Julián apretaba su bastón entre las manos huesudas y sonreía, agradecido. Había cumplido ochenta y cinco, y la memoria le jugaba malas pasadas: confundía nombres, olvidaba direcciones, pero recordaba con nitidez lo ocurrido hacía más de sesenta años.
—¿Ves esa farola? —señalaba siempre—. Allí le pedí matrimonio a tu abuela. Ella dijo que sí y me temblaban las rodillas.
Lucía escuchaba, aunque conocía de memoria la anécdota. Nunca se cansaba de verla repetida, porque notaba que cada vez el abuelo la contaba con menos detalles, como si la historia se desgastara en sus labios.
Lucía lo abrió: era una carta escrita a mano, con una caligrafía firme, no la torpe de su abuelo actual.
“Querida Lucía, cuando leas esto quizá ya no recuerde tu nombre. Pero quiero que sepas que tú has sido mi segunda gran alegría en la vida. La primera fue tu abuela. No me tengas pena cuando me veas perderme; sólo guíame, como hice yo contigo cuando dabas tus primeros pasos.”
Esa misma noche, Julián se fue a dormir temprano. No volvió a despertar.
Al día siguiente, Lucía regresó sola al banco de la plaza, con el sobre guardado en el bolsillo. Quería sentirlo cerca. Cuando levantó la vista, lo imposible ocurrió: en la farola frente a ella brillaba un diminuto grabado, como recién hecho. Tres palabras, torpes pero legibles: “Dijo que sí.”
Lucía sonrió entre lágrimas. Entendió que el abuelo había dejado su firma en el mundo, para que ella nunca olvidara que el amor, incluso desvaneciéndose, siempre encuentra la manera de quedarse.
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