sábado, 29 de junio de 2019

Micología griega



Si, pone micología.




Cuando trabajaba en un banco inglés, uno de mis jefes era un individuo de mi edad que siempre llevaba traje. Era la excepción porque allí todos llevábamos vaqueros. 
En fin, una forma más de marcar paquete en el entorno laboral. También usaba gomina. Mogollón. Tanta que parecía llevar la cabeza barnizada. 

Tiempo después, seguimos trabajando juntos. Sigue con el traje y la gomina. Y para terminar el perfil, es de esos que susurra y al hablar mueve la cabeza como asintiendo mientras entrecierra los ojos . 

Tan sofisticado andamiaje es sólo un intento por disimular que transita por la vida con las luces justas para ir por carreteras secundarias. No es mal tipo, pero creo que todos conocemos alguien así: un pavo real de oficina.

Total, que por aquel entonces entró al departamento un compañero bastante gayer. Maricón, para entendernos. De los que se perciben aunque no abran boca. 
Nuestro engominado favorito mantuvo unos días la distancia social que marcaba su rango. Hasta que se acercó a saludar en modo coleguita.
Se aproximó al cubículo del esclavo. Éste se encontraba sentado, y el hombre del traje permaneció de pie con los brazos cruzados y afirmando con la cabeza mientras susurraba. 
Inició una de esas conversaciones supuestamente distendida que circula bajo estrictos cánones: lugares de veraneo, restaurantes y comidas favoritas. Buscando conexiones con la plebe. 

La charla duró hasta que al hombre barnizado se le ocurrió mencionar su pasión por buscar setas. Chás. La conexión. El empleado levantó la vista de sus papeles mientras se le iluminaba la cara:

- Sí, me encanta!!! Respondió sonriente.

El señor del traje plantó las palmas muy separadas sobre la mesa y preguntó con su mejor susurro:

- ¿Entonces, eres setero?

En algún sitio se abrió la puerta de una nevera industrial. Bajó la temperatura. Había más orejas atentas de lo que parecía, porque se hizo el silencio. Ni un papel se movía. El compañero se tapó la boca con la mano mientras contestaba balbuceante:

- ¡¡¡Dios mío!!! ¿Pero eso es importante? Me parece una pasada lo que me estás preguntando.

El otro, en su tiniebla intelectual, se examinaba las uñas sin comprender. E insistió:

- Que si eres setero, joder.

Con la cabeza gacha contestó:

- No. Soy gay. ¿Pasa algo?

Se encendieron todas las luces en la autopista mental de nuestro amigo engominado. Una indescriptible mezcla entre rojo, verde y blanco le recorrió la faz. Entendió.
Miró alrededor en mitad del silencio y con su ronroneo más perfecto soltó:

- Que me refería a si eras aficionado a la micología.

Hizo un giro de compás, y volvió a su mesa con el culo apretado. Se sentó a remover papeles y así pasó la tarde. Callado y con el culo prieto. Porsiaka.

A veces hay que pensar en ponerse luces de Xenón en la cabeza... justo por debajo de la gomina.

*** La situación ha sido novelada, pero la conversación es absolutamente real. Se intercambiaron esas palabras letra por letra.

martes, 25 de junio de 2019

Educación y cultura

Prefiero tener educación a tener cultura, como prefiero ser listo antes que inteligente. 

Me explico: de poco sirve conocer la genealogía de los reyes Godos o las provincias de El Congo si no sabes comportarte razonablemente. Por eso me llama la atención la gente que ha tenido oportunidad de formarse pero no lo ha hecho, o mejor dicho, sólo ha adquirido conocimientos formados por listas de nombres. Por el lado contrario, admiro a la gente sin formación que es amable y sabe comportarse en cualquier sitio.

No sé qué pensaréis, pero creo que educación y cultura son términos muy distantes. Se puede tener una y no la otra, en ocasiones ninguna, y algunos afortunados -pocos- las dos a la vez. Son ejemplos casi de laboratorio, como fue José Luis Sampedro.

Vaya por su memoria.

sábado, 22 de junio de 2019

Treinta y todos


Ya no me gusta poner la edad que tengo. Piso tanto la raya de los 40, que mañana cruzaré al otro lado. Una frontera tan jodida que prefiero hablar de treinta y todos, un eufemismo más, pero que me mantiene un poco más en la treintena.

Soy tan bobo que me agarro como puedo a los restos de mi juventud, como si pudiese estirarla. Lo intento a base de deporte, un poco de dieta y la negación de lo que me susurra el espejo. Aún así el reloj es más persistente que yo.
No queda otra que adaptarse. Lo hago paso a paso: he empezado por reconciliarme con la báscula, que parecía dirigir una conjura contra mi autoestima. La he declarado inocente, no es culpa suya. También he hecho las paces con el puto espejo, que me martiriza mostrándome carnes fláccidas y un pelo blanco extrañamente parecido al de una rata. Aún así, no me preocupan las canas de la cabeza –que en un momento dado pueden quedar hasta elegantes- sino las de los cojones. No quiero tener canas en los huevos. Paso de teñirme las pelotas.

Creo que cumplir años es una segunda pubertad. Cuando tenía veinte años era un saco de hormonas revolucionadas. Ahora, a mis cuarenta tacos, vivo con la permanente sensación de tener algo pendiente, sin saber muy bien qué. Es como si el cuerpo -por si acaso- te pidiese ir resolviendo asuntos.

Otra sensación de la madurez es notar que la vida ya no es un constante desarrollo, sino que empieza a contraerse. Pierdes ilusiones, pierdes familiares, los fracasos se consolidan. Y aunque todavía no noto la muerte aporreando la puerta, comienzo a  intuirla al final del pasillo.

Lo bueno, que también existe, es la serena estabilidad que produce la experiencia. Disfruto de mi hija como no lo haría con otra edad. Entiendo lo efímero de sus besos y los recibo como verdaderos tesoros. Estoy enfermo de amor.

Así que, como ya he plantado un árbol, tenido una hija y escribo un blog, me voy preparando para volver a ver a mi abuelo. Porque cada día queda menos para que volvamos a vernos.

Pese a todo, hay días en los que me pregunto qué edad tendría si no supiese qué edad tengo. Porque no dejamos de jugar cuando nos hacemos viejos. Nos hacemos viejos cuando dejamos de jugar. Y me apetece seguir jugando.

viernes, 21 de junio de 2019

Mercados


Me encantan los mercados de barrio, aunque no siempre ha sido así. De joven me molestaba enormemente esperar colas y me preguntaba por qué en las colas siempre me tocaban delante señoras que parecían avituallarse para sobrevivir al Apocalipsis. He cambiado. No es que Carrefour me desagrade, es que con los años voy descubriendo encantos que desconocía. Me deslumbra la abundancia y el anonimato de las grandes superficies. Cargar el carro sin que nadie moleste es divertido, pero el mercado tradicional tiene algo especial, una cercanía que me llena.

Un día, no recuerdo bien porqué, bajé al mercado que hay frente a mi casa. Es uno de esos pequeños que todavía aguantan en los bajos de un edificio con casi todas las tiendas forradas con polvorientos carteles de Se Vende. Me acerqué a un par de las pocas que todavía funcionan, donde me recibieron con ese saludo de tendero pronunciado con voz grave y tono alto. Me atendieron de forma enérgica y se permitieron recomendarme cosas en las que ni había pensado -compra estas manzanas, que son puro azúcar, llévate este jamón que está exquisito-. Seguí sus consejos, y reconozco que no me defraudaron.
Al éxtasis llegué 6 meses después –sí, 180 días- cuando volví a bajar al pequeño mercado. Me recibieron como si fuésemos íntimos amigos. Me arrasaron con su Marketing cuando el frutero me preguntó si me habían gustado las manzanas y si quería más. Y el charcutero hasta me ofreció jamón “de ese que tomo yo”. Fue como lo del profesor que empezó la clase con “decíamos ayer”.

Me gusta comprar allí. Los sábados por la mañana aprovecho para deleitarme con el soniquete de los tenderos que vocean las virtudes de su género. Disfruto al bajar y ponerme en colas en la que “pido la vez” para mantener el orden. A veces no la pido para observar a las viejas calibrarme intentando saber si podrán colarse. Miden mi voluntad mientras dan pataditas a la cesta ganando terreno. Me divierten sus esfuerzos, y procuro esperar hasta el último segundo para girar el cuerpo entero y echar una mirada de Rayos X. El orden retorna con facilidad. Que no me habían visto y eso.

Fascinado sigo con este Marketing intuitivo. Sé que compro más caro, pero les siento como a una pequeña familia. Y coño, que se lo merecen. 

jueves, 20 de junio de 2019

Papá


Mi padre es administrativo, tiene las manos pequeñas y cuando yo era un niño, olía a tabaco negro y al frío de la calle.

Cuando volvía de trabajar traía cara de sueño porque madrugaba mucho, y muchas veces, una sorpresa.

Mi padre ya no vive. Le echo de menos.

Tuvo manos pequeñas, y hasta hace poco, muy poco, siempre me trajo sabios consejos y soluciones cariñosas.

Mi Padre hoy ya no me puede invitar a comer.

Te quiero Papá.

*- Escrito el primer día del padre sin mi padre.

#quesuertehetenido

viernes, 14 de junio de 2019

Lógica

Los meteorólogos, cuando coinciden en el ascensor, hablan de cosas profundas.

PD – Hoy he tenido un viaje incómodo en el ascensor y hemos hablado, como no, del tiempo.

miércoles, 12 de junio de 2019

Proverbios chinos

Siempre he creído en los proverbios chinos. Como hay tantos chinos, entiendo que alguno llevará razón y tomo en serio sus cosas.

Quizá por eso recuerdo una conversación con una amiga con la que después de un rato arreglando el mundo, terminó con una frase lapidaria: "He pensado mucho en estas cosas y la solución estaba en un libro que leí hace años —dijo mientras miraba al suelo pensativa—. En una aldea china, una chica joven e inexperta preguntó a la mujer más anciana si la vida es triste o no, y la anciana le respondió con un escueto sí."

Desconozco el título del libro, pero la frase es cierta. Como a la anciana, la vida te enseña que sufres para tener un respiro y después, volver a bajar. No sé qué me deparará el futuro, pero por si acaso, putos chinos.

Añado un epílogo: creo que el hombre, cuando alcanza la madurez, percibe la realidad de la vida. A veces el viaje no ha merecido la pena. Y lo que queda es aún peor.

lunes, 10 de junio de 2019

El miedo de mi amigo

Tengo un amigo grandote con pinta de bruto y una fina inteligencia que habitualmente lleva a pisar las alfombras de la lógica y lo razonable. Es de provincias y adorna lo que dice con un aire rústico que le hace muy auténtico. Estas, otras muchas virtudes, y una amistad de años hacen que confíe en él y en su criterio. Por eso es el único en el trabajo que sabe de mis pastillas.

El otro día andaba con él tomando algo junto a la máquina de café y surgió la historia de Melendi, el compañero que se sienta frente a mí.

Melendi es un tío delgado, cuarentón y risueño que una mañana se encontró regular y fue al médico para que le diagnosticaran tensión alta. Un par de días después volvió a suceder, y su tensión todavía más alta la resolvió el médico con una recomendación de que no tomar sal y algo de dieta. Al final, en una de sus demasiado habituales visitas, topó con alguien competente que le dedicó tiempo y resolvió que  a pesar de su aspecto exterior, su corazón estaba seriamente enfermo. Tanto que le han operado de urgencia para implantarle tres bypass. 

Ha tenido suerte. Tiene críos y una esposa a la que adora, de no operarse cualquier mañana habría caído muerto sobre el teclado para convertirse en una simple historia de esas que llenan los pasillos de corros. De momento tiene tiempo extra, por lo que la vida no ha sido mala del todo.

Entre sorbos, mi amigo grandote y yo hablábamos de lo frágiles que somos y de que por mucho que lo ignoremos, colgamos de un hilo tan fino que puede quebrarse en cualquier momento. Pensé que no me da miedo morir, pero quiero ver crecer a mi hija. No hacerlo sería horrible, por lo que deseo febrilmente vivir.

Mi amigo decía que las enfermedades físicas le dan miedo, pero las percibe tangibles y cercanas y le dan menos respeto que las del alma -o la cabeza, por decirlo en claro-. Piensa, con su innata sensatez, que enfermedades como la depresión o la angustia son globos pinchados que vuelan descontrolados y no se sabe donde acabarán. Y es cierto que alguien como Melendi tiene un cuerpo enfermo pero una mente sana que lucha por vivir, y sin embargo la otra enfermedad, la que da miedo a mi amigo, produce cuerpos sanos que quieren morir. Y eso me da miedo. 

Como a mi amigo.

lunes, 3 de junio de 2019

Pensadlo


Cuando alguien, hablando de otro, dice "es muy inteligente, pero..." habla de un jodío vago.

Pensadlo.