Pablo siempre había dicho que el amor a primera vista era un invento de las películas. Hasta esa tarde de mayo en Malasaña.
El aire olía a tierra húmeda y a café recién hecho. En la terraza, entre el bullicio, estaba Lucía. La vio reír, llevándose la copa a los labios con una naturalidad que le paró el ritmo cardíaco.
Cuando ella giró la cabeza y su mirada se cruzó con la de él, Pablo no sintió un chispazo, sino un vuelco seco, real, en las entrañas. Las palabras salieron solas, casi sin permiso:
—¿Te importa si me siento?
—Solo si prometes no aburrirme —respondió ella, y sonrió de esa forma que desarmaba, que lo dejó sin defensas.
Lo que siguió fueron los seis meses más altos de su vida. Lucía era luz pura: imprevisible, apasionada, capaz de convertir un martes cualquiera en aventura. Viajaron a Lisboa en tren nocturno, durmieron en la playa de Tarifa, hicieron el amor en el coche bajo la lluvia. Pablo tocó el cielo tantas veces que olvidó que existía el suelo.
Se mudaron juntos, y cada mañana él despertaba pensando que aquello era demasiado bueno para ser real.
—Te quiero tanto que me da miedo —le dijo una noche, abrazándola por detrás mientras ella preparaba una infusión.
—No tengas miedo —susurró Lucía—. Esto es para siempre.
Pero el para siempre duró exactamente hasta un viernes de noviembre. Pablo llegó antes de tiempo del trabajo y la encontró llorando en el sofá, con la maleta hecha a sus pies.
—No puedo más —dijo ella sin mirarlo—. Me ahogo. Necesito respirar.
—¿Respirar? ¡Si hemos sido felices! —gritó él, sintiendo que el mundo se partía en dos.
—Precisamente por eso. Nunca había estado tan arriba, y ahora tengo vértigo. Lo nuestro es demasiado intenso, Pablo. Me quema.
Lucía se fue esa misma tarde. Cerró la puerta con suavidad, como quien cierra un libro que ya no quiere seguir leyendo
Y entonces llegó el infierno.
Antes de Lucía, Pablo conocía la soledad: pisos vacíos, cenas congeladas, fines de semana viendo series. Era un dolor sordo, manejable. Pero después de haber vivido en la cima, la caída fue brutal.
El apartamento se le llenó de ausencia. Todo hablaba de ella. La mancha de agua bajo su cepillo de dientes. El vacío particular que dejaba su risa, ahora sustituido por un zumbido de silencio. Su cuerpo aprendió a reaccionar antes que su mente: el pecho se le oprimía al azar—al pasar por delante de ese bar, al escuchar los primeros acordes de aquella canción en la radio, al sorber el café solo, demasiado amargo de repente—.
Se hundió más bajo que nunca. Dejó de salir, perdió peso, lloraba en el metro sin importarle quién mirara. El amoratado de tanto apretar los puños. Porque ahora sabía lo que era volar, y el suelo le parecía más frío y duro que antes.
Una noche, tres meses después, Pablo estaba sentado en el suelo de la cocina vacía, rodeado de cajas de la mudanza que nunca llegaba a hacer, cuando sonó el timbre. Abrió la puerta sin fuerzas.
Era Lucía.
Tenía los ojos rojos, el pelo más corto, una expresión que él no reconoció.
—He venido a devolverte las llaves —dijo con voz temblorosa, tendiendo la mano con el llavero que aún llevaba el pequeño elefante de madera que él le había traído de Tánger.
Pablo no abrió la puerta del todo. Solo la entreabrió lo justo para que ella viera su cara demacrada, los ojos hundidos, la barba de varios días.
—¿Sabes qué es lo peor, Lucía? —dijo con voz ronca, casi un susurro—. Que durante estos tres meses he deseado morirme todos los días. Todos. Pero no me atreví porque pensaba que algún día volverías y quería que me vieras destrozado para que sintieras lo que hiciste.
Lucía palideció.
—Chist —la cortó él—. Ahora escucha la parte buena.
Sonrió. Una sonrisa que no era de loco ni de borracho, sino de alguien que ha cruzado un desierto y ha encontrado agua al otro lado.
—Anoche, por primera vez, dormí del tirón. Soñé que volvía a estar en la cima de una montaña, solo. Pero esta vez sabía cómo había llegado hasta ahí: porque antes había caído de aquella misma cima. Y desde el valle, desde el fondo mismo, miré hacia arriba y vi que la vista sin ti era… clara. Era paz. Y esa claridad fue la que me permitió, en el sueño, volver a ascender. Sin vértigo.
Lucía empezó a llorar en silencio.—Así que gracias —continuó Pablo—. Gracias por haberme llevado tan alto. Porque solo quien ha estado en el cielo sabe reconocer el infierno cuando lo pisa. Y yo ya lo reconozco. Ya no me engaña nadie.
Dio un paso atrás.
—Adiós, Lucía.
Cerró la puerta.
Del otro lado se oyó un golpe sordo: ella se había dejado caer al suelo, sollozando. Pablo apoyó la frente contra la madera un instante, respiró hondo y se apartó.
Se refugió en el salón, buscando espacio para respirar. Antes de que su cabeza le diera una vuelta más, abrió de golpe la ventana. El frío de diciembre le caló hasta los huesos, pero le devolvió a su cuerpo.
Eso le dio el último empujón. Sacó el móvil, desbloqueó la pantalla y se quedó mirando el número. Lo había guardado tras el primer café, tras la primera promesa implícita que nunca se cumplió. Su pulgar flotó un segundo sobre la pantalla antes de caer. La llamada conectó. Al tercer tono, una voz femenina respondió:
—¿Hola? —respondió una voz de mujer al otro lado.
—Soy Pablo —dijo él, y su voz ya no temblaba—. Aquel del concierto de Vetusta Morla en la Riviera, el que se quedó sin entrada y acabó colándose contigo. ¿Te acuerdas?
Una risa suave.
—Claro que me acuerdo. Me debes una cerveza desde entonces.
—Tengo una botella entera de Albariño en la nevera y un ático vacío que ya no me duele —respondió Pablo—. ¿Vienes?
Silencio breve. Luego:—Dame veinte minutos.
Pablo colgó, miró la puerta cerrada donde Lucía seguía llorando al otro lado, y por primera vez en meses se rió de verdad.
Después abrió el armario, sacó una camisa limpia, se la puso y empezó a quitar las fotos de las paredes una a una.
El infierno había terminado.
Y esta vez, cuando volvió a subir, lo hizo despacio, sin prisa, sabiendo exactamente dónde ponía los pies.
.jpg)
No hay comentarios:
Publicar un comentario