sábado, 22 de junio de 2019

Treinta y todos


Ya no me gusta poner la edad que tengo. Piso tanto la raya de los 40, que mañana cruzaré al otro lado. Una frontera tan jodida que prefiero hablar de treinta y todos, un eufemismo más, pero que me mantiene un poco más en la treintena.

Soy tan bobo que me agarro como puedo a los restos de mi juventud, como si pudiese estirarla. Lo intento a base de deporte, un poco de dieta y la negación de lo que me susurra el espejo. Aún así el reloj es más persistente que yo.
No queda otra que adaptarse. Lo hago paso a paso: he empezado por reconciliarme con la báscula, que parecía dirigir una conjura contra mi autoestima. La he declarado inocente, no es culpa suya. También he hecho las paces con el puto espejo, que me martiriza mostrándome carnes fláccidas y un pelo blanco extrañamente parecido al de una rata. Aún así, no me preocupan las canas de la cabeza –que en un momento dado pueden quedar hasta elegantes- sino las de los cojones. No quiero tener canas en los huevos. Paso de teñirme las pelotas.

Creo que cumplir años es una segunda pubertad. Cuando tenía veinte años era un saco de hormonas revolucionadas. Ahora, a mis cuarenta tacos, vivo con la permanente sensación de tener algo pendiente, sin saber muy bien qué. Es como si el cuerpo -por si acaso- te pidiese ir resolviendo asuntos.

Otra sensación de la madurez es notar que la vida ya no es un constante desarrollo, sino que empieza a contraerse. Pierdes ilusiones, pierdes familiares, los fracasos se consolidan. Y aunque todavía no noto la muerte aporreando la puerta, comienzo a  intuirla al final del pasillo.

Lo bueno, que también existe, es la serena estabilidad que produce la experiencia. Disfruto de mi hija como no lo haría con otra edad. Entiendo lo efímero de sus besos y los recibo como verdaderos tesoros. Estoy enfermo de amor.

Así que, como ya he plantado un árbol, tenido una hija y escribo un blog, me voy preparando para volver a ver a mi abuelo. Porque cada día queda menos para que volvamos a vernos.

Pese a todo, hay días en los que me pregunto qué edad tendría si no supiese qué edad tengo. Porque no dejamos de jugar cuando nos hacemos viejos. Nos hacemos viejos cuando dejamos de jugar. Y me apetece seguir jugando.