Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».
Su mano ya se dirigía al
codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se
interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación
eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos
rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de
su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en
el Cuñao.
«Eso que dices es
intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un
poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su
morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia
de siete con un puñado de lentejas y un sueño».
El Cuñao parpadeó,
atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino
corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios
básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo
seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que
es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una
olla a presión y dos berzas…».
Esa fue la chispa. La
chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.
Se formaron frentes de
inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la
ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel
general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por
aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta
que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo
el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima
durante soliloquios de tres cuartos de hora.
Las Charos, por su
parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor
rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a
veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como
advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición
inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio
Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para
esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues
yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).
La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.
Pero el punto de
inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica,
con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en
la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que
parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único
medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi
abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos
ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas
e igualmente inflexibles.
Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores».
El pánico ante semejante herejía los unió.
Se firmó una Tregua
por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho
mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos
podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del
enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las
explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.
Ahora, en la última
frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte,
prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los
pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos
ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.
«Te lo dije, Manolo. Todo
esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de
cristal, se salva una civilización».
El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad.
Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.

No hay comentarios:
Publicar un comentario