domingo, 26 de abril de 2020

Pureza

Al final se supo. La sangre de los curados sanaría a los enfermos.

Por eso Juan, que hervía en fiebre mientras boqueaba por un poco de oxígeno, esbozó una breve sonrisa. Sabía que la pequeña Lucía lo había superado sin síntomas. Y eso, con suerte, le permitiría verla crecer.

Después de unas lágrimas silenciosas y un rato al teléfono, Paula, su esposa, consiguió un doctor y una cama para curarle.

El doctor habló con dulzura y seguridad a Lucía. Y le preguntó si daría su sangre a papá. No dudó antes de sonreír y afirmar intensamente: "¡¡¡Si, lo haré!!!."

Se tumbaron cara a cara. Y mientras la sangre fluía, Juan retomaba el color y Lucía iba empalideciendo en silencio. Con un hilo de voz, Lucía miró al doctor y le preguntó con seguridad: "¿A qué hora empezaré a morirme? Porque antes quiero abrazar a papá."

No había entendido al doctor; sólo quería regalarle la vida a su padre.

sábado, 25 de abril de 2020

La Tormenta

Fue culpa de ella -que joder, también está acojonada-, pero fue ella la que me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el miedo más intenso que he sentido, te diré que fue ese, el que ella me transmitió. Mira que no me gustan las historias de terror -antes de dormir me desvelan- pero piqué en el anzuelo. Y sé que parece una tontería, pero desde entonces busco marcas por todas partes.
Ese día hablábamos en voz baja, ya tarde, en el salón de su casa. Intentaré ser fiel a sus palabras.

- Te voy a contar lo que pasó un fin de semana en que alquilamos una casa rural para montar una juerga -me dijo-. Tenía tantas ganas de que llegase el día que me escapé del trabajo. Después de un sinfín de curvas y caminos estrechos, allí estaba. Un caserón antiguo en mitad de un páramo. Llegué la primera y aparqué cerca de la puerta.

Hacía un frío tremendo. El suelo estaba escarchado y crujía al andar. Intenté darme prisa porque ya quedaba poco del día y la luz estaba en ese punto en el que parecía no haber sombras.
Me detuve a buscar la llave frente el portón de madera. No sé si fue por el frío, pero tuve que empujar con el hombro para abrir la puerta. En contraste con la luz de fuera, el pasillo parecía una cueva. Tardé un poco en ver algo, pero pude intuir unos peldaños que subían al piso de arriba y algunas puertas en los laterales del pasillo. La electricidad estaba desactivada. Tuve que usar el mechero para localizar el cuadro eléctrico y dar la luz. Una bombilla pelada iluminó el corredor. La primera impresión me causó respeto. La casa era rústica y parecía muy antigua, pero al menos estaba limpia. Dediqué un rato a recorrer las habitaciones encontrando muebles de caoba bien conservados y mucho trasto antiguo. Me quedé en la planta baja, en una habitación con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Y joder, me sorprendió el silencio. No se oía ningún ruido, ni tráfico, ni pájaros. Nada. El silencio era tan denso que se notaba. Pensé que al menos podría descansar. 

He pensado mucho en ello, y creo que todo comenzó mientras colocaba el equipaje y escuché lo que parecía un trueno lejano. Desde la ventana se veía una tormenta, un rayo tras otro que encendían nubes negras que no dejaban de moverse hacia la casa. Comenzó a llover y se levantó viento. En minutos la lluvia se hizo más fuerte hasta que se convirtió en granizo. El cielo oscureció, y el estruendo del granizo parecía que iba a derribar la casa. Fue entonces cuando recibí el mensaje en el móvil: mis amigos, en vista del temporal, aplazaban el viaje hasta el día siguiente.

- Hasta aquí muy peliculero todo, ¿no? –comentó ella-. Chica sola en caserón solitario. No soy miedosa, pero la situación era incómoda.
 
Anocheció entre lluvia y viento. Decidí encender la chimenea para caldear la habitación. Entré en calor y me relajé en el sofá. Creo que en parte por el fuego y en parte por el cansancio caí rendida. Dormía cuando un ruido me despertó. No llovía y el silencio intensificaba cualquier sonido. Agudicé los sentidos y escuché pisadas en el pasillo. La piel se me erizó. Alguien bajaba por la escalera. Lo peor era que quien fuese no se molestaba en disimular, bajaba con pasos firmes.
Me levanté corriendo a cerrar el pestillo. Lo conseguí justo antes de que el pomo empezase a moverse con insistencia. El suelo de madera crujía en el pasillo y podía oír como arañaban la puerta. Estaba aterrorizada. Luego llegaron el frío y los ruidos. El aire se enfrió. El fuego seguía encendido, pero se enfrió tanto que veía el vaho de mi aliento. Y durante horas escuché llantos y susurros al otro lado de la puerta. 

Pasé la noche muerta de miedo, vigilando el movimiento del pomo de la puerta y escuchando ruidos que me ponían la carne de gallina. Intenté usar el teléfono pero no había cobertura. Fue la noche más larga de mi vida.
Al amanecer todo volvió a la normalidad. En segundos se recuperó una temperatura razonable -aunque no  dejé de temblar-, y se silenciaron los ruidos. Me atreví a mirar al páramo, y todo seguía como cuando llegué. No había huellas sobre el suelo escarchado y lucía un sol de invierno. Incluso mi teléfono había recuperado la cobertura. Mis nervios habían recuperado algo de temple, pero no podía quitarme de la cabeza lo que había pasado.

Horas después llegaron mis amigos. Dudaba tanto de mi coherencia que no me atreví a contarlo. Sabía que no me creerían y me resultaba más fácil atribuirlo a un mal sueño. Por eso les dije que la casa había estado ruidosa por la tormenta, sin entrar en más detalle. Su compañía me tranquilizó un poco más. Cuando me sentí serena revisé el exterior de la habitación, encontrando pisadas de distintos tamaños, como si fuesen de adultos y niños. También encontré arañazos en la puerta que formaban un símbolo parecido a la inicial de mi nombre tachada. Había que fijarse, pero allí estaba. Sentí un escalofrío. Quien fuese, conocía mi nombre.

Lo cierto es que el resto del fin de semana transcurrió tranquilo, pero no pude evitar sentir miedo cada vez que volvía a mi habitación.

Durante semanas pensé que lo que pasó esa noche fue una jugada de mi imaginación. Pero lo que me da miedo no es lo de aquella noche. Tengo miedo porque a veces el ambiente se enfría y escucho susurros. Y he vuelto a ver el símbolo. Lo he encontrado dibujado en el polvo de un armario, en el salpicadero del coche, e incluso en el aseo de un avión en vuelo. Demasiados sitios para ser una broma. Otras veces siento frío y puedo ver el vaho de mi aliento aunque haga calor.

Te cuento esta historia porque hoy he vuelto a ver el símbolo. Pensarás que se trata de la broma un amigo, ¿pero sabes qué? Que nunca le conté a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

- Me has puesto la carne de gallina –dije-.
- Impactante, ¿verdad? –preguntó ella.
- ¿Lo has novelado para asustarme?
- Vuélvete y mira el cristal de la ventana –me indicó con voz cansada.

Allí, en la condensación del cristal estaba la inicial de su nombre tachada. La marca era tan reciente que aún goteaba. El ambiente se enfrió y tuve que esforzarme para no temblar al escuchar llantos y susurros que venían del otro lado de la puerta. Entonces sentí miedo.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.

martes, 21 de abril de 2020

Bucles

Juan, algo nervioso, bebe agua de una botella de plástico. Está a punto de grabar un monólogo en la televisión. El regidor le da paso. Respira hondo, da un último trago a la botella y recuerda las meriendas de su infancia.

Porque de crío, a Juan le encantaba ver pelis cómicas mientras merendaba un sándwich con una botella de agua al lado. Al acabar, tiraba la botella al cubo amarillo. 

Aún no lo sabía, pero entonces empezaba ya a perfilar la idea de que de mayor quería hacer reír. 

Pasaron los años y Juan llegó a la universidad. Aquellas botellas de la infancia, tras un reciclaje, se habían convertido en una nueva botella que llevaba en su mano. Jugaba con ella de camino a la facultad mientras pensaba en escribir monólogos.

Años después Juan descubrió que le aburría la rutina del banco. Cada día, después de comer, limpiaba el tupper, depositaba la botella en el contenedor y miraba su reloj pensando en la hora de salir. Si era martes, al menos vería su programa de humor favorito y podría durante un rato olvidar tantas bolas de papel con borradores de sus textos.

Y llegó el día. Mientras esperaba a que su jefe le recibiera, Juan jugueteaba con su botella. Por fin se había decidido: iba a comunicar que no quería seguir en aquel trabajo. Y mientras observaba el plástico envase, pensaba que, si la botella de plástico puede reciclarse, él también.

Hoy Manuel, niño inquieto, disfruta viendo cómicos en la tele mientras cena. Acaba de ver a un tal Juan. Le ha encantado. Y cree que, aunque todavía es un niño, a él también le gustaría dedicarse a eso. Termina su botella de agua y la deja en el cubo amarillo sin saber que parte de esa botella un día estuvo en manos de Juan.