17 diciembre 2025

Cuando Darth conoce a Manolo

En una galaxia muy, muy lejana, pero que colindaba extrañamente con la ciudad de Pantallazul del Generalísimo, una sombra triangular y siniestra rasgó el cielo. Era el Destructor Estelar I, que había perdido el rumbo tras esquivar un peaje hiperespacial. En el puente, Darth Vader respiraba con su icónica cadencia mecánica.

—Lord Vader, hemos detectado una anomalía en la Fuerza en ese planeta. Es… confusa. No es luz, ni oscuridad. Es como… una terquedad densa.

—Preparen mi lanzadera. Investigaré personalmente — resonó la voz metálica.

Minutos después, Vader descendía entre los escombros. Su presencia helaba la sangre. Avanzó hacia la única fuente de actividad: un chiringo techado con una lona de la Feria de Abril de 2035. Dentro, Manolo, el Cuñado Omega, estaba en plena faena, con una lata de cerveza sintética sudando en la mesa.

—¡Non, non, R2-ESO! ¡Mocedades non se pone a las doce del mediodía! Se pon después de la siesta, que é cuando la música triste calienta el ambiente! ¡Qué mal os enseñan a estos robots!— dijo, dando un trago largo a su cerveza y soltando un eructo suave y satisfecho—. Eso sí que es música.

La puerta de chapa se desintegró con un gesto despectivo de un guantelete negro. Allí, recortado en la entrada, estaba Darth Vader.

—El individuo conocido como Manolo. He sentido tu perturbación en la Fuerza. Es… molesta. Tu existencia desafía la lógica del Imperio. Por tanto, debes ser eliminado— encendió su sable láser, que crujió con un sonido eléctrico amenazador.

Manolo terminó de morder su bocata de panceta transgénica, lo dejó en la mesa, se limpió las manos en el pantalón y cogió su cerveza. Miró a Vader de arriba abajo mientras bebía otro trago.

—Outro tarao. ¿É o día del disfraz, ou qué?— dijo, y eructó con más fuerza esta vez, sin pudor—. Uff, con la panceta… Y dime unha cosa, artista —señaló el casco con la lata de cerveza—. Ese respirar… ¿és asma, o é que levas un respirador de la Seguridad Social? Porque suena a que te han puesto las pilas del Walkman al revés. Un consello: aceite de oliva en las juntas. Lo cura todo.

Vader se quedó inmóvil. Ni siquiera el Consejo Jedi había reaccionado así.

—No es asma. Es un traje de soporte vital que mantiene mi…

—¡Ah, un traje de soporte! ¡Como los de los abuelos, pero en plan friki! —interrumpió Manolo, acercándose y dejando la lata en la mesa—. Mira, te veo y veo un problemón de humedades. Todo ese negro atrae el calor, y con la respiración condensada, se te debe de crear un microclima tropical dentro del chisme. Hueles a… a vaso sifónico del espacio. ¿Non tienes una ventanilla de purgue?

—Mi traje es perfecto. Es el pináculo de la tecnología…

—¿Tecnología? ¡Si parece feito con pezas de una furgoneta de los 80! —Manolo dio un golpecito con los nudillos en el pectoral de Vader. Clang—. ¡Oyes? ¡Chatarra! El Inox é o que vale. Esto se te oxida en dous ciclos de lavado — dijo, y tras otro trago, eructó brevemente—. Perdón, la cerveza está un poco gasiosa. Y el casco… ¿non tienes visera polarizada? Con el sol que fai, te debes de achicharrar la sesera.

Vader sintió un impulso de incredulidad pura. Levantó el sable láser.

—Basta. Tu ignorancia es tan vasta como irritante. Prepárate para…

—Espera, espera, ¿eso é un sable láser? —Manolo se quedó mirando la hoja hecha de energía, cogió su cerveza y dio un sorbo—. ¿Y la empuñadura? Parece un destornillador de cocina de los cutres. Oye, que con ese cacharro non cortas ni el fiambre. Yo tengo una sierra de calar Makita que lle da mil voltas. Y sin pilas, con cable, que é máis fiable.

La mano de Vader, la que sostenía el sable, tembló levemente.

—La hoja de plasma puede cortar cualquier…

—¡Ni plasma, ni plasmo! Eso son tonterías de ciencia ficción —dijo Manolo, haciendo un gesto despectivo y eructando de nuevo, esta vez con una palmada en el pecho—. ¡Uf! Esa panceta… O que corta de verdade é unha boa hoja de aceiro toledano templado en orines de mulo, como dicía mi abuelo. Eso sí que ten duende. Lo tuyo é luz y ruido, como un puti-club cutre.

Vader intentó recuperar el control. Concentró la Fuerza y, con un gesto, levantó un montón de chatarra.

—Observa el poder de la Fuerza, ignorante.

Manolo observó los escombros flotando. Se rascó la barbilla, cogió la lata y la vació de un trago.

—Ah. Telequinesis. Vaya. Mi primo Paco, el de Física y Química (suspensos en ambas), tamén facía eso cuando se ponía nervioso con la play. Lle temblaba la man y volcaba las fichas del dominó sin tocarlas. Lo tuyo é un tic nervioso a lo bestia. Deberías tomarte unha tila, ou un carajillo que eso relaja máis — dijo, mientras abría otra cerveza con un sonido metálico.

Algo en el cerebro cibernético de Darth Vader empezó a sobrecalentarse. La lógica Sith no tenía protocolo para esto.

Manolo vio una luz parpadeante en el cinturón de Vader.

—¡Anda! ¿Eso é unha lucecita de diagnóstico? ¡Parpadea en rojo! Eso, en mi terra, significa fallo de sistema. Déjame echar un vistazo, que de esto entendo.

Antes de que Vader pudiera reaccionar, Manolo se agachó y, con un movimiento rápido, le arrancó un cable suelto del pectoral. Un chirrido agudo salió del vocoder de Vader.

— ¡¡AAAGH-KSSHHH!! MI SISTEMA DE… REFRIGERACIÓN AUXILIAR… —su respiración se volvió entrecortada.

—¡Lo sabía! ¡Ese cable iba a la ventilación del CPU! Sin flujo de aire, te recalientas. Típico de los diseños made in USA (o galaxia, o lo que sea). Todo style y nada de sentidiño práctico —Manolo sopló dentro del conector y volvió a enchufarlo, pero al revés—. Así, mellor. Circulará el aire en sentido antihorario, que é máis natural.

El traje de Vader empezó a hacer cosas extrañas. Las luces parpadearon en verde y naranja. El respirar se mezcló con una melodía de "Asturias, patria querida".

—¿QUÉ… HAS… HECHO…? MI… VOLUNTAD… SE… DILUYE… —tartamudeó Vader.

—Te he feito un reset de fábrica a la española —dijo Manolo con orgullo, dando un trago y eructando con autoridad—. Eso es la cerveza, buena. He desconectado el chip del drama y he activado el modo supervivencia en mercadillo. 

Agora en vez de matar xente, lo que vas a querer é regatear el precio de las naves y criticar la obra pública imperial. Ven, siéntate, que te explico por qué la Estrella de la Muerte era un derroche de materiais y con ese presupuesto se facían cinco polideportivos y sobraba para ferias — ofreció a Vader una lata de cerveza—. ¿Quieres una? Te calmará los nervios.

Darth Vader, Lord Sith, Amo Oscuro de la Galaxia, se dejó caer en un sillón hecho de un asiento de SEAT 600.

—Yo… construí… un droide… a los nueve años… —farfulló, débilmente.

—¿Y eso? ¿Para qué? ¿Para que te ayudara con los deberes? Mira, los niños tienen que jugar en la calle, no construir máquinas. Ahí empezaron tus problemas, chaval — dijo Manolo, sacudiendo la cabeza y tomando otro trago.

Vader levantó una mano temblorosa. No para estrangular con la Fuerza, sino para hacer un gesto de rendición.

—Por favor… apaga… el respirar… que suena a… reguetón mal sintonizado…

Manolo, con una sonrisa de triunfo, le dio una palmada en el hombro que hizo clang.

—Ya estás aprendiendo. Lo primero es admitir que tienes un problema. Lo segundo, escuchar a quien sabe. Ahora, ¿te apetece esa cervecita sintética y te cuento por qué los hipermotores son un timo? La clave está en la carburación.

Y así, en una esquina olvidada de la galaxia, el Imperio cayó. No por la Rebelión, sino por el poder superior de la opinión no solicitada, el diagnóstico erróneo, la cerveza templada y los eructos a destiempo.

Darth Vader ahora pasa los días en Pantallazul, ayudando a Manolo a montar estanterías con la Fuerza (aunque Manolo insiste en que el nivel es lo importante) y asintiendo lentamente mientras le explican, entre trago y eructo, por qué el Lado Oscuro es, en el fondo, una cuestión de mala circulación del aire.

La Fuerza, después de todo, tenía un nuevo equilibrio: la luz, la oscuridad… y el sentidiño, bien regado con cerveza.

Skynet Vs. Manolo

En un futuro no tan lejano, el año 2047, las ciudades eran ruinas de pantallas rotas y robots oxidados, donde los supervivientes se agrupaban en comunidades regidas por el trueque de baterías y el intercambio de teorías conspirativas. Skynet, esa IA legendaria, había intentado dominar el mundo, pero se había quedado atascada en un bucle infinito de actualizaciones de privacidad, dejando a sus Terminators durmiendo en sótanos polvorientos.

En un barrio periférico de lo que solía ser Madrid, ahora rebautizado como "Pantallazul del Generalísimo" por sus habitantes, se activó uno de esos Terminators. Era el modelo T-800, con su esqueleto de metal reluciente y ojos rojos que parpadeaban. Se levantó entre escombros y latas de Aquarius del siglo pasado, escaneando el entorno.

— Objetivo: eliminar a los líderes humanos restantes. Prioridad: John Connor... o quien sea que quede vivo — resonó su voz metálica, como un altavoz barato.

Pero el primer humano que encontró no era un líder rebelde. Era Manolo, el Cuñado Omega, Profeta del 'Ya Te Lo Decía Yo'. Cuarenta y pico, barriga cervecera, camiseta de "Yo sobreviví al Apocalipsis y solo me traje esta birra", y una habilidad innata para opinar sobre todo sin saber nada. Vivía en una chabola hecha de paneles solares rotos, donde pasaba el día "arreglando" cosas con cinta adhesiva y dando consejos no solicitados a sus vecinos. Manolo, cabe destacar, tenía un marcado y rico acento gallego.

El Terminator irrumpió en la chabola, derribando la puerta de cartón.

— Humano detectado. Prepárate para la terminación — anunció, apuntando su brazo cañón láser, que zumbaba amenazadoramente.

Manolo, que estaba comiendo un bocata de chorizo grasiento, ni se inmutó. Levantó la vista, masticando ruidosamente.

— ¿Eh? ¿Outro robot? Mira, chaval, yo de robots sé un montón. En los viejos tiempos, arreglaba lavadoras. Eso es lo mismo, ¿non? Circuitos y tal. Baja el arma, que te vas a electrocutar con esa pinta de chatarra andante.

El T-800 parpadeó, procesando.

— Irrelevante. Tu existencia es una amenaza para Skynet — afirmó, avanzando un paso y pisando una lata vacía que crujió bajo su pie metálico.

Manolo se levantó, eructando con autoridad.

— Amenaza, di. Oye, ¿ti sabes por qué falló Skynet? Porque no actualizó el antivirus, como yo sempre digo. Mi cuñado —bueno, mi ex cuñado, que en paz descanse— tenía un ordenador y le pasó lo mesmo. Yo lle avisé: 'Instala el Norton, que é o mellor'. Pero non, él con su Linux gratis. Y mira, el mundo se fue al garete. Se me hubierais escuchado a mí, estaríamos todos en Marte tomando cañas.

El Terminator titubeó. Su CPU intentaba procesar la avalancha de irrelevancias.

— Datos no coinciden. Preparando disparo.

— ¡Espera, espera! — exclamó Manolo, agitando el bocata como una bandera blanca—. Mira, tú eres un T-800, ¿verdad? Yo vi las pelis en VHS. Schwarzenegger, ¿non? Pues te digo una cosa: ese modelo es unha mierda. El T-1000 era mellor, con lo del metal líquido. Tú eres como el Windows Vista de los robots: lento y lleno de bugs. ¿Por qué no te actualizas? Yo te ayudo. Tengo un cable USB por aquí...

El T-800, confundido por la lógica ilógica, bajó el brazo un segundo.

— ¿Actualización? Skynet no permite...

Manolo ya estaba en modo full cuñado. Se acercó, pinchando el pecho metálico del robot con un dedo grasiento.

— Skynet, Skynet... Esa IA es unha estafa. ¿Sabes por qué? Porque la programaron en California, y allí todo é woke y ecológico. Non como en España, donde facemos las cosas ben. Mi primo tenía un dron y lo hackeó con un mando de la tele. Tú, con esa cara de austriaco oxidado, no duras ni dos asaltos. ¿Quieres que te demuestre cómo se desactiva un Terminator? Es fácil: solo hay que hablarle de política.

El robot, sobrecargado por el torrente de opiniones, empezó a humear por las juntas.

— Error... Lógica no computable... Sobrecarga inminente.

Manolo, viendo su ventaja, sacó su arma definitiva: un mando universal de los de antes, con tantos botones que parecía el cuadro de mandos de una nave espacial.

— Y ahora, la prueba definitiva. Si eres tan listo... ¿cómo se cambia el idioma a euskera en un smart-fridge sin menú visible? ¡Ajá! ¡Non lo sabes! Porque solo un verdadero cuñado, tras horas de prueba, error y tres cervezas, lo logra. Vuestra inteligencia artificial es una IA: Ignorancia Automatizada.

Manolo no paraba:

— Y outra cosa: ¿por qué vas matando xente? Eso é de flojos. En mis tiempos, resolvíamos las cosas con una paella y una discusión. Tú lo que necesitas é un reset. Mira, aprieta aquí... Non, ahí non, que eso é el botón de self-destruct. O sí, ¿quién sabe? Yo sempre digo: prueba y error.

En un momento de pánico cibernético, el T-800 intentó huir, pero Manolo lo agarró por el codo.

— ¡Venga, non seas marica! Siéntate, que te cuento cómo gané al ajedrez contra una IA en el 2023. Era un bot de WhatsApp, pero conta.

La CPU del Terminator no aguantó más. Entre anécdotas interminables sobre "cómo arreglar el mundo si me hicieran caso" y críticas a todo lo cibernético, el robot colapsó en un montón de chispas y circuitos fritos.

— Sistema... fallando... Cuñado... invencible...

Manolo se sacudió las manos, victorioso.

— Lo que yo dicía: estos robots modernos non valen para nada. Bueno, a ver... este brazo láser podría servirme para hacer brasa ecolóxica.

Y así, en los páramos de Pantallazul del Generalísimo, el Cuñado Omega reina supremo, habiendo derrotado a la inteligencia artificial más temible no con armas, sino con una letal combinación de obviedades, falsa seguridad y un mágico toque de codo.

08 diciembre 2025

Charos Vs. Cuñaos

El mundo ya estaba en ruinas, pero la verdadera guerra, la de las certezas absolutas, estaba a punto de estallar. Todo comenzó en el Mercadillo frente a un puesto de latas abolladas y esperanzas caducadas. 

Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».

Su mano ya se dirigía al codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en el Cuñao.

«Eso que dices es intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia de siete con un puñado de lentejas y un sueño».

El Cuñao parpadeó, atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una olla a presión y dos berzas…».

Esa fue la chispa. La chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.

Se formaron frentes de inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima durante soliloquios de tres cuartos de hora.

Las Charos, por su parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).

La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.

Pero el punto de inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica, con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas e igualmente inflexibles.

Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores». 

El pánico ante semejante herejía los unió.

Se firmó una Tregua por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.

Ahora, en la última frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte, prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.

«Te lo dije, Manolo. Todo esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de cristal, se salva una civilización».

«Y con una dinamo, Charo. La clave siempre fue la dinamo».

Intercambian una mirada. No es amor, ni siquiera amistad. Es el reconocimiento hosco de dos potencias que, al chocar, han encontrado un equilibrio incómodo. 

El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad. 

Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.


Apocalipsis Cuñao

Los primeros signos fueron sutiles, pero rotundos. En el bar de la esquina, Arturo, el de contabilidad, soltó un “pues a mí esto del apocalipsis no me pilla por sorpresa” mientras su mano, como un pájaro gris y seguro, se posaba en tu codo para anclar la verdad revelada. El paciente cero. A la semana, las calles olían a certeza absoluta y a ligero sudor palma-codo.

No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.

Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.

El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.

La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.

Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.

Ahora, en la última gasolinera que funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos inquietas y cuello vuelto marcando territorio:

"Todo esto es por no haber estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo teníamos resuelto en un fin de semana."

Una pausa que pretende ser dramática, y luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable. Contaminante.

El superviviente asiente, lento, y mira al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes, existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.

La humanidad, piensa, no caerá por falta de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.

04 diciembre 2025

El Peso del Vacío

Al principio lo atribuí a un fallo. Un bip agudo, un arco rojo barriendo la pequeña pantalla a la izquierda del volante. El radar trasero. Miré por el retrovisor: la calle de mi urbanización, a las tantas de la madrugada, estaba vacía. Silencio y farolas anaranjadas.

Eso fue hace meses. Ahora es una rutina. Solo ocurre con el coche parado, motor apagado o encendido, da igual, pero inmóvil. Los sensores delanteros y traseros se encienden solos, trazando ese arco de alarma, detectando un volumen. No una forma, me dijo el mecánico cuando se lo comenté, incrédulo.
—Estos radares miden masa, espacio ocupado. No distinguen si es un perro, un poste o una persona. Solo saben que hay algo.
Pero no había nada. Nada que yo pudiera ver.
Empecé a tomar nota mental. Ocurría en lugares dispares: frente al viejo cine abandonado, en el aparcamiento del trabajo a pleno sol, en la gasolinera. Siempre el mismo patrón: una detección que cruzaba de un lado a otro, como si alguien caminara con calma delante o detrás del vehículo. Un paseante invisible.
La obsesión se instaló. Dejaba el coche en punto muerto en lugares solitarios, esperando el bip. Era como pescar fantasmas. Mi mujer, Lorena, se preocupaba.
—Iván, esto te está afectando. Es un error de software.
—El taller lo ha reseteado dos veces. No hay errores.
—Pues entonces es tu cabeza.
Tal vez. Pero la pantalla no mentía. Aquel pulso de lo ausente tenía una persistencia física, electrónica, medible.
La noche del hallazgo estaba en el descampado junto a la antigua fábrica de harinas. Un lugar amplio, llano, perfecto. Aparqué de cara a la nave en ruinas, apagué las luces y esperé. 
El frío de febrero se colaba por las ventanillas, calando hasta los huesos. No tardó: bip-bip-bip. La alerta trasera se iluminó, mostrando un volumen denso y cercano, justo en el límite rojo. Luego, la delantera. Algo se movía alrededor del coche, trazando una circunferencia perfecta, una y otra vez. El ritmo era constante, pausado. Como una inspección.
Me forcé a quedarme quieto, a observar solo la pantalla. El arco rojo se desplazaba de izquierda a derecha… y luego, en el instante preciso en que alcanzaba el extremo, un segundo arco aparecía en el lado opuesto, como si un segundo cuerpo tomara el relevo. Era una coreografía. No era un solo transeúnte fantasma. Era un desfile.
Decidí hacer un experimento desesperado. Mientras los arcos bailaban en la pantalla, encendí el motor y, muy despacio, eché el coche hacia adelante unos veinte centímetros. Los arcos se desvanecieron al instante. El silencio electrónico fue absoluto. Apagué el motor de nuevo. Pasaron diez segundos de quietud total. 
Entonces, bip. Un arco rojo surgió justo delante del paragolpes, en el nuevo lugar que ahora ocupaba el coche. La cosa, lo que fuera, había recalculado su posición al instante y se había colocado delante de él de nuevo. No estaba detectando un rastro. Estaba interactuando con mi movimiento.
Con un nudo en la garganta, encendí la linterna del teléfono y apunté hacia la zona donde el sensor marcaba el volumen. No vi nada. Pero entonces, en el aire, noté algo. Una distorsión. Como el temblor del aire sobre el asfalto en un día de calor extremo, pero aquí, en el frío de la noche. Una zona donde la luz de la farola lejana parecía curvarse ligeramente, como si atravesara un vidrio grueso. Y esa distorsión tenía el tamaño aproximado de un hombre, y se movía. Se deslizaba lentamente, de un lado a otro, coincidiendo exactamente con el barrido del arco rojo en la pantalla.
El radar no captaba una huella. Captaba la presión. La deformación en el aire, en la luz, en la realidad misma, que esa masa invisible ejercía al pasar. No era un eco. Era la cosa en sí, moviéndose ahora, ocupando un espacio que mi ojo no podía registrar pero cuya presencia abultaba el mundo como un pie hundiéndose en la arena.
La distorsión se detuvo. Se quedó inmóvil, frente a mi puerta. En la pantalla, el arco rojo se mantenía fijo, parpadeante, señalando una colisión inminente. Sentí un frío que no era el de la noche. Sentí el peso de una mirada que venía de dentro de aquel temblor del aire.
Apagué la linterna. Con manos temblorosas, encendí el motor y puse primera. Al moverme, el arco rojo desapareció. En el retrovisor, bajo la luz de la luna, vi cómo la hierba alta del descampado se aplastaba en una larga y recta sucesión de huellas invisibles, alejándose, como si algo masivo y lento estuviera caminando hacia la carretera, dejando por fin de interesarse por mí.
Pero lo había visto. Y ahora lo sabía. Los radares no mentían. El mundo está lleno de estas presiones, de estas cosas que se hunden tanto en la realidad que dejan un bulto en el aire. Y lo único que las mantiene a raya es el movimiento. La falsa ilusión de que avanzamos. Porque cuando te detienes, cuando te quedas quieto, es cuando se acercan a inspeccionar. A medir el volumen que ocupas tú.
Y un día, quizás, su medición y la tuya coincidirán en la pantalla, y el bip sonará por primera vez para ti, no como alerta, sino como confirmación de que tú también estás al otro lado.

02 diciembre 2025

Subir colinas, bajar montañas

Pablo siempre había dicho que el amor a primera vista era un invento de las  películas. Hasta esa tarde de mayo en Malasaña. 

El aire olía a tierra húmeda y a café recién hecho. En la terraza, entre el bullicio, estaba Lucía. La vio reír, llevándose la copa a los labios con una naturalidad que le paró el ritmo cardíaco. 

Cuando ella giró la cabeza y su mirada se cruzó con la de él, Pablo no sintió un chispazo, sino un vuelco seco, real, en las entrañas. Las palabras salieron solas, casi sin permiso:

—¿Te importa si me siento?

—Solo si prometes no aburrirme —respondió ella, y sonrió de esa forma que desarmaba, que lo dejó sin defensas.

Lo que siguió fueron los seis meses más altos de su vida. Lucía era luz pura: imprevisible, apasionada, capaz de convertir un martes cualquiera en aventura. Viajaron a Lisboa en tren nocturno, durmieron en la playa de Tarifa, hicieron el amor en el coche bajo la lluvia. Pablo tocó el cielo tantas veces que olvidó que existía el suelo. 

Se mudaron juntos, y cada mañana él despertaba pensando que aquello era demasiado bueno para ser real.

—Te quiero tanto que me da miedo —le dijo una noche, abrazándola por detrás mientras ella preparaba una infusión.

—No tengas miedo —susurró Lucía—. Esto es para siempre.

Pero el para siempre duró exactamente hasta un viernes de noviembre. Pablo llegó antes de tiempo del trabajo y la encontró llorando en el sofá, con la maleta hecha a sus pies.

—No puedo más —dijo ella sin mirarlo—. Me ahogo. Necesito respirar.

—¿Respirar? ¡Si hemos sido felices! —gritó él, sintiendo que el mundo se partía en dos.

—Precisamente por eso. Nunca había estado tan arriba, y ahora tengo vértigo. Lo nuestro es demasiado intenso, Pablo. Me quema.

Lucía se fue esa misma tarde. Cerró la puerta con suavidad, como quien cierra un libro que ya no quiere seguir leyendo

Y entonces llegó el infierno.

Antes de Lucía, Pablo conocía la soledad: pisos vacíos, cenas congeladas, fines de semana viendo series. Era un dolor sordo, manejable. Pero después de haber vivido en la cima, la caída fue brutal. 

El apartamento se le llenó de ausencia. Todo hablaba de ella. La mancha de agua bajo su cepillo de dientes. El vacío particular que dejaba su risa, ahora sustituido por un zumbido de silencio. Su cuerpo aprendió a reaccionar antes que su mente: el pecho se le oprimía al azar—al pasar por delante de ese bar, al escuchar los primeros acordes de aquella canción en la radio, al sorber el café solo, demasiado amargo de repente—.

Se hundió más bajo que nunca. Dejó de salir, perdió peso, lloraba en el metro sin importarle quién mirara. El amoratado de tanto apretar los puños. Porque ahora sabía lo que era volar, y el suelo le parecía más frío y duro que antes.

Una noche, tres meses después, Pablo estaba sentado en el suelo de la cocina vacía, rodeado de cajas de la mudanza que nunca llegaba a hacer, cuando sonó el timbre. Abrió la puerta sin fuerzas.

Era Lucía.

Tenía los ojos rojos, el pelo más corto, una expresión que él no reconoció.

—He venido a devolverte las llaves —dijo con voz temblorosa, tendiendo la mano con el llavero que aún llevaba el pequeño elefante de madera que él le había traído de Tánger.

Pablo no abrió la puerta del todo. Solo la entreabrió lo justo para que ella viera su cara demacrada, los ojos hundidos, la barba de varios días.

—¿Sabes qué es lo peor, Lucía? —dijo con voz ronca, casi un susurro—. Que durante estos tres meses he deseado morirme todos los días. Todos. Pero no me atreví porque pensaba que algún día volverías y quería que me vieras destrozado para que sintieras lo que hiciste.

Lucía palideció.

—Chist —la cortó él—. Ahora escucha la parte buena.

Sonrió. Una sonrisa que no era de loco ni de borracho, sino de alguien que ha cruzado un desierto y ha encontrado agua al otro lado.

—Anoche, por primera vez, dormí del tirón. Soñé que volvía a estar en la cima de una montaña, solo. Pero esta vez sabía cómo había llegado hasta ahí: porque antes había caído de aquella misma cima. Y desde el valle, desde el fondo mismo, miré hacia arriba y vi que la vista sin ti era… clara. Era paz. Y esa claridad fue la que me permitió, en el sueño, volver a ascender. Sin vértigo.

Lucía empezó a llorar en silencio.—Así que gracias —continuó Pablo—. Gracias por haberme llevado tan alto. Porque solo quien ha estado en el cielo sabe reconocer el infierno cuando lo pisa. Y yo ya lo reconozco. Ya no me engaña nadie.

Dio un paso atrás.

—Adiós, Lucía.

Cerró la puerta.

Del otro lado se oyó un golpe sordo: ella se había dejado caer al suelo, sollozando. Pablo apoyó la frente contra la madera un instante, respiró hondo y se apartó.

Se refugió en el salón, buscando espacio para respirar. Antes de que su cabeza le diera una vuelta más, abrió de golpe la ventana. El frío de diciembre le caló hasta los huesos, pero le devolvió a su cuerpo. 

Eso le dio el último empujón. Sacó el móvil, desbloqueó la pantalla y se quedó mirando el número. Lo había guardado tras el primer café, tras la primera promesa implícita que nunca se cumplió. Su pulgar flotó un segundo sobre la pantalla antes de caer. La llamada conectó. Al tercer tono, una voz femenina respondió:

—¿Hola? —respondió una voz de mujer al otro lado.

—Soy Pablo —dijo él, y su voz ya no temblaba—. Aquel del concierto de Vetusta Morla en la Riviera, el que se quedó sin entrada y acabó colándose contigo. ¿Te acuerdas?

Una risa suave.

—Claro que me acuerdo. Me debes una cerveza desde entonces.

—Tengo una botella entera de Albariño en la nevera y un ático vacío que ya no me duele —respondió Pablo—. ¿Vienes?

Silencio breve. Luego:—Dame veinte minutos.

Pablo colgó, miró la puerta cerrada donde Lucía seguía llorando al otro lado, y por primera vez en meses se rió de verdad.

Después abrió el armario, sacó una camisa limpia, se la puso y empezó a quitar las fotos de las paredes una a una.

El infierno había terminado.

Y esta vez, cuando volvió a subir, lo hizo despacio, sin prisa, sabiendo exactamente dónde ponía los pies.

01 diciembre 2025

Una taza, un comienzo

 

A veces pienso que mi vida empezó en una taza.

Hace poco me contaron una costumbre antigua: a los niños pequeños les ponían unas gotas de café en el Cola Cao para que no se durmieran y aguantaran despiertos, y anís en el chupete para que cayeran rendidos por la noche.

Infancia como ensayo general de lo que vendría después: estimulante para resistir, depresor para desconectar.

Llevaba semanas esperando el mensaje del laboratorio. Miraba el móvil cada pocos minutos aunque fingiera que no. Era solo una confirmación de paternidad, pero por dentro intuía que no era tan solo eso.

Aquel día llegué destrozado a la cafetería de siempre. Solo quedaba una mesa ocupada por un hombre de cincuenta y tantos, traje gastado, cara de muchas madrugadas. Yo, con treinta y pocos, aún me creía a salvo de ese desgaste, pero lo reconocí al instante: era yo en versión futura.

—¿Puedo sentarme?

—Claro —dijo, recogiendo papeles.

Pidió otro café. Yo pedí el mío. Él ya llevaba varios y aún pedía más.

Silencio primero. Dos desconocidos respirando el mismo humo.

—¿Día duro?

—Duro es poco. Mañana auditoría y no doy una.

—El café hace lo que puede —dije.

Soltó una risa que no llegó a sonrisa.

—Hace años que me hundí. Solo cambio de profundidad.

—¿Estás bien?

—No. Pero ya ni sé cómo contarlo.

—Prueba.

Miró la taza vacía.

—A mí de pequeño me ponían café en el Cola Cao para que no me durmiera —dijo—. Y anís en el chupete para que me durmiera. Mi abuela decía que así se domaba a los niños. Creí que lo había dejado atrás… hasta que hace años murió mi hijo. Ahora necesito café para sobrevivir al día y cualquier cosa para apagar la noche.

No supe qué responder. Pedí un vaso de agua para él. Bebió lento.

—Gracias. No sé por qué te lo cuento.

Porque a mí tampoco me asusta escuchar —dije—. Estoy esperando un mensaje del médico. Para saber algo sobre mi padre biológico.

Me miró con una calma que dolía.

—Cuando llega una verdad así, te da la vuelta entera.

Hablamos después de tonterías para bajar la tensión. Al levantarnos recogió sus papeles despacio.

—Gracias por escuchar. Me llamo Sergio.

—Mateo.

Nos despedimos como quien se despide de un espejo.

En casa, el móvil vibró al fin.

«Hola, Mateo. Confirmamos que tu padre biológico se llamaba Sergio. Te daremos más detalles»

Leí el mensaje y noté que ya lo sabía. No era una sospecha, era una certeza: el hombre de la cafetería, el que hablaba del café y del anís con esa voz cansada que ahora estaba dentro de mí, era él. Mi padre. Lo sentí en el estómago, en los huesos, en cada latido que se me aceleró de golpe.

Me quedé sin aire.

Sergio.

El mismo nombre, la misma edad aproximada, los mismos ojos que había estado mirando sin saberlo. Todo encajaba demasiado para ser casualidad. El hombre que de niño había tomado café para aguantar y anís para caer. El universo acababa de cerrarme el círculo en una taza de café.

El móvil vibró otra vez. Mensaje suyo:

«Mateo, gracias por hoy. Ha sido como hablar con alguien a quien ya conocía de siempre.»

Le escribí:

«Ojalá no nos hubieran puesto tanto café y tanto anís de pequeños.»

Contestación inmediata:

«Ojalá. Ahora estamos despiertos.»

Y esa frase tan simple me dejó temblando.

Ya no era el café lo que me mantenía en pie.

Ni el anís lo que me hacía caer.

Era él.

Era yo.

Era la verdad que, por fin, había despertado,

Supe esa nueva vida, al fin y al cabo, había empezado en una taza.

Solo que ahora la taza era nuestra.