17 diciembre 2025
Cuando Darth conoce a Manolo
Skynet Vs. Manolo
08 diciembre 2025
Charos Vs. Cuñaos
Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».
Su mano ya se dirigía al
codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se
interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación
eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos
rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de
su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en
el Cuñao.
«Eso que dices es
intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un
poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su
morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia
de siete con un puñado de lentejas y un sueño».
El Cuñao parpadeó,
atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino
corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios
básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo
seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que
es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una
olla a presión y dos berzas…».
Esa fue la chispa. La
chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.
Se formaron frentes de
inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la
ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel
general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por
aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta
que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo
el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima
durante soliloquios de tres cuartos de hora.
Las Charos, por su
parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor
rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a
veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como
advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición
inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio
Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para
esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues
yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).
La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.
Pero el punto de
inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica,
con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en
la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que
parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único
medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi
abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos
ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas
e igualmente inflexibles.
Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores».
El pánico ante semejante herejía los unió.
Se firmó una Tregua
por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho
mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos
podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del
enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las
explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.
Ahora, en la última
frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte,
prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los
pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos
ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.
«Te lo dije, Manolo. Todo
esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de
cristal, se salva una civilización».
El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad.
Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.
Apocalipsis Cuñao
No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.
Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.
El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.
La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.
Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.
Ahora, en la última gasolinera que
funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos
inquietas y cuello vuelto marcando territorio:
"Todo esto es por no haber
estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que
te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo
teníamos resuelto en un fin de semana."
Una pausa que pretende ser dramática, y
luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable.
Contaminante.
El superviviente asiente, lento, y mira
al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes,
existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto
el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.
La humanidad, piensa, no caerá por falta
de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.
04 diciembre 2025
El Peso del Vacío
—Estos radares miden masa, espacio ocupado. No distinguen si es un perro, un poste o una persona. Solo saben que hay algo.
Pero no había nada. Nada que yo pudiera ver.
Empecé a tomar nota mental. Ocurría en lugares dispares: frente al viejo cine abandonado, en el aparcamiento del trabajo a pleno sol, en la gasolinera. Siempre el mismo patrón: una detección que cruzaba de un lado a otro, como si alguien caminara con calma delante o detrás del vehículo. Un paseante invisible.
La obsesión se instaló. Dejaba el coche en punto muerto en lugares solitarios, esperando el bip. Era como pescar fantasmas. Mi mujer, Lorena, se preocupaba.
—Iván, esto te está afectando. Es un error de software.
—El taller lo ha reseteado dos veces. No hay errores.
—Pues entonces es tu cabeza.
Tal vez. Pero la pantalla no mentía. Aquel pulso de lo ausente tenía una persistencia física, electrónica, medible.
La noche del hallazgo estaba en el descampado junto a la antigua fábrica de harinas. Un lugar amplio, llano, perfecto. Aparqué de cara a la nave en ruinas, apagué las luces y esperé.
El frío de febrero se colaba por las ventanillas, calando hasta los huesos. No tardó: bip-bip-bip. La alerta trasera se iluminó, mostrando un volumen denso y cercano, justo en el límite rojo. Luego, la delantera. Algo se movía alrededor del coche, trazando una circunferencia perfecta, una y otra vez. El ritmo era constante, pausado. Como una inspección.
Me forcé a quedarme quieto, a observar solo la pantalla. El arco rojo se desplazaba de izquierda a derecha… y luego, en el instante preciso en que alcanzaba el extremo, un segundo arco aparecía en el lado opuesto, como si un segundo cuerpo tomara el relevo. Era una coreografía. No era un solo transeúnte fantasma. Era un desfile.
Decidí hacer un experimento desesperado. Mientras los arcos bailaban en la pantalla, encendí el motor y, muy despacio, eché el coche hacia adelante unos veinte centímetros. Los arcos se desvanecieron al instante. El silencio electrónico fue absoluto. Apagué el motor de nuevo. Pasaron diez segundos de quietud total.
Entonces, bip. Un arco rojo surgió justo delante del paragolpes, en el nuevo lugar que ahora ocupaba el coche. La cosa, lo que fuera, había recalculado su posición al instante y se había colocado delante de él de nuevo. No estaba detectando un rastro. Estaba interactuando con mi movimiento.
Con un nudo en la garganta, encendí la linterna del teléfono y apunté hacia la zona donde el sensor marcaba el volumen. No vi nada. Pero entonces, en el aire, noté algo. Una distorsión. Como el temblor del aire sobre el asfalto en un día de calor extremo, pero aquí, en el frío de la noche. Una zona donde la luz de la farola lejana parecía curvarse ligeramente, como si atravesara un vidrio grueso. Y esa distorsión tenía el tamaño aproximado de un hombre, y se movía. Se deslizaba lentamente, de un lado a otro, coincidiendo exactamente con el barrido del arco rojo en la pantalla.
El radar no captaba una huella. Captaba la presión. La deformación en el aire, en la luz, en la realidad misma, que esa masa invisible ejercía al pasar. No era un eco. Era la cosa en sí, moviéndose ahora, ocupando un espacio que mi ojo no podía registrar pero cuya presencia abultaba el mundo como un pie hundiéndose en la arena.
La distorsión se detuvo. Se quedó inmóvil, frente a mi puerta. En la pantalla, el arco rojo se mantenía fijo, parpadeante, señalando una colisión inminente. Sentí un frío que no era el de la noche. Sentí el peso de una mirada que venía de dentro de aquel temblor del aire.
Apagué la linterna. Con manos temblorosas, encendí el motor y puse primera. Al moverme, el arco rojo desapareció. En el retrovisor, bajo la luz de la luna, vi cómo la hierba alta del descampado se aplastaba en una larga y recta sucesión de huellas invisibles, alejándose, como si algo masivo y lento estuviera caminando hacia la carretera, dejando por fin de interesarse por mí.
Pero lo había visto. Y ahora lo sabía. Los radares no mentían. El mundo está lleno de estas presiones, de estas cosas que se hunden tanto en la realidad que dejan un bulto en el aire. Y lo único que las mantiene a raya es el movimiento. La falsa ilusión de que avanzamos. Porque cuando te detienes, cuando te quedas quieto, es cuando se acercan a inspeccionar. A medir el volumen que ocupas tú.
Y un día, quizás, su medición y la tuya coincidirán en la pantalla, y el bip sonará por primera vez para ti, no como alerta, sino como confirmación de que tú también estás al otro lado.
02 diciembre 2025
Subir colinas, bajar montañas
01 diciembre 2025
Una taza, un comienzo
Hace poco me contaron una
costumbre antigua: a los niños pequeños les ponían unas gotas de café en el
Cola Cao para que no se durmieran y aguantaran despiertos, y anís en el chupete
para que cayeran rendidos por la noche.
Infancia como ensayo
general de lo que vendría después: estimulante para resistir, depresor para
desconectar.
Llevaba semanas esperando
el mensaje del laboratorio. Miraba el móvil cada pocos minutos aunque fingiera
que no. Era solo una confirmación de paternidad, pero por dentro intuía que no
era tan solo eso.
Aquel día llegué
destrozado a la cafetería de siempre. Solo quedaba una mesa ocupada por un
hombre de cincuenta y tantos, traje gastado, cara de muchas madrugadas. Yo, con
treinta y pocos, aún me creía a salvo de ese desgaste, pero lo reconocí al
instante: era yo en versión futura.
—¿Puedo sentarme?
—Claro —dijo, recogiendo
papeles.
Pidió otro café. Yo pedí
el mío. Él ya llevaba varios y aún pedía más.
Silencio primero. Dos
desconocidos respirando el mismo humo.
—¿Día duro?
—Duro es poco. Mañana
auditoría y no doy una.
—El café hace lo que
puede —dije.
Soltó una risa que no
llegó a sonrisa.
—Hace años que me hundí.
Solo cambio de profundidad.
—¿Estás bien?
—No. Pero ya ni sé cómo
contarlo.
—Prueba.
Miró la taza vacía.
—A mí de pequeño me
ponían café en el Cola Cao para que no me durmiera —dijo—. Y anís en el chupete
para que me durmiera. Mi abuela decía que así se domaba a los niños. Creí que
lo había dejado atrás… hasta que hace años murió mi hijo. Ahora necesito café
para sobrevivir al día y cualquier cosa para apagar la noche.
No supe qué responder.
Pedí un vaso de agua para él. Bebió lento.
—Gracias. No sé por qué
te lo cuento.
— Porque a mí tampoco me asusta escuchar —dije—.
Estoy esperando un mensaje del médico. Para saber algo sobre mi padre
biológico.
Me miró con una calma que
dolía.
—Cuando llega una verdad
así, te da la vuelta entera.
Hablamos después de
tonterías para bajar la tensión. Al levantarnos recogió sus papeles despacio.
—Gracias por escuchar. Me
llamo Sergio.
—Mateo.
Nos despedimos como quien
se despide de un espejo.
En casa, el móvil vibró
al fin.
«Hola, Mateo. Confirmamos
que tu padre biológico se llamaba Sergio. Te daremos más detalles»
Leí el mensaje y noté que
ya lo sabía. No era una sospecha, era una certeza: el hombre de la cafetería,
el que hablaba del café y del anís con esa voz cansada que ahora estaba dentro
de mí, era él. Mi padre. Lo sentí en el estómago, en los huesos, en cada latido
que se me aceleró de golpe.
Me quedé sin aire.
Sergio.
El mismo nombre, la misma
edad aproximada, los mismos ojos que había estado mirando sin saberlo. Todo
encajaba demasiado para ser casualidad. El hombre que de niño había tomado café
para aguantar y anís para caer. El universo acababa de cerrarme el círculo en
una taza de café.
El móvil vibró otra vez.
Mensaje suyo:
«Mateo, gracias por hoy.
Ha sido como hablar con alguien a quien ya conocía de siempre.»
Le escribí:
«Ojalá no nos hubieran
puesto tanto café y tanto anís de pequeños.»
Contestación inmediata:
«Ojalá. Ahora
estamos despiertos.»
Y esa frase tan simple me
dejó temblando.
Ya no era el café lo que
me mantenía en pie.
Ni el anís lo que me
hacía caer.
Era él.
Era yo.
Era la verdad que, por
fin, había despertado,
Supe esa nueva vida, al
fin y al cabo, había empezado en una taza.
Solo que ahora la taza
era nuestra.
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