28 mayo 2025

Amanda

Yo subía con una caja de libros, sudando a mares. No había ascensor en ese viejo edificio, solo peldaños interminables. Ella bajaba con paso tranquilo, una bolsa de manzanas en una mano y una perra de tamaño mediano en la otra, que tiraba suavemente de la correa.

Pero lo que me detuvo en seco fueron sus ojos: un verde tan vivo, tan profundo, que parecían contener un mundo entero. Era un verde imposible. No era solo guapa; había algo en su forma de moverse, en su sonrisa fugaz, que te hacía querer saber más.

—¿Acabas de mudarte? —preguntó sin detenerse.

Asentí, intentando no parecer ahogado.

—2º I —añadí.

— Amanda. 2º K —respondió, con una sonrisa que parecía llevar años de confianza detrás.

Y siguió bajando. Así, sin más. Pero esos ojos me dejaron clavado en el rellano.

Nos cruzábamos casi a diario. En la puerta, en la calle, junto a los buzones. Amanda siempre con la perrita, que se llamaba Vega. Yo, cada vez con más ganas de que esos encuentros no fueran casualidad. Esos ojos verdes, que parecían cambiar con la luz, me perseguían incluso cuando no la veía.

Nadie en el edificio hablaba mucho de ella, y eso que era imposible no verla. Hermosa, sí, pero no de la forma habitual: era de esas bellezas que incomodan, que hacen que dudes de tus palabras antes de decirlas.

Hablaba poco, pero cuando lo hacía, dejaba frases que se te quedaban dando vueltas en la cabeza. A veces parecía estar en otro sitio, como si lo que tuviera delante fuese solo una fracción de su mundo.

Una tarde, mientras Vega olisqueaba un seto, Amanda se giró hacia mí y dijo:

—¿Tienes algún plan para ahora?

Negué.

—Entonces súbete. Tengo cerveza fría y las plantas están a punto de suicidarse.

Reí. Subimos.

Su piso era acogedor de esa forma extraña que tienen los sitios donde alguien ha vivido muchas vidas sin irse nunca. Libros apilados, fotos sin marco, luz cálida. Vega se tumbó en la alfombra nada más entrar. En un rincón, sobre una estantería, había un reloj de arena antiguo, pero pese a estar arriba, la arena no caía. Parecía congelada en el tiempo.

Amanda me pasó una cerveza y se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas y el pelo recogido en un moño. Guapa. Impresionante.

—No te acostumbres —dijo de repente.

—¿A qué?

—A esto. A mí. A Vega. Las cosas que parecen estables suelen desaparecer sin previo aviso.

Intenté encontrar una broma en su mirada, pero esos ojos, tan impresionantes que casi dolían, solo reflejaban algo serio, casi triste.

—¿Por qué me lo dices? —pregunté.

—Porque contigo siento que puedo quedarme un poco más —susurró—. Pero no siempre depende de mí.

Esa noche me quedé dormido en su sofá, con Vega a los pies. Antes de que el sueño me venciera, juré ver el reloj de arena: la arena comenzaba a caer, lenta pero inexorable.

Me desperté al amanecer, con la luz colándose por las rendijas de la persiana. Pero algo estaba mal. El aire olía distinto, como si alguien hubiera abierto las ventanas y dejado que la ciudad se colara dentro: un frío metálico, sin rastro del olor a jazmín que siempre envolvía a Amanda. El silencio era tan denso que parecía aplastarme.

Amanda no estaba. Ni Vega.

El salón había cambiado. Demasiado. Sin libros, sin plantas, sin fotos. Solo una taza en el suelo, como si alguien la hubiera olvidado al marcharse. Recorrí el piso, aturdido. Las habitaciones estaban vacías, impecables, como si nadie hubiera vivido allí en meses.

El reloj de arena seguía allí. Pero estaba completamente vacío. Me acerqué. Toqué el cristal. Estaba caliente. Como si acabara de ser usado.

Bajé al portero, con el corazón en la garganta. Le pregunté por ella.

—¿Amanda? ¿La del 2º K? —frunció el ceño—. Ese piso lleva meses sin inquilino. Lo están enseñando, por si le interesa algún amigo tuyo.

—Pero... yo estuve allí anoche.

El portero me miró con lástima.

—El último inquilino era una chica, sí. Se llamaba Amanda. Pero se fue hace casi un año. Dicen que cambió de trabajo.

—¿Y su perra?

—Nunca tuvo perro.

Volví al segundo. En el felpudo de mi puerta, la del 2º I, encontré algo: una correa, enrollada con cuidado. Y una nota manuscrita:

"Gracias por no preguntar demasiado. Nos hizo bien."

Desde entonces, cada vez que bajo las escaleras, me parece escuchar algo. Un sonido leve, rítmico. Como las uñas de una perra caminando con calma. Incluso se percibe la correa. Siempre guiada por alguien que nunca se despide del todo.

Y a veces, en los reflejos del portal o en los cristales de las ventanas, cuando menos lo espero, algo me observa. No una figura. Solo un destello.

Verde.

Vivo.

Como si el mundo detrás de sus ojos se hubiera quedado a vivir en el mío.