08 diciembre 2025

Apocalipsis Cuñao

Los primeros signos fueron sutiles, pero rotundos. En el bar de la esquina, Arturo, el de contabilidad, soltó un “pues a mí esto del apocalipsis no me pilla por sorpresa” mientras su mano, como un pájaro gris y seguro, se posaba en tu codo para anclar la verdad revelada. El paciente cero. A la semana, las calles olían a certeza absoluta y a ligero sudor palma-codo.

No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.

Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.

El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.

La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.

Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.

Ahora, en la última gasolinera que funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos inquietas y cuello vuelto marcando territorio:

"Todo esto es por no haber estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo teníamos resuelto en un fin de semana."

Una pausa que pretende ser dramática, y luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable. Contaminante.

El superviviente asiente, lento, y mira al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes, existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.

La humanidad, piensa, no caerá por falta de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario