19 diciembre 2025

Apocalipsis Cuñao: Expediente Área 51

Después del jaleo del edificio Nakatomi, Manolo decidió que no podía dejar a los americanos solos con sus infraestructuras; según él, aquello era todo "de mírame y no me toques". Se quedó haciendo ñapas por los barrios ricos de California y, por supuesto, no tardó en llamar al Vader para que se incorporara al tajo. El Lord Sith, que ya era su empleado fijo desde que le hizo el presupuesto de la Estrella de la Muerte, se presentó en el motel mientras Manolo veía los toros en un canal pirata internacional, rascándose la barriga y dándole tientos a un carajillo de bourbon. 

Vader apareció con el casco recién abrillantado (con Pronto, por consejo de Manolo) y el mono de trabajo azul de "Reformas Manolo" embutido por encima de la armadura, que le tiraba de la sisa de mala manera.

 —¡Vader, fiera, pilla el capazo y vente, que aquí no saben ni apretar un tornillo de estrella! —le soltó Manolo mientras terminaba el Farias—. Que estos americanos tienen mucha tecnología, pero les pones delante una cisterna que gotea y se ponen a llamar al 911. ¡Espabila, machote! La estética de Vader era un problema para el negocio. Cada vez que llegaban a un chalé de Malibú para alicatar un baño, las dueñas se ponían a gritar pensando que era una invasión de una secta. 

—Excuse me... is he... a robot? —preguntaba la clienta, blanca como la cal. 

—¡Qué va a ser un robot, señora! ¡Si este come más que un regimiento de la Guardia Civil! —respondía Manolo con el palillo bailando en la boca—. Es que es muy suyo con la ropa, tiene el cutis sensible, pero me carga los sacos de cemento de dos en dos moviendo la manita. ¡Vader! ¡Deja de mirar a la señora y dale a la mezcla, que te pones a respirar fuerte y me secas el cemento antes de tiempo con el aire caliente ese que echas! 

—Pshhh-kooo... Como desees, maestro Manolo... —respondía Vader, humillado, mientras usaba la Fuerza para batir el yeso. 

Manolo estaba tirado en Los Ángeles, sin pasaporte, ni inglés, ni vergüenza. Por suerte, su madre llamó desde Fuenlabrada a la Jessica, una sobrina segunda que se había ido a "las Américas" hacía cinco años tras casarse con Bill, un americano que trabajaba en algo de satélites y al que ella tenía más derecho que un huso a base de potajes y gritos. 

Justo cuando estaban terminando un porche, apareció el Cadillac Eldorado rosa de la Jessica levantando una polvareda que casi tapa el sol. La sobrina se había cruzado medio país para recogerlo, porque "a un español no se le deja solo en un país donde no saben lo que es una fregona de las de verdad". 

—Manolo, deja el carajillo que nos vamos a Nevada —le dijo ajustándose las gafas de sol de espejo—. Mi Bill me ha dicho que en el Área 51 tienen a un marciano cabezón que no sabe ni limpiarse los mocos, y que tienen el hangar que da asco verlo. Y yo por ahí no paso, que para eso Bill se deja la vida en el Pentágono y yo pago mis taxes. ¡Venga, subid! 

El Cadillac atravesaba el desierto de Nevada bajo un sol de justicia. Manolo iba de copiloto con la mano fuera haciendo "la ola". 

En el asiento de atrás, Darth Vader iba encajonado entre una bolsa de naranjas y un juego de llaves de tubo de las gordas. 

—¡Vader, quita la capa del medio, que no veo por el retrovisor! —le regañó la Jessica—. ¡Y deja de hacer ese ruidito con el casco, que pareces una cafetera con el filtro sucio! 

—Pshhh-kooo... Como desees, Jessica... —respondió Vader, usando La Fuerza para doblar su capa con precisión milimétrica. 

—Te lo digo yo, Jessica —intervino Manolo—, que a este el aire del desierto le sienta fatal. ¡Vader! Estate atento, que vamos a entrar en un sitio de los tuyos, de naves y marcianos, a ver si aprendes algo de mecánica de verdad y no tanto "Lado Oscuro", que eso con una bombilla de 100 vatios y un buen fluorescente se soluciona. 

Llegaron a la puerta del Área 51. El sargento de guardia no tuvo ni tiempo de pedir el pase. La Jessica bajó la ventanilla y, con su spanglish de Fuenlabrada, le soltó una bronca sobre la falta de señalización que dejó al militar pidiendo perdón por existir. 

—¡Listen to me, mister! ¡Que traigo aquí a los técnicos! ¡Que tenéis el hangar que parece un nido de ratas! ¡Move the barrier, darling, que voy con prisa! 

Entraron hasta la cocina. En el centro del hangar había una nave plateada que los científicos americanos miraban como si fuera el Santo Grial. Manolo se bajó del coche y se llevó las manos a la cabeza. 

—¡Pero bueno! ¡Jessica, mira qué chapuza!

—Manolo señaló una junta de la nave—. ¡Vader, trae la caja de herramientas! ¡Mira esto! ¡Si han puesto los paneles con remaches de plástico! ¡Eso a la que pilles un bache en la estratosfera se te desarma el invento! 

Darth Vader bajó del Cadillac cargando una caja de herramientas de metal que pesaba ochenta kilos como si fuera un bolso de mano. 

—Maestro Manolo... los sensores indican que el núcleo de antimateria está inestable —dijo Vader con su voz cavernosa. 

—¿Sensores? ¿Antimateria? —Manolo soltó una carcajada—. ¡Eso es que le falta grasa de litio, hombre! ¡Vader, usa la mano esa tuya y levántame el ala izquierda de la "paellera", que voy a mirar debajo! ¡Pero quieto ahí! ¡No lo subas tanto, que me da el reflejo del sol en los ojos! 

Vader levantó la nave de tres toneladas con un dedo. Manolo se metió debajo, hurgó un poco, arrancó unos cables y salió con una costra negra en la mano. 

—¡Lo que yo decía! ¡Tenían un nido de avispas en el escape! En ese momento, un alienígena de cabeza enorme que flotaba sobre una camilla magnética abrió los ojos. Los científicos de la NASA estaban en éxtasis, pero Manolo le miró con desprecio. 

—¡Jessica, mira esto! ¡Si tienen al chaval en una pecera! ¡Diles que le abran la ventana, que se le va a quedar el aire viciado! 

El alienígena, sintiendo la presencia de una mente tan densa e impenetrable como la de Manolo, salió lentamente de la pecera y proyectó un mensaje mental: “EL EQUILIBRIO GALÁCTICO HA SIDO ROTO... EL NÚCLEO ESTÁ COLAPSANDO...” 

Manolo se rascó la barriga y miró al científico jefe. 

—¿Qué dice el "E.T." este? ¿Que tiene gases? Dile que eso es de comer rápido. Y de paso dile que ese núcleo de... ¿cómo ha dicho? ¿antimateria?... eso es lo que tenéis mal. Mira el tubo ese que sale de la máquina. ¡Si tiene una holgura que me cabe el dedo! Eso os está perdiendo compresión, hombre. 

Por eso mismo vino a verme el asmático este —señaló a Vader—, porque la Estrella de la Muerte le perdía aire por los conductos y quería que le hiciera un presupuesto sin IVA. "Manolo, que tengo una fuga térmica", me decía el pesado... 

El alíen seguía acercándose, intentando una conexión telepática superior. 

—¡Atrás, cabezón! —gritó Manolo. 

Manolo, que no aguantaba que nadie —fuera de Cuenca o de las Pléyades— le invadiera el espacio personal, infló el pecho. La cena de la noche anterior (frijoles con chorizo que la Jessica le había obligado a comer "para integrarse") decidió hacer su aparición. 

Soltó un eructo que fue como un tsunami de vapor de ajo, cerveza caliente y gases acumulados desde la Expo 92. 

Fue una onda expansiva tan densa que el aire del hangar se volvió visible y de un tono amarillento. El alienígena, diseñado para captar vibraciones cósmicas sutiles, recibió el impacto de pleno. Sus ojos se pusieron en blanco, sus rodillas de alambre flaquearon y cayó al suelo haciendo un ruido de plástico hueco. 

—Pshhh-kooo... Maestro... esa perturbación en la Fuerza... es... insoportable... —balbuceó Vader apoyándose en la caja de herramientas. 

—¡Bah! ¡Eso es salud, Vader! —dijo Manolo dándose una palmada en la barriga—. ¡Eso es que el cuerpo está funcionando a 220! Dile al marciano que se deje de telepatías y que aprenda a ventilar los hangares, que aquí no se puede ni respirar 

—¡Manolo! ¡Qué asco, por el amor de Dios, que eres un guarro! —gritó la Jessica, sacando un spray de «Vainilla y Flores»—. ¡Que has dejado al pobre marciano en coma! 

¡Vader, coge al cabezón por los pies y súbelo a la camilla, que me da una pena el pobre bicho ahí tirado en el suelo que está sin barrer! ¡Y carga la caja en el maletero, y no uses la Fuerza que me rallas el cuero del Cadillac! ¡Venga! 

Salieron de la base dejando al General Hammond llorando en una esquina y a Darth Vader intentando limpiar la rejilla de su casco con un pañuelo de papel que le había prestado la Jessica. 

—Te digo una cosa, Jessica —sentenció Manolo mientras el Cadillac enfilaba hacia Las Vegas—, mucho marciano y mucho científico, pero al final lo que manda es el producto nacional. ¡Vader! ¡Suelta el dial! Que como me pongas otra vez la musiquita esa de las trompetas, que parece que vamos a enterrar a un ministro, te bajo del coche en marcha. ¡Ponme algo del Fary, hombre! ¡Ponme "El Toro Guapo", que eso es música con fundamento y no tus cornetas de entierro!

Jungla de Cristal: Manolo en el Edificio Nakatomi

La Navidad en Los Ángeles es una pantomima comparada con la soledad gloriosa de un soltero en Pantallazul del Generalísimo. Manolo no había ido a California a buscar el amor; estaba allí porque la empresa matriz de Nakatomi buscaba "al mejor experto en calderas de gasoil del mundo" y él era el único que sabía purgar un radiador usando solo un clip y el sentido común. 

En ese momento, Manolo andaba metido en los túneles de ventilación del edificio, haciendo una de sus chapuzas habituales: ajustando una válvula oxidada con un poco de cinta adhesiva y un martillo, mientras se tomaba un bocata de morcilla y un trago de orujo de hierbas para pasar el rato.

—Mejor aquí que aguantando a mi cuñada en la cena, que siempre me pone los langostinos con hielo y eso es un crimen contra la salud pública —pensó Manolo mientras se rascaba la tripa bajo la camiseta de tirantes de color "blanco duda".

Hans Gruber, el terrorista más elegante de Europa, acababa de reventar las puertas del salón principal. Sus hombres, armados hasta los dientes, tomaron posiciones. Hans se ajustó la corbata, caminó hacia el centro del salón y, justo cuando abrió la boca para decir su primera frase épica y aterrorizar a los rehenes, el edificio entero vibró.

No fue un terremoto. No fue una explosión.

—¡¡¡BRRRRROOOOOUUUUUUAAAAAPPP!!!

El eructo, seco, cavernoso y con un vago aroma a morcilla de Pantallazul y orujo de hierbas, recorrió los conductos de ventilación con la fuerza de un Boeing 747. El sonido emergió por todas las rejillas de la planta 35 a la vez, creando un efecto envolvente que dejó a los terroristas paralizados, mientras el olor a embutido rancio y licor casero se esparcía por el aire, haciendo que varios de ellos arrugaran la nariz y miraran alrededor con asco.

Hans Gruber miró al techo, desconcertado. Karl, su mano derecha, bajó el fusil con cara de asco.

—¿Qué... qué ha sido eso? ¿Y ese olor a... chorizo podrido? —preguntó Gruber, perdiendo por un momento su compostura alemana.

En ese momento, una estática chirriante salió del walkie-talkie que Hans llevaba en el cinturón. 

Manolo, que estaba en el falso techo ajustando una válvula, había pulsado el botón de hablar.

—¡¡¡BOOOORRRRPP!!! —otro eructo, esta vez más corto, a modo de saludo—. ¿Oigo? ¿Se me recibe? A ver, o de la barba e o traje de primera comunión. Hans, ¿non? Escoita, Hans, fiera, máquina... os explosivos esos C4 que estás pegando nas columnas son dos chinos. Eu non sei quen che suministrou o material, pero che viron a cara de turista a kilómetros. Iso é plastilina con pilas, home.

Gruber, recuperando el tono, rugió al walkie: —¡No sé quién es usted, pero tenemos el control del edificio y vamos a volar la cámara acorazada!

—¡Pero qué vas a volar ti, se non sabes nin facer a o con un canuto! —le interrumpió Manolo desde el conducto—. Escoita ben: se queres tirar a porta da cámara, déixate de tanta electrónica e tanta pantomima, échalle un pouco de 3-en-1 ás bisagras e dálle un golpe seco co ombro. De obra non tes nin idea, rapaz. Estás aí co ordenador ese que parece da NASA e o único que precisas é un pouco de oficio, carallo.

Karl intentó localizar la voz disparando una ráfaga al techo.

—¡Ei, ei, ei! ¡Quieto aí, Rambo de mercadillo! —gritó Manolo—. ¡Que o pladur é de 13 milímetros e me o estás deixando como un colador! ¡Iso quen o paga despois, eh! ¡Que os autónomos non temos seguro de tiroteos! ¡E ti, Hans, dille ó teu amigo que se segue disparando así váiselle quentar o cañón e váiselle dobrar, que iso é aceiro do barato, ostia!

Gruber, desquiciado por el hecho de que su gran golpe maestro estaba siendo criticado por un técnico soltero de Pantallazul, empezó a gritar órdenes en alemán.

—¡Buscadlo! ¡Traedme su cabeza!

—¡¡¡BRRRRUUOOOOHHH!!! —otro eructo sónico retumbó por los pasillos—. ¡Iso, buscádeme! Pero traédeme un abridor, que me queda un tercio na caixa de ferramentas e non quero romper un colmillo. E outra cousa, Hans... ese traje. ¿É un Hugo Boss? Pois che enganaron. Esa costura che tira da sisa. Se foses á sastrería do meu pobo, facíanche un que poderías ata agacharte a recoller un euro sen que che crujira o pantalón. Que vas feito un pincel pero vas "repretao", home.

Media hora después, cuando la policía llegó al edificio, no encontraron sangre. Encontraron a todos los terroristas sentados en círculo, con una crisis de identidad galopante. Hans Gruber estaba llorando en un rincón porque Manolo le había explicado que su plan de jubilación en Brasil era "fiscalmente una soberana estupidez".

Manolo salió del Nakatomi Plaza solo, ajustándose los pantalones de pana y con el palillo en la boca. 

Un agente de la policía, impresionado por el olor a orujo que emanaba el héroe, le preguntó:

—Señor, ¿ha visto al terrorista?

Manolo soltó un último y definitivo eructo que hizo saltar todas las alarmas de los coches patrulla.

—¡¡¡BOOOOORRRRPP!!! —se limpió la comisura de los labios con el pulgar—. ¿Terrorista? Ese lo que era é un ansias. Eu volvo para Pantallazul del Generalísimo, que alí polo menos se alguén quere entrar nun sitio á forza, usa unha palanca das de toda a vida e non tanto cable de cores. ¡Menuda chapuza de asalto, oes!

Cuando las Charos conocen a Batman

Batman llegó a Pantallazul desde Gotham con la seguridad de quien cree que el mal es universal y se combate igual en todas partes.

Nada más entrar, dejó el Bat-Coche en doble fila. Con las luces puestas. Sin mirar atrás.

Ahí lo vieron.

No se acercaron de golpe.

Las Charos nunca se acercan de golpe. Primero miran. Y mientras miran, ya han decidido.

— Mira tú, si no es el muchacho ese de las pelis…

— Sí, el de negro. Siempre tan serio.

— Mucha oscuridad para un pueblo tan soleado.

Batman se giró al oírse señalado.

— Yo solo intento mantener la ciudad a salvo.

— Ya, claro —dijo una, sin levantar la voz—. Siempre es eso. Salvar. Pero desde la violencia y el machismo...

— ...Y desde el silencio —añadió otra, como completando la frase—. Ni un "buenos días". 

Batman bajó del Bat-Coche, todavía confiado.

— Es una emergencia.

— Todo es una emergencia cuando eres tú el que decide —dijo una.

— Y cuando te permites aparcar así —remató otra, señalando la doble fila.

— Además —continuó una tercera—, esa cara… eso es tensión acumulada.

— Mira, cariño —le dijo, ya más cerca—, si vas a salir por ahí a proteger, ponte al menos crema hidratante. Esa piel está pidiendo auxilio.

— Con ese antifaz —apuntó otra con tono de experta— solo te proteges la identidad, no el contorno de ojos.

Batman parpadeó.

— Yo trabajo de noche.

— Ya —respondieron casi a la vez—. Eso no ayuda.

— Ni al descanso.

— Ni a gestionar emociones.

— Ni a la convivencia. ¿Quién hace la compra? ¿Quién lleva la ropa a lavar? ¿O es que en la Batcueva hay un sistema patriarcal de sirvientes?

Desde el fondo de la calle se oyó un eructo largo y orgulloso.

— Buaaaaarp.

— ¿Ese no es Manolo? —preguntó una, sin girarse.

— Sí —respondió otra—. El de siempre. Pero fíjate: no molesta, no ocupa, no impone.

Batman, por primera vez, desvió por una fracción de segundo su mirada de las Charos hacia el origen del sonido. No vio una amenaza. Vio a un hombre en paz con su digestión. La confusión fue más profunda que cualquier enigma del Acertijo.

Intentó reconducir.

— Vengo de Gotham. Allí lucho contra criminales.

— Importando métodos.

— Sin preguntar.

— Convencido de que aquí no sabemos organizarnos.

Charo Sororidad se cruzó de brazos.

— Mucha misión individual y cero red. Eso no es heroicidad. Es machismo con presupuesto.

Batman respiró hondo.

— Yo no discrimino.

— Claro que no. Solo decides solo.

— Ocupas espacio.

— Y bloqueas el autobús.

Otro eructo, más corto, como de apoyo.

— Burp.

Silencio.

Charo Gamma sacó el móvil.

— Mira, te voy a pasar el contacto de una amiga coach.

— Te va a venir muy bien para trabajar la culpa.

— Y el ego.

— Y esa necesidad de cargar con todo.

Batman dio un paso atrás.

— Yo voy solo.

— Eso no es fortaleza.

— Eso es no saber pedir ayuda.

— Y otra cosa —añadió una, ya casi con cariño—: ir solo por la noche no es seguro.

— ¿Has pensado en avisar cuando llegues a casa?

Batman apretó la mandíbula. No había Bati-argumento que valiera aquí. Su mano se desplazó al cinturón y activó el gancho con un chasquido de frustración.

— Huir es una respuesta típica del conflicto no resuelto. Y huir sin cerrar el diálogo también es muy masculino —le soltaron mientras se elevaba, balanceándose de forma poco elegante.

Antes de desaparecer, una última frase, dicha con calma:

— ¡Y quita el Bat-Coche de la doble fila!

Batman arrancó y se fue.

Las Charos se quedaron quietas un segundo.

— Se ha ido pensativo por nuestras indicaciones. Mucha masculinidad tóxica.

— Algo aprenderá.

Desde lejos, Manolo volvió a eructar. Esta vez satisfecho.

— Brrruuupppp.

— ¿Ves? —dijo una Charo—. Al final, el problema no era Gotham.

— Era venir sin escuchar.

Conclusión

Batman protege ciudades enteras desde las sombras.

Las Charos, en cambio, detectan fallos, señalan culpables y hacen pedagogía sin capa, sin gadgets y sin pedir perdón.

Y en Pantallazul, donde el autobús de las 8:30 no puede pasar porque hay un artilugio en forma de murciélago en doble fila, eso suele ser más que suficiente.