05 septiembre 2025

El Tao es la Hostia

En la sede central del Banco HispanoInglés, la jefa —nuestra ya conocida Cruella— era lo más parecido a un tanque con tacones. Un tanque que, en lugar de gasolina, funcionaba a base de bollería industrial. 

Obesa, tiránica y con los labios permanentemente barnizados de azúcar glas, ejercía un poder absoluto: convertir cualquier jornada laboral en una condena perpetua con olor a tóner quemado.

—¡Ese Excel está mal, otra vez! —rugía mientras se atragantaba con una napolitana.

—Pero si aún no lo ha abierto… —susurraba un empleado.

—¡Silencio, o te mando a Recursos Humanos!

Su crueldad era legendaria. A Pepe, el becario, lo había obligado a plastificar tres mil folios “para cultivar la paciencia”. Desde entonces, Pepe olía siempre un poco a plástico recalentado.

Pero como enseña el Tao, todo exceso busca su contrario. Y así, tras doce horas de dictadura bancaria, Cruella buscaba equilibrio en sótanos mugrientos, rodeada de cuero, látigos y tipos enmascarados que parecían extras despedidos de alguna versión cutre de Star Wars. 

Allí, la emperatriz del Euríbor se convertía en “Gordiblanda”, arrastrándose a cuatro patas y pidiendo castigos con la voz de quien ruega un descuento en el Mercadona.

Nadie lo habría creído: la mujer que ordenaba hacer informes de diez mil páginas, en aquellas mazmorras se derretía si alguien le llamaba “cerda de bollería”.

El Tao mantenía el equilibrio… hasta que apareció Él. Un recién llegado, máscara de cuero, guantes diseñados en una ferretería y ojos cargados de odio administrativo.

Se plantó frente a Cruella, que estaba de rodillas, con un collar más propio de un pastor alemán que de una ejecutiva.

—¿Preparada? —susurró con voz ronca.

—Sí, amo. Haga de mí lo que quiera.

Y entonces, cuando todos esperaban el típico azote decorativo, levantó el brazo y ¡ZAS! La bofetada fue tan monumental que las paredes vibraron, las luces de emergencia parpadearon… y en la calle, a lo largo de tres manzanas, empezaron a sonar las alarmas de varios coches.

Cruella gemía como si hubiera alcanzado el nirvana.

—Más, por favor…

—No sabes lo que pides —respondió él, descargando una avalancha de hostias como si no hubiera un mañana.

El clímax fue grotesco. Ella, babeando placer, gritaba como en trance:

—¡Soy tuya, haz conmigo lo que quieras!

Hasta que, agotado, el enmascarado se quitó la máscara para secarse el sudor… y apareció el rostro de Pepe. El becario plastificador.

—¡Tú! —chilló Cruella, roja como un semáforo.

—Sí, yo. Y hoy cobro mi nómina en carne.

El lunes siguiente, el Banco HispanoInglés amaneció distinto. Cruella llegó con gafas de sol, un pañuelo apretado hasta las orejas y una voz dulce como un tutorial de YouTube. Pepe ya no era becario. Una flamante placa en la puerta anunciaba:

“Pepe Martínez, Subdirector”

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó un empleado.

Pepe, acariciando un llavero de cuero con gesto meditativo, respondió solemne:

—El Tao, muchacho. El Tao.

Y desde ese día, jamás volvió a plastificarse un solo folio en la oficina. El Tao había cumplido su promesa: donde hubo opresión, ahora había ascenso. 

Porque la sabiduría milenaria enseña que la iluminación no siempre llega con incienso ni meditación… a veces llega con una hostia XXXL.