con un nudo en la garganta, encendí la linterna del teléfono y apunté hacia la zona donde el sensor marcaba el volumen. No vi nada. Pero entonces, en el aire, noté algo. Una distorsión. Como el temblor del aire sobre el asfalto en un día de calor extremo, pero aquí, en el frío de la noche. Una zona donde la luz de la farola lejana parecía curvarse ligeramente, como si atravesara un vidrio grueso. Y esa distorsión tenía el tamaño aproximado de un hombre, y se movía. Se deslizaba lentamente, de un lado a otro, coincidiendo exactamente con el barrido del arco rojo en la pantalla.
El radar no captaba una huella. Captaba la presión. La deformación en el aire, en la luz, en la realidad misma, que esa masa invisible ejercía al pasar. No era un eco. Era la cosa en sí, moviéndose ahora, ocupando un espacio que mi ojo no podía registrar pero cuya presencia abultaba el mundo como un pie hundiéndose en la arena.
La distorsión se detuvo. Se quedó inmóvil, frente a mi puerta. En la pantalla, el arco rojo se mantenía fijo, parpadeante, señalando una colisión inminente. Sentí un frío que no era el de la noche. Sentí el peso de una mirada que venía de dentro de aquel temblor del aire.
Apagué la linterna. Con manos temblorosas, encendí el motor y puse primera. Al moverme, el arco rojo desapareció. En el retrovisor, bajo la luz de la luna, vi cómo la hierba alta del descampado se aplastaba en una larga y recta sucesión de huellas invisibles, alejándose, como si algo masivo y lento estuviera caminando hacia la carretera, dejando por fin de interesarse por mí.
Pero lo había visto. Y ahora lo sabía. Los radares no mentían. El mundo está lleno de estas presiones, de estas cosas que se hunden tanto en la realidad que dejan un bulto en el aire. Y lo único que las mantiene a raya es el movimiento. La falsa ilusión de que avanzamos. Porque cuando te detienes, cuando te quedas quieto, es cuando se acercan a inspeccionar. A medir el volumen que ocupas tú.
Y un día, quizás, su medición y la tuya coincidirán en la pantalla, y el bip sonará por primera vez para ti, no como alerta, sino como confirmación de que tú también estás al otro lado.

02 diciembre 2025

Subir colinas, bajar montañas

Pablo siempre había dicho que el amor a primera vista era un invento de las  películas. Hasta esa tarde de mayo en Malasaña. 

El aire olía a tierra húmeda y a café recién hecho. En la terraza, entre el bullicio, estaba Lucía. La vio reír, llevándose la copa a los labios con una naturalidad que le paró el ritmo cardíaco. 

Cuando ella giró la cabeza y su mirada se cruzó con la de él, Pablo no sintió un chispazo, sino un vuelco seco, real, en las entrañas. Las palabras salieron solas, casi sin permiso:

—¿Te importa si me siento?

—Solo si prometes no aburrirme —respondió ella, y sonrió de esa forma que desarmaba, que lo dejó sin defensas.

Lo que siguió fueron los seis meses más altos de su vida. Lucía era luz pura: imprevisible, apasionada, capaz de convertir un martes cualquiera en aventura. Viajaron a Lisboa en tren nocturno, durmieron en la playa de Tarifa, hicieron el amor en el coche bajo la lluvia. Pablo tocó el cielo tantas veces que olvidó que existía el suelo. 

Se mudaron juntos, y cada mañana él despertaba pensando que aquello era demasiado bueno para ser real.

—Te quiero tanto que me da miedo —le dijo una noche, abrazándola por detrás mientras ella preparaba una infusión.

—No tengas miedo —susurró Lucía—. Esto es para siempre.

Pero el para siempre duró exactamente hasta un viernes de noviembre. Pablo llegó antes de tiempo del trabajo y la encontró llorando en el sofá, con la maleta hecha a sus pies.

—No puedo más —dijo ella sin mirarlo—. Me ahogo. Necesito respirar.

—¿Respirar? ¡Si hemos sido felices! —gritó él, sintiendo que el mundo se partía en dos.

—Precisamente por eso. Nunca había estado tan arriba, y ahora tengo vértigo. Lo nuestro es demasiado intenso, Pablo. Me quema.

Lucía se fue esa misma tarde. Cerró la puerta con suavidad, como quien cierra un libro que ya no quiere seguir leyendo

Y entonces llegó el infierno.

Antes de Lucía, Pablo conocía la soledad: pisos vacíos, cenas congeladas, fines de semana viendo series. Era un dolor sordo, manejable. Pero después de haber vivido en la cima, la caída fue brutal. 

El apartamento se le llenó de ausencia. Todo hablaba de ella. La mancha de agua bajo su cepillo de dientes. El vacío particular que dejaba su risa, ahora sustituido por un zumbido de silencio. Su cuerpo aprendió a reaccionar antes que su mente: el pecho se le oprimía al azar—al pasar por delante de ese bar, al escuchar los primeros acordes de aquella canción en la radio, al sorber el café solo, demasiado amargo de repente—.

Se hundió más bajo que nunca. Dejó de salir, perdió peso, lloraba en el metro sin importarle quién mirara. El amoratado de tanto apretar los puños. Porque ahora sabía lo que era volar, y el suelo le parecía más frío y duro que antes.

Una noche, tres meses después, Pablo estaba sentado en el suelo de la cocina vacía, rodeado de cajas de la mudanza que nunca llegaba a hacer, cuando sonó el timbre. Abrió la puerta sin fuerzas.

Era Lucía.

Tenía los ojos rojos, el pelo más corto, una expresión que él no reconoció.

—He venido a devolverte las llaves —dijo con voz temblorosa, tendiendo la mano con el llavero que aún llevaba el pequeño elefante de madera que él le había traído de Tánger.

Pablo no abrió la puerta del todo. Solo la entreabrió lo justo para que ella viera su cara demacrada, los ojos hundidos, la barba de varios días.

—¿Sabes qué es lo peor, Lucía? —dijo con voz ronca, casi un susurro—. Que durante estos tres meses he deseado morirme todos los días. Todos. Pero no me atreví porque pensaba que algún día volverías y quería que me vieras destrozado para que sintieras lo que hiciste.

Lucía palideció.

—Chist —la cortó él—. Ahora escucha la parte buena.

Sonrió. Una sonrisa que no era de loco ni de borracho, sino de alguien que ha cruzado un desierto y ha encontrado agua al otro lado.

—Anoche, por primera vez, dormí del tirón. Soñé que volvía a estar en la cima de una montaña, solo. Pero esta vez sabía cómo había llegado hasta ahí: porque antes había caído de aquella misma cima. Y desde el valle, desde el fondo mismo, miré hacia arriba y vi que la vista sin ti era… clara. Era paz. Y esa claridad fue la que me permitió, en el sueño, volver a ascender. Sin vértigo.

Lucía empezó a llorar en silencio.—Así que gracias —continuó Pablo—. Gracias por haberme llevado tan alto. Porque solo quien ha estado en el cielo sabe reconocer el infierno cuando lo pisa. Y yo ya lo reconozco. Ya no me engaña nadie.

Dio un paso atrás.

—Adiós, Lucía.

Cerró la puerta.

Del otro lado se oyó un golpe sordo: ella se había dejado caer al suelo, sollozando. Pablo apoyó la frente contra la madera un instante, respiró hondo y se apartó.

Se refugió en el salón, buscando espacio para respirar. Antes de que su cabeza le diera una vuelta más, abrió de golpe la ventana. El frío de diciembre le caló hasta los huesos, pero le devolvió a su cuerpo. 

Eso le dio el último empujón. Sacó el móvil, desbloqueó la pantalla y se quedó mirando el número. Lo había guardado tras el primer café, tras la primera promesa implícita que nunca se cumplió. Su pulgar flotó un segundo sobre la pantalla antes de caer. La llamada conectó. Al tercer tono, una voz femenina respondió:

—¿Hola? —respondió una voz de mujer al otro lado.

—Soy Pablo —dijo él, y su voz ya no temblaba—. Aquel del concierto de Vetusta Morla en la Riviera, el que se quedó sin entrada y acabó colándose contigo. ¿Te acuerdas?

Una risa suave.

—Claro que me acuerdo. Me debes una cerveza desde entonces.

—Tengo una botella entera de Albariño en la nevera y un ático vacío que ya no me duele —respondió Pablo—. ¿Vienes?

Silencio breve. Luego:—Dame veinte minutos.

Pablo colgó, miró la puerta cerrada donde Lucía seguía llorando al otro lado, y por primera vez en meses se rió de verdad.

Después abrió el armario, sacó una camisa limpia, se la puso y empezó a quitar las fotos de las paredes una a una.

El infierno había terminado.

Y esta vez, cuando volvió a subir, lo hizo despacio, sin prisa, sabiendo exactamente dónde ponía los pies.

20 octubre 2025

El número

Siempre he creído que la religión es el bálsamo más tierno para lo que nos desgarra por dentro: un mapa dibujado para navegar el caos que nos ahoga, una estructura frágil donde encajar los pedazos rotos de lo inexplicable. 

Pero el alma humana es insaciable en su búsqueda de sentido, y no todos nos arrodillamos ante altares. Algunos alzan la vista a las estrellas, buscando consuelo en su fuego distante. 

Yo... yo me refugio en los números. En su frialdad aparente, que a veces se quiebra y deja salir un latido.

Descubrí los números astrales hace años. La idea es simple: sumas cada dígito de tu fecha de nacimiento —día, mes y año— hasta reducirlo a un solo número.
Por ejemplo, si alguien nació el 28 de febrero de 1973: 

2+8+0+2+1+9+7+3=32; y ahora, 3+2=5.

Fácil, casi infantil. Pero también hipnótico.

Siempre supe que mi número era el 9.
Nací un 9 del 9, y mi número astral es el 9.
9 de septiembre de 1971: 

9+9+1+9+7+1=36; 3+6=9.

Triple nueve. Perfecta simetría.

Años después, cuando murió mi padre, el 3 de junio de 2016, volví a hacer el cálculo:

3+6+2+0+1+6=18; 1+8=9.

Otra vez el mismo número.
Podría haberlo tomado como una simple coincidencia, pero no pude evitar pensar que había un mensaje escondido en esa cifra que se repetía, obstinada, como si marcara los bordes invisibles de mi vida.
Me gusta pensar que se fue tranquilo, y que ese nueve fue su forma de decírmelo.

Pasaron los años, y el azar —si acaso existe— quiso que regresara a mi vida una mujer a la que había querido desde niño.
Su fecha de nacimiento: 3 de junio de 1971.

3+6+1+9+7+1=27; 2+7=9.

Su día y mes son los mismos del fallecimiento de mi padre.
Ambos 3 de junio, ambos 3+6=9.
Quise creer que era un regalo suyo, un guiño desde donde estuviera, como si me la enviara para recordarme que aún había luz.

Hoy trabajo en una empresa estatal. Llevo tres años. Falta poco para conseguir el puesto definitivo, pero para eso debo superar unos exámenes.
La fecha de la convocatoria me estremeció: 3 de junio de 2025.

Otra vez.

3+6+2+0+2+5=18; 1+8=9.

La misma fecha del cumpleaños de ella. La misma del adiós de mi padre.

Quiero pensar que es una señal buena. Que todo converge, que el nueve me protege, que mi padre me guía todavía.

Pero los números también tienen sombras.
A veces me pregunto si no me estoy engañando. Si ese triple nueve no es una bendición, sino una marca.


Un día, sin saber por qué, giré el papel.

El nueve, al invertirse, deja de ser nueve.


El versículo 13:18 del Apocalipsis dice:

"Aquí hay sabiduría. El que tenga entendimiento, que calcule el número de la bestia, porque es número de un ser humano: seiscientos sesenta y seis."

¿Y ahora qué?

Porque durante años, creí que el nueve era un faro. Ahora dudo.

Mi nacimiento, mi padre y su muerte, ella, mi futuro... todos los hilos de mi vida convergen en esta fecha, pero no para unirme a un destino, sino para inmovilizarme ante lo que siempre temí: que no hay un designio, solo patrones que inventamos para no enloquecer. 

Y que el mayor de los engaños no es que el universo nos hable, sino que nosotros estemos tan desesperados por escuchar su silencio que le inventemos una voz.

01 octubre 2025

Mi Muerta de la Curva

Siempre he sido un pringado con las curvas. No las de la carretera, que me dan un vértigo que me hace sudar como un pollo en agosto, sino con las femeninas, esas que prometen un giro romántico y siempre acaban en derrape total. 

En mi vida, las curvas no son aventura; son recordatorios de que soy un desastre con patas, un tipo que parece guay en fotos de perfil pero que en persona huele a fracaso agrio. 

Todo se complicó con esa leyenda cutre de la Chica de la Curva. Esa milonga que te clavan los camioneros a medianoche para que no te duermas y acabes decorando un quitamiedos.

¿La conocéis? Es la tía esa que sale de la niebla en una curva chunga, con falda de los cincuenta y ojos que brillan como luces de neón. Te hace autostop, pero se mete en el asiento de atrás. Te mira con una sonrisa de anuncio de chicles, charláis de bobadas, y de pronto, mientras vas feliz pensando que has ligado, te larga con voz de tráiler de terror: "¿Ves esa curva? Ahí me maté yo". 

Y ¡zas!: se volatiliza, dejando un ramo de flores marchitas en el asiento y un frío que te hiela hasta el alma. 

"Es el fantasma de una chavala que se mató en un choque", cuentan. Yo, que soy un escéptico de manual —o eso me digo para no admitir que soy un cobarde—, siempre me reía por fuera. 

Por dentro, pensaba: "Menos mal que a mí no me pasa, porque ya tengo suficiente con mi historial de rechazos que parecen guion de comedia negra". 

Hasta que mi vida de ligón de saldo empezó a oler a ectoplasma, y lo entendí: mi "muerta de la curva" no es un espíritu; es mi espejo. En cuanto te conocen de verdad —cuando ven las grietas, el desorden, el tipo que ronca como un tractor y cuenta chistes que dan vergüenza ajena—, se van. Y yo me quedo solo, preguntándome por qué coño no sirvo para esto.

Era un viernes de esos que apestan a ginebra de bazar y a promesas que se deshinchan antes de empezar. 

Yo, Manolo, emperador supremo de los chats de ligoteo que mueren vírgenes en "visto", había cazado al fin una cita que olía a gloria bendita. 

Se llamaba Lorena, o eso decía su perfil: foto con filtro de atardecer que disimulaba sus ojeras, bio de "Amante de las curvas y las aventuras nocturnas". "Esta vez sí", me dije, con el estómago revuelto como si hubiera comido marisco caducado. 

"No la cagues, idiota. No sueltes tus anécdotas de niño raro, no menciones que tu piso parece un museo del polvo acumulado". La cité en un garito de las afueras, uno de esos antros con neón que titila como mi confianza y música que te machaca el cráneo para que no pienses demasiado. 

Llegué en mi Seat del 98, ese cacharro que tose como si me juzgara, y allí estaba ella, en la puerta, alta, morena, con un vestido rojo que me dejó la boca seca. Me miró y sonreí como un tonto, pensando: "Joder, ¿y si ve que soy un fraude? ¿Y si mi encanto dura lo que un globo en una fiesta de niños salvajes?".

—Ey, guapo, ¿vienes a sacarme de esta noche aburrida? —dijo, con una voz suave que me erizó la piel, pero que en mi cabeza sonaba a "prueba a ver si mientes bien".

—Sacarte, ligarte, lo que pinte. Sube, que esta noche la petamos —balbuceé, intentando sonar como un galán de serie mala y no como el inseguro que soy, con las manos sudadas y el cerebro gritándome "¡Corre, cobarde!".

Le abrí la puerta del copiloto con un gesto que pretendía ser chulo pero salió tieso como un maniquí, y ella pasó de largo con una risita que me dolió en el ego. Se coló en el asiento de atrás. 

"Mejor para las piernas, que las tengo muy largas", murmuró, y yo me quedé ahí, pensando: "Genial, Manolo, ya la has cagado. Ahora parece que la secuestras". 

Arrancamos. La carretera era un zigzag negro que me ponía los nervios como alambres de espino. Hablamos de todo: de los ex de cada uno, que eran unos cabrones —las mías, unas maestras en hacerme sentir invisible—, de planes locos como irnos a una playa con cócteles que no acaben en resaca emocional, y de cómo el sexo es como conducir en niebla, un lío impredecible. 

Ella se reía, y yo aceleraba sin querer, pero por dentro era un torbellino: "¿Y si se da cuenta de que soy un bluf? ¿Y si mi risa falsa me delata? Dios, ¿por qué no soy normal, como los tíos que ligan sin sudar?".

Y entonces, la curva. La del demonio, con el asfalto resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, como si el cielo se burlara de mis miedos. Yo iba tenso, silbando una tontería para no soltarme del todo, cuando su voz brotó de atrás, fría como un mensaje de rechazo a las cuatro de la mañana.

—¿Ves esa curva, Manolo? Ahí me maté yo.

Me paró el corazón en seco. Frené como un novato, el Seat chilló como si se riera de mí, y me giré con el alma en un puño. El asiento de atrás: vacío, como mi confianza después de un "no gracias". Solo un ramo de flores marchitas rodando por el suelo y un olor a perfume que se evaporaba, dejándome con el regusto amargo de otra ilusión rota. 

Paré en el arcén, bajo un farol que iluminaba una casa vieja con rejas torcidas y un jardín que parecía el caos de mi cabeza. Bajé temblando, el aire olía a tierra mojada y a jazmín rancio, como mis recuerdos de noches solas. Fui a la puerta entreabierta, y nada: solo una foto descolorida en la pared de una chavala con falda plisada, idéntica a Lorena, sonriendo como si dijera "Te lo dije, pringado".

Me reí al principio, una risa histérica que tapaba el pánico: "Es una broma, ¿verdad? Nadie desaparece así... solo yo desaparezco de las vidas de la gente". Pero el terror me caló cuando volví al coche y vi la nota en el volante: "La curva siempre gana. Nos vemos en la próxima, cuando te conozcan de verdad y vean el desastre". 

Conduje de vuelta como un fantasma yo mismo, sudando y mascullando: "Otra más que se va. ¿Qué coño tengo de malo? ¿Soy tan patético que hasta los espíritus huyen?". 

Al día siguiente, Tinder: su perfil borrado, como mis esperanzas. En el garito, nadie la recordaba, como si fuera invisible. Y en el periódico: "El fantasma de la Curva ataca en la ruta 57". 

Un tipo estrellado, con una cruz y flores al lado. "Ese podría ser yo", pensé, "no en un choque, sino en la vida".

Desde entonces, cada ligue es un calvario de autodesprecio. Conozco a una tía en el gym, charlamos, coqueteamos —yo con el corazón en la boca, pensando "No sueltes la lengua, no reveles que eres un friki de series malas"—, y cuando llegamos al meollo, a ese punto donde ya no hay máscaras, ¡pum! Se va. 

Porque me han conocido: han visto el inseguro que duda de cada palabra, el que se pone nervioso con un roce y que en la cama piensa "Ahora la cagas". Una vez, una rubia en un motel: se sentó atrás en el taxi, soltó lo de la curva y desapareció, dejando un pendiente y un olor a jazmín que me recordó mis fracasos. "Otra que ve mi verdad y huye", me dije, con el estómago hecho nudos. 

Otra, una morena en mi piso: en pleno lío, me miró y murmuró "¿Ves esa curva en la sábana? Ahí me maté... o sea, ahí te conocí a ti, el rey de los perdedores", y se fundió en la pared, dejándome desnudo y solo, preguntándome si valgo para algo. 

Y siempre, las flores marchitas, como un premio a mi ineptitud.

Ahora conduzco recto, evito curvas y perfiles que parezcan demasiado perfectos, porque sé que atraerán mi ruina. Porque mi Muerta de la Curva no es un fantasma: es mi inseguridad hecha mujer. Sube al coche con una ilusión falsa, te obliga a mirarte al espejo, y cuando ves el reflejo —el tipo que no se cree suficiente—, te deja tirado.

Y algunas noches, miro el retrovisor y la veo ahí. Sonriendo con lástima, esperando la curva donde me desnuden el alma otra vez.

Porque el amor, para un inseguro como yo, es solo un viaje corto. Un trayecto donde te conocen y piensan: "Mejor me bajo aquí".

O eso me repito, acurrucado en la cama, para no romperme del todo.


10 agosto 2019

La crisis de los 40


Decía Víctor Hugo sobre el paso del tiempo: "El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes, es la oportunidad”.





Se acerca el otoño. Los días se acortan y he vuelto a cumplir años, tarea que empieza a resultar tediosa.

Creo que estoy envuelto en la crisis de los 40. Este verano he sentido un punto de inflexión tan salvaje que he escuchado nítidamente como me crujía el alma. Resulta que esto no aparece justo el día en que soplas 40 velas. Sucede cuando empiezas a analizar qué es lo has hecho hasta ahora y lo que te queda por hacer: básicamente lo que has hecho para ser feliz, completamente feliz. Y libre, completamente libre de horarios y espíritu.

Muchas veces pienso en el retiro y la jubilación como momentos para lograr la ansiada paz interior y el tiempo para nosotros y los demás que tanto necesitamos. Pero en otras ocasiones veo el ejemplo de otros que han hecho cosas distintas y los envidio: como ese compañero inadaptado que lo dejó todo -trabajo, amigos y casa- para irse a vivir a un cortijo junto al mar. Y allí sigue, dedicado a la pesca y a sus olivos. Feliz. Más joven que cuando se fue.

Y cuando entro en esa espiral de dudas acabo recordando algo que me sucedía cuando iba a trabajar en coche. Todas las mañanas, mientras amanecía, atravesaba un puente sobre un tráfico denso. Y veía en el horizonte un evocador cielo sonrosado.  Y pensaba en pasarme el desvío que iba a mi oficina y coger el siguiente, el que lleva a las montañas y al mar... Pero nunca lo hice. 
Ahora, mayor ya,  me pregunto si debería haberlo hecho. O mejor, si debo hacerlo.

Porque la vida es ahora.  Y siento que hay dos tipos de cansancio: uno es la extrema necesidad de dormir, y el otro es la extrema necesidad de paz. Estoy en el segundo tipo.
Quizá le doy demasiadas vueltas a las manchas de humedad de la memoria y olvido la base, que la vida es (justo) ahora.