En la sede
central del Banco HispanoInglés yo era nadie. Un becario condenado a la
invisibilidad, plastificando folios hasta que el alma se me quedaba oliendo a
plástico recalentado.
Y todo por culpa de ella: Cruella. Nuestra jefa. La tirana. Un tanque con tacones Un tanque que, en lugar de gasolina, funcionaba a base de bollería industrial y crueldad gratuita.
La muy cerda gritaba con la potencia de un altavoz de feria mal calibrado. Obesa, tiránica y con los labios permanentemente barnizados de azúcar glas, ejercía un poder absoluto: era capaz de convertir cualquier jornada laboral en una condena bíblica.
Era así siempre: dictadura bancaria con olor a tóner quemado. Yo la odiaba. Pero odiarla era quedarse corto. Fantaseaba con verla caer, con verla arrastrarse. Y el Tao, que nunca falla, me regaló la ocasión.
Un día, saliendo tarde de la oficina, me crucé con ella en la calle. Iba distinta: sin tacones, con un abrigo enorme y unas gafas negras que apenas le tapaban la vergüenza. Caminaba rápido, mirando a los lados como si escondiera un secreto. La curiosidad me picó más fuerte que el cansancio, y decidí seguirla.
La vi doblar esquinas, meterse en callejones cada vez más mugrientos hasta desaparecer por una puerta metálica que chirriaba al cerrarse. Esperé un instante, me acerqué con sigilo y me colé. Y entonces lo vi todo: Cruella en su verdadero hábitat.
Porque nuestra mórbida jefa, después de doce horas de tiranía, necesitaba compensar sus excesos en sótanos oscuros, rodeada de cuero, látigos y tipos enmascarados que parecían extras despedidos de alguna versión cutre de Star Wars.
Allí dejaba de ser Cruella y se convertía en “Gordicerda”, una masa grasienta y temblorosa pidiendo castigos, rogando que la llamaran “cerda de bollería”.
Lo descubrí esa noche, y no dudé ni un segundo: iba a entrar en el juego. Me puse máscara, guantes baratos de ferretería, y por primera vez en mi vida sentí que tenía el control. Ya no era el becario plastificador. Era la justicia.
Cuando la vi de rodillas, atada a una mesa con un collar de perro, se me erizó la piel.
Y entonces, cuando esperaba el típico azote decorativo, levanté el brazo y ¡ZAS! La bofetada fue tan monumental que las paredes vibraron, las luces de emergencia parpadearon… y en la calle, a lo largo de tres manzanas, empezaron a sonar las alarmas de varios coches.
Me provocó un estallido de placer. Era como liberar de golpe toda la rabia acumulada en informes imposibles, en gritos injustos, en folios plastificados. Cada bofetada era un orgasmo del alma.
Y le di más. Le di todo. Una avalancha de hostias que me hicieron sudar y reír al mismo tiempo. La emperatriz del Euríbor, la torturadora de empleados, convertida en un guiñapo agradecido. Y yo, disfrutando como nunca. Era venganza, sí, pero también placer puro. Un goce que no había sentido jamás.
Al final, agotado, me quité la máscara. Ella me vio, y el horror le subió al rostro como un semáforo rojo.
El lunes siguiente, la oficina había cambiado. Cruella apareció con gafas enormes, un pañuelo hasta las orejas y una voz melosa, casi ridícula. Yo ya no era el becario. Mi nueva placa lo anunciaba con solemnidad:
Yo jugueteé con mi llavero de cuero y contesté con la serenidad de un iluminado:
Y desde ese día, jamás volvió a plastificarse un solo folio en la oficina. El Tao había cumplido su promesa: donde hubo opresión, ahora había ascenso.
Porque la sabiduría milenaria enseña que la iluminación no siempre llega con incienso ni meditación…
a veces llega a base de hostias antitanque.
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