30 septiembre 2025

Yin, Yang y Yo

El mito del doppelgänger dice que todos tenemos un gemelo por ahí. Pero claro, no un gemelo simpático que te pase la contraseña de Netflix, sino un doble inquietante, como un error de fábrica que se escapó de control de calidad.

El Tao, por su parte, explica que todo en el universo se sostiene en opuestos: el Yin y el Yang, el día y la noche, los que hacen dieta y los que disfrutan viéndolos sufrir. El equilibrio cósmico, dicen.

Yo, que nunca he sido precisamente un éxito en lo sentimental, empecé a atar cabos. Si existe el doppelgänger, y el Tao insiste en los opuestos, entonces es lógico que haya un “doble guapo” y un “doble feo”. Uno que arrasa en Tinder y otro que borra matches en lugar de crearlos, como si el algoritmo mismo se riera.

Por pura estadística, sospecho que me tocó ser el feo. Porque, a ver, no puede ser casualidad: cuando entro a un bar, el ambiente baja tres puntos en entusiasmo. Pido un gin-tonic y me sirven agua del grifo. Las apps de citas me tratan como si hubiera firmado un contrato de invisibilidad.

Un colega, cansado de mis quejas, soltó:

—Busca a tu doble. Igual confirmas la teoría.

Lo busqué durante semanas. Revisé fotos de perfil que parecían sacadas de pasarelas, coincidí con extraños en cafés y parques, y hasta me sorprendí saludando a un tipo en el metro solo porque tenía un aire sospechosamente familiar. Nada. Hasta que un día, caminando por la calle, lo vi reflejado en el escaparate de una tienda. 

Mi mismo rostro… pero tuneado. Mandíbula cincelada, sonrisa que podía reflotar la economía de un país pequeño.

Lo cité en un café. Cuando llegó, las sillas se giraron como en los concursos musicales de la tele. Yo pedí un cortado; él pidió un agua con gas y consiguió que la camarera le pusiera una rodaja de limón extra “porque sí”.

Nos miramos como en un duelo del viejo oeste.

—Así que tú eres mi doppelgänger —dijo con tono triunfal.

—No. Tú eres el mío.

—Yo soy el guapo.

—¿Y cómo sabes que no soy yo el guapo y tú el feo?

El silencio se volvió incómodo. La gente lo miraba a él, claro, pero yo me aferraba al Tao. Si hay Yin, tiene que haber Yang.

Él sonrió.

—Porque tengo pareja y amante, tres trabajos freelance muy bien pagados, y me acaban de ofrecer un papel en una serie.

—Yo no tengo nada de eso.

—Exacto. Eres el feo.

Me quedé helado. Hasta que pensé algo que cambió el tablero.

—Un momento. Si tú eres el guapo y yo el feo… entonces, según el Tao, estamos condenados a necesitar uno del otro. Sin mí, tú no brillarías.

Me miró sorprendido. Se le torció la sonrisa por un instante.

—¿Qué quieres decir? —murmuró.

—Que tu atractivo es parasitario. Tú eres guapo porque yo soy un desastre. Si me peino y me arreglo, eres un tipo normal —dije, y me pasé la mano por el pelo con ese gesto deliberadamente dramático de quien sabe que la belleza está a punto de manifestarse.

Instantáneamente, su mandíbula se tensó. Pude verlo: sus facciones, de repente, perdieron ese brillo de actor maquillado. Era como si mi simple gesto hubiera redistribuido el karma estético del universo: yo ganaba, él… sufría.

—Eh… ¿qué… hiciste? —balbuceó, con la voz temblorosa, mientras intentaba recomponerse.

Nos quedamos en silencio, midiendo el uno al otro. Entonces él bajó la voz.

—Mejor no alteremos el equilibrio.

Se levantó rápido, con esa prisa de los que temen que les roben la cartera… o el destino.

Ahí entendí el giro final: no soy el doble feo. Soy el ancla. El contrapeso. El que sostiene al guapo para que exista. Y en cierto modo, eso me convierte en alguien indispensable. El Yin que le da chicha a su Yang.

Así que sí, puede que no ligue. Pero cada vez que alguien suspira por él, debería darme las gracias a mí. O un beso. O algo. Yo soy el héroe anónimo del atractivo ajeno.

Conclusión: el Tao me convirtió en el feo universal, sí. Pero en ese mismo movimiento me hizo indispensable. 

Porque, al final, la belleza se gasta… y el equilibrio cósmico, en cambio, tiene contrato indefinido conmigo.

Eso sí: sigo esperando que al menos me pague las horas extras.

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