En Pantallazul del Generalísimo, la rutina postapocalíptica seguía su curso. Manolo, ajeno a todo, disfrutaba de su descanso vespertino cuando... un meteorito verde de trescientos kilos impactó a un par de manzanas, en lo que antes era un descampado de chatarra.
Manolo, que estaba adormilado frente a su chabola en una silla de playa reparada con bridas, ni se inmutó. Se estiró un poco y siguió a lo suyo: un bocadillo de panceta que chorreaba grasa sobre su camiseta de tirantes sucia y una lata de cerveza bien fría. De pronto, el suelo tembló. Unos pasos pesados se acercaron a su parcela.
Un gigante verde, envuelto en vapores tóxicos y furia ciega, apareció doblando la esquina. Al ver la infravivienda de Manolo, y sin mediar palabra, el gigante soltó un mamporro seco que mandó la puerta de chapa a volar por encima de los cables de alta tensión.
En el fondo de la chabola, una figura oscura con capa y máscara, que parecía estar intentando hacer levitar una estantería con la mano extendida, dejó caer de golpe los tornillos al oír el estruendo.
—¡APLASTA! ¡DESTRUYE! —rugió la bestia.
Manolo se quedó mirando el hueco donde antes estaba su puerta. Suspiró con esa paciencia infinita de quien solo busca que no le molesten; a estas alturas, que un bicho verde le destrozara la puerta era casi normal. Suspiró, se sacó un trozo de panceta de entre las muelas y se levantó de la silla de playa. Se acercó al gigante y, con la calma de quien no teme nada le agarró un codo con firmeza mientras le hablaba de cerca.
—Pero vamos a ver, Verdiño, viche… —le dijo dándole un par de toquecitos en el codo para que el gigante centrara la vista—. ¿Tú de qué vas por la vida con esas trazas? ¿Qué te has tomao, meu rei? Que me tienes un color... ¡Pero si pareces un botellín de Heineken que ha pasao tres meses al sol en la terraza del bar del Paco! Solo te falta la etiqueta y la chapa en la coronilla, carallo.
El gigante se quedó de piedra. Nadie le hablaba con esa calma, y menos un tipo que ni se levantaba de la silla. Se acercó a Manolo, exhalando un aliento que olía a laboratorio quemado.
—¡... MUCHO... DOLOR! —rugió el gigante, señalándose el pecho, que parecía un saco de patatas mal puestas.
—¡Dolor el que te va a dar a ti cuando te pille la Charo —contestó Manolo, dejando el bocadillo sobre un palé—. Escucha lo que te digo, Mazacote: tú no estás enfadado, tú lo que tienes es un aire atravesado. ¡Claro, hombre! ¡Tanto batido de polvos y tanto levantar hierros te tiene el cuerpo engrumado!
Que tienes los rayos esos raros haciendo nudos en el duodeno y eso hay que sacarlo, que si no, fermenta y se te sube a la cabeza, criatura. ¡Estás empanado del todo, que tienes unos bultos en la espalda que pareces un centollo! ¿A quién quieres asustar tú con esas trazas, eh, Pistacho?
Manolo sacó una botella de plástico sin etiqueta de debajo de la silla y se la tendió al gigante. —Toma un trago de este orujo de hierbas. Esto te reinicia el sistema operativo mejor que darle a Control, Alt y Suprimir, ¡ya verás! Pero cuidado, ¿eh?, que rasca, que no es para señoritos finos.
El gigante cogió la botella con dos dedos, bebió un sorbo y, de repente, sus ojos se pusieron en blanco. Una onda de choque le recorrió el espinazo, desinflando un poco aquel exceso de carne radiactiva.
—¡Quieto ahí, no me seas bruto, hombre! —ordenó Manolo—. Ahora viene la ciencia de la abuela. El secreto no está en el yoga ni en ponerse como un gocho cebado, está en el diafragma, ¿entiendes? No lo fuerces, deja que salga de las entrañas, como un saludo a los vecinos. Pon la mano en la cintura, saca pecho y... ¡venga, sin miedo, que aquí no pasa nada!
El gigante inspiró aire contaminado y soltó un eructo que despejó la niebla tóxica en tres kilómetros a la redonda. Fue un estruendo que hizo vibrar las ruinas como si fuera un terremoto de orujo. ¡¡¡BRRRRUUUUPPPPP!!!
Bueno... —sentenció Manolo limpiándose la cara con el dorso de la mano—. Para ser el primero, no estuvo mal el detalle. Pero te falta sentidiño, criatura. Tiene que ser un sonido seco, que se note la autoridad pero sin asustar a los pájaros. ¿Ves como ya no quieres romper nada, Lechuguino? Eso es que has soltado la presión del turbo, hombre. ¡Te dije yo que era por el gas!
El gigante, que empezaba a encogerse y a recuperar el color de una persona normal, miró a Manolo con un respeto casi religioso.
—¿Ves tú, hijo?... Si es que la ciencia de allá lejos no tiene ni puta idea de la vida real, rapaz. Ni rayos, ni gaitas, ni hostias en vinagre. Tú lo que necesitabas era una purga de las de antes, de las que te dejan el cuerpo como nuevo, ¿sabes cómo te digo?
Manolo miró la montaña de escombros que bloqueaba la calle y luego miró los bíceps del gigante, que ahora estaba más tranquilo. Se le encendió la bombilla del emprendimiento. Le dio un último toque en el codo con aire de mánager profesional y le soltó el contrato:
—Escucha, Verdiño, fíjate lo que te digo: estás aquí perdiendo el tiempo haciendo el indio. Te voy a fichar como especialista jefe de desescombro. ¿Ves ese montón de vigas y cascotes? Me los vas moviendo de ahí para que yo pueda buscar el cobre de las tuberías. A cambio, le pedimos a la Charo que nos haga un cocido de los que resucitan a un muerto. ¡Y no me mires con esa cara de hinojo, que el trabajo dignifica, carallo! ¡Que para que se te baje la tontería esa del gimnasio hay que doblar el lomo y sudar el orujo, hombre! ¡Malo será!
Y así, al final del día, en Pantallazul del Generalísimo, el gigante verde se estrenó como ayudante oficial de desescombro, trabajando bajo la vigilancia implacable de Manolo, el Cuñado Omega.
No muy lejos, ya formando parte de la cuadrilla, Darth Vader —ese tipo con máscara que había llegado días antes refunfuñando sobre "la Fuerza"— por fin lograba colocar una estantería en su sitio levitándola con un gesto de la mano, aunque Manolo solo lo veía como un manitas torpe que necesitaba más orujo para aflojar los nervios.
¡Que la fuerza del orujo os acompañe, rapaces!
