Sacó un sobre amarillento del bolsillo. Dentro, la carta que había escrito dos décadas atrás: “María, te espero en la estación. El último tren es a las diez.” La escribió la noche antes de marcharse, convencido de que debían darse una oportunidad. Pero al amanecer, el miedo fue más fuerte. No la envió. No tuvo el valor de quedarse. Subió al tren sin mirar atrás.
El reloj de la estación marcó las diez menos cinco. Carlos se preparaba para marcharse, resignado.
—Siempre llego tarde.
Se giró y allí estaba ella, de pie junto al embarcadero, con el pelo más canoso pero la misma mirada luminosa.
El tiempo pareció detenerse.
—¿Cómo supiste que vendría? —preguntó él, sintiendo el pecho oprimido.
María sonrió y sacó algo de su bolso: otro sobre amarillento.
—Porque hace veinte años también escribí una carta… pero nunca la envié.
Carlos la miró, incrédulo. Durante dos décadas, habían esperado un gesto que nunca llegó. Rió con tristeza y alivio.
Ella extendió la mano.
—Si nos damos prisa, aún podemos alcanzarlo.
Él la tomó, y juntos caminaron hacia la estación. Cuando el último tren partió, lo hizo con ellos a bordo.
El futuro, por fin, les esperaba.