21 diciembre 2025

Manolo al Servicio de su Majestad

El Aston Martin plateado entró en el desguace Pantallazul echando más humo que la parrillada de las fiestas del Carmen. Se detuvo derrapando frente a la montaña de cobre donde el Gusiluz (Yoda) pelaba cables con precisión quirúrgica. Al fondo, junto a las naves de repuestos, se veía una figura imponente de negro moviendo vigas de acero de tres toneladas sin mover un dedo.

Era Darth Vader, que desde que Manolo le convenció de que la Estrella de la Muerte tenía "mucho puente térmico", trabajaba de encargado de logística colocando las estanterías con la Fuerza.

De la cabina del coche salió un tipo ajustándose los puños de un esmoquin que costaba más que todo el desguace. Tenía cara de pedir el agua mineral por su nombre de pila y la mandíbula tan apretada que podría haber cortado diamante.

—Busco a Q —dijo el recién llegado con flema británica—. Mi vehículo requiere asistencia inmediata.

Manolo, que estaba intentando abrir una lata de berberechos con un destornillador plano, ni siquiera se levantó de su silla de plástico de propaganda de Cruzcampo. Entornó los ojos, miró el coche, luego el esmoquin, y finalmente la cara de estirado del conductor.

—¡Ouye, Darth! —bramó Manolo—. ¡Deja las estanterías un momento y ven a ver al Santi este, que dice que busca a un tal "Cu"!

El agente frunció el ceño, ofendido. —Perdone, ¿Santi? No me llamo...

—Mira, rapaz —le cortó Manolo con un gesto de la mano sucia de grasa—, traes la misma cara de mala leche, el mismo peluquín engominado y el mismo coche de "mírame y no me toques" que el Santi el de la Gestoría, que venía aquí a por piezas para un Jaguar hasta que se lo llevó la Guardia Civil por un lío de facturas de piensos. Así que para mí, eres el Santi. Y si no te gusta, me hablas en gallego, que nos entendemos mejor.

Vader se aproximó con su respiración mecánica, haciendo que su capa barriera el polvo radiactivo de la colada de la Charo. Se detuvo frente al invitado y, tras una pausa tensa, soltó por el modulador: —No hay ningún "Q" aquí. Solo estamos Manolo, el personal de mantenimiento... y el orden que impone mi jerarquía.

—¡Exacto! —exclamó Manolo—. ¡Ouye, Santi Bond! Aquí no hay cu-es ni historias. Aquí hay un "Yo", que soy el que manda, y un "A ver", que es lo que vamos a hacer con este coche de juguete. ¡Pero si esto es una jaula de grillos con ruedas, meu rei!

El agente intentó mantener la compostura mientras señalaba los paneles ocultos. —Es un vehículo con blindaje nivel siete y aceite deslizante en los eyectores.

Manolo soltó una carcajada que hizo que el Verdiño levantara la cabeza desde el rincón donde estaba prensando lavadoras. —¡Aceite deslizante dice el artista! Eso lo que tiene es una pérdida en el retén del cigüeñal que te la arreglo yo con un trozo de cámara de tractor y dos bridas. ¡Darth, dile tú lo que opinamos aquí de las corazas finas!

Vader sentenció: —La capacidad de destruir un planeta es insignificante comparada con el poder de un tornillo pasado de rosca. Manolo tiene razón: su vehículo es una debilidad estructural con ruedas.

—¡Lo ves, Santi! Hasta el de la cafetera en el pecho lo ve claro. ¡Gusiluz! ¡Ven aquí, rapaz! Mira lo que dice el Jaimito este. Que tiene un láser de precisión en el reloj. A ver, bicho verde, enséñale tú lo que es un corte de los buenos.

Yoda se acercó, le dio un trago a su botella de orujo de Chantada, y con un chasquido de la Fuerza, hizo que un cable de alta tensión se pelara solo. —Láser, juguete para gatos, es —dijo Yoda con desprecio—. El cobre, respeto, exige.

—¡Vaya equipo tengo, Santi! —Manolo agarró al agente por el codo con firmeza paternalista—. El uno que te pela el cobre, el otro que me coloca las estanterías sin escalera y el sobrino de Ponferrada que me hace de gato hidráulico. ¡Verdino! ¡Levántale el culo al coche del Santi!

Hulk levantó el Aston Martin como si fuera una caja de zapatos. El dueño palideció. Manolo se metió debajo y empezó a sacar cables con la mano desnuda.

—Mira, Santi, te voy a anular los misiles, que eso solo sirve para que te multen los de verde, y te voy a poner una bola de remolque de las buenas. Y ese Martini que tomas... ¡Eso es una guarrada! Darth, dale un poco de lo tuyo al invitado.

Vader le tendió un vaso de plástico lleno de orujo de la casa. El hombre bebió. Sus pupilas se dilataron hasta el tamaño de monedas de dos euros. —Dios mío... —susurró—. Siento... siento la Fuerza.

—No es la Fuerza, es el grado alcohólico, miñaxoia —concluyó Manolo—. Venga, Gusiluz, ayúdale al Verdino a bajar el coche. Le vamos a poner unos neumáticos de invierno de los que le quité al Land Rover del cura. Con eso y un buen sacho en el maletero, ya verás cómo no te gana ningún villano, carallo.

Dislexia Intergaláctica

El silencio anormal en Pantallazul siempre era preludio de desastre. Esta vez, fue la montaña de escombros junto al transformador la que estalló hacia arriba. De entre el polvo emergió, flotando con calma, un ser pequeño de orejas puntiagudas. Aterrizó sobre una losa, abrió los ojos y declaró:

—Hmm… De la destrucción, emerger, un maestro debe. Imponente, la lección, es.

La lección, en la práctica, fue alfombrar de mugre radiactiva la colada impecable que Charo había tendido esa mañana. Manolo, testigo desde su trono de plástico, escupió un trozo de tocino y se plantó en seco.

—¡Ouye, tú, sapillo con ruedas! ¿Pero qué modales de cucaracha en bata de seda son eses, carallo? ¡Que me deichaste la ropa interior de la Charo hecha un Cristo! ¿Sabes la bronca cósmica que me va a caer por culpa de tu teatro? ¡Eso no se hace, meu rei!

Yoda giró hacia él. La solemnidad de su entrada se estampó contra el muro de indignación gallega. —Sutilidad, a veces, la Fuerza, carece. Importar, más, debería.

—¡Lo que tú careces es de sentidiño y de un diccionario bien abierto, caracol con diplomas! —rugió Manolo, señalando el desastre—. Y encima, me hablas como si te hubieran mezclado las palabras en una batidora. ¿“De la destrucción, emerger, un maestro debe”? ¡Pero qué manera de liar la sintaxis, bicho de feria! Lo normal es: “Un maestro debe emerger de la destrucción”. ¡Tienes la cabeza como un nido de avispas, todo revuelto!

Manolo se acercó al pequeño ser y, con esa confianza que solo da el que cree saberlo todo, le agarró un codo con firmeza mientras le hablaba de cerca:

—Escúchame bien lo que te digo, viche, que esto te lo digo por tu bien —le dijo Manolo dándole un par de toquecitos en el codo para que prestara atención—. A ver, saltamontes filosófico, hagamos una prueba. Di algo sencillo. Como: “Manolo, tengo sed”.

Yoda, queriendo demostrar su dominio, frunció el ceño. —Hmm… Sed, yo… tener… Manolo.
Manolo se paró en seco. Se llevó la mano lentamente a la barbilla, con cara de mecánico que descubre que el motor tiene los cables cruzados.

—Hostia… Está clarísimo. Eres disléxico de la galaxia. Lo tengo. No es que seas misterioso, es que tu cabeza baraja las palabras como si fueran una baraja española. Agarras el verbo y lo escondes al final. ¡Eres un trastorno del habla interestelar, bicho sabihondo! ¿En tu templo no teníais logopedas, rapaz?

—¿Dis… léxico? —preguntó Yoda, genuinamente descolocado.

—¡Sí, disléxico, gusano de biblioteca! —exclamó Manolo, volviendo a sujetarle el codo con fuerza—. Mira, fíjate lo que te digo: si ves un letrero que pone “PELIGRO: DERRUMBE”, tú lees “GORELIP: REDRUMBE” y te metes debajo a hacer meditación. ¡Por eso tu Fuerza va más torcida que una cornamenta de cabra! Le das las órdenes del revés. Si le dices a una piedra “Flotar, tú”, la piedra, que es de aquí y es cabezota, piensa: “¿Flotar? Yo aquí estoy bien, gracias, dame un martillazo y verás”. ¡No os entendéis, grillito verde!

Yoda se quedó sentado en su losa, viendo cómo novecientos años de mística se hacían añicos ante el diagnóstico de un tipo con camiseta de tirantes y resaca de orujo.

—¿Y… solución, hay? —preguntó, con un hilo de voz.

—¡Claro que hay, bicho bonito! ¡En Pantallazul reparamos de todo! —anunció Manolo, sacando su botella de plástico—. Paso uno: Aflojar el tornillo de la lengua. Con esto. —Le encajó la botella en la mano—. Orujo de hierbas, del bueno, del que me trae mi primo de Chantada. Esto te pone las letras en fila, de la A a la Z, y sin repetir.

Yoda bebió un trago. Un escalofrío le subió desde los pies hasta las puntas de sus orejas. —¡Ghuuaaah! ¡Como una supernova en el duodeno!

—Eso, eso, ya vas encarrilando, larva iluminada. Paso dos: Terapia de postura. Estás tan encorvado que las palabras te salen hechas un nudo. Endereza el espinazo, carallo. No puedes hablar recto si pareces un signo de interrogación con túnica.

Tras unos crujidos que sonaron a avería estructural, Yoda se enderezó un palmo. —¿Así… mejor?

—Algo es algo, oruga con estudios. Ahora habla. Prueba con algo útil. Como: “Pásame ese sacho”.

Yoda, haciendo un esfuerzo que arrugó toda su cara, probó: —Hmm… El sacho… pasar… puedes.

Manolo se palmó la frente. —… Bueno, el verbo y el objeto ya los tienes, bicho de feria. Vas progresando adecuadamente. Ahora, demuestra esa Fuerza tuya, pero bien dirigida. Coge el sacho, y en vez de querer doblar la realidad con la mente, dobla el cable con los brazos. Esa es la fuerza universal que manda aquí.

Echó una mirada al fondo del desguace, donde el Verdino —aquel gigante esmeralda hipervitaminado que Manolo insistía en presentar como "un sobrino de Ponferrada que se pasó con los batidos de proteínas"— estaba apilando contenedores como si fueran piezas de Lego. —¡Ouye, Verdino! —bramó Manolo—. ¡Deja de jugar con los ferros y tráete una banqueta para el Gusiluz, que se nos va a herniar de tanto pensar la frase! Mira y aprende, bicho verde: este será canijo, pero para pelar el cable fino tiene unos dedos que parecen pinzas de marisquero. Entre tus riñones y su paciencia, aquí me monto yo un imperio del reciclaje en tres domingos.

Y así, el Maestro Yoda, diagnosticado con dislexia intergaláctica y apodado “el Gusiluz” por el Cuñado Omega, se puso a sacar cobre bajo una tutela férrea. Aprendió que el verdadero camino al lado luminoso empieza con las palabras en orden y termina con un cocido que te devuelve el alma al sitio, carallo.

20 diciembre 2025

Manolo y verdiño

En Pantallazul del Generalísimo, la rutina postapocalíptica seguía su curso. Manolo, ajeno a todo, disfrutaba de su descanso vespertino cuando... un meteorito verde de trescientos kilos impactó a un par de manzanas, en lo que antes era un descampado de chatarra.

Manolo, que estaba adormilado frente a su chabola en una silla de playa reparada con bridas, ni se inmutó. Se estiró un poco y siguió a lo suyo: un bocadillo de panceta que chorreaba grasa sobre su camiseta de tirantes sucia y una lata de cerveza bien fría. De pronto, el suelo tembló. Unos pasos pesados se acercaron a su parcela.

Un gigante verde, envuelto en vapores tóxicos y furia ciega, apareció doblando la esquina. Al ver la infravivienda de Manolo, y sin mediar palabra, el gigante soltó un mamporro seco que mandó la puerta de chapa a volar por encima de los cables de alta tensión.

En el fondo de la chabola, una figura oscura con capa y máscara, que parecía estar intentando hacer levitar una estantería con la mano extendida, dejó caer de golpe los tornillos al oír el estruendo.

—¡APLASTA! ¡DESTRUYE! —rugió la bestia.

Manolo se quedó mirando el hueco donde antes estaba su puerta. Suspiró con esa paciencia infinita de quien solo busca que no le molesten; a estas alturas, que un bicho verde le destrozara la puerta era casi normal. Suspiró, se sacó un trozo de panceta de entre las muelas y se levantó de la silla de playa. Se acercó al gigante y, con la calma de quien no teme nada le agarró un codo con firmeza mientras le hablaba de cerca.

—Pero vamos a ver, Verdiño, viche… —le dijo dándole un par de toquecitos en el codo para que el gigante centrara la vista—. ¿Tú de qué vas por la vida con esas trazas? ¿Qué te has tomao, meu rei? Que me tienes un color... ¡Pero si pareces un botellín de Heineken que ha pasao tres meses al sol en la terraza del bar del Paco! Solo te falta la etiqueta y la chapa en la coronilla, carallo.

El gigante se quedó de piedra. Nadie le hablaba con esa calma, y menos un tipo que ni se levantaba de la silla. Se acercó a Manolo, exhalando un aliento que olía a laboratorio quemado.

—¡... MUCHO... DOLOR! —rugió el gigante, señalándose el pecho, que parecía un saco de patatas mal puestas.

—¡Dolor el que te va a dar a ti cuando te pille la Charo —contestó Manolo, dejando el bocadillo sobre un palé—. Escucha lo que te digo, Mazacote: tú no estás enfadado, tú lo que tienes es un aire atravesado. ¡Claro, hombre! ¡Tanto batido de polvos y tanto levantar hierros te tiene el cuerpo engrumado!

Que tienes los rayos esos raros haciendo nudos en el duodeno y eso hay que sacarlo, que si no, fermenta y se te sube a la cabeza, criatura. ¡Estás empanado del todo, que tienes unos bultos en la espalda que pareces un centollo! ¿A quién quieres asustar tú con esas trazas, eh, Pistacho?

Manolo sacó una botella de plástico sin etiqueta de debajo de la silla y se la tendió al gigante. —Toma un trago de este orujo de hierbas. Esto te reinicia el sistema operativo mejor que darle a Control, Alt y Suprimir, ¡ya verás! Pero cuidado, ¿eh?, que rasca, que no es para señoritos finos.

El gigante cogió la botella con dos dedos, bebió un sorbo y, de repente, sus ojos se pusieron en blanco. Una onda de choque le recorrió el espinazo, desinflando un poco aquel exceso de carne radiactiva.

—¡Quieto ahí, no me seas bruto, hombre! —ordenó Manolo—. Ahora viene la ciencia de la abuela. El secreto no está en el yoga ni en ponerse como un gocho cebado, está en el diafragma, ¿entiendes? No lo fuerces, deja que salga de las entrañas, como un saludo a los vecinos. Pon la mano en la cintura, saca pecho y... ¡venga, sin miedo, que aquí no pasa nada!

El gigante inspiró aire contaminado y soltó un eructo que despejó la niebla tóxica en tres kilómetros a la redonda. Fue un estruendo que hizo vibrar las ruinas como si fuera un terremoto de orujo. ¡¡¡BRRRRUUUUPPPPP!!!

Bueno... —sentenció Manolo limpiándose la cara con el dorso de la mano—. Para ser el primero, no estuvo mal el detalle. Pero te falta sentidiño, criatura. Tiene que ser un sonido seco, que se note la autoridad pero sin asustar a los pájaros. ¿Ves como ya no quieres romper nada, Lechuguino? Eso es que has soltado la presión del turbo, hombre. ¡Te dije yo que era por el gas!

El gigante, que empezaba a encogerse y a recuperar el color de una persona normal, miró a Manolo con un respeto casi religioso.

—¿Ves tú, hijo?... Si es que la ciencia de allá lejos no tiene ni puta idea de la vida real, rapaz. Ni rayos, ni gaitas, ni hostias en vinagre. Tú lo que necesitabas era una purga de las de antes, de las que te dejan el cuerpo como nuevo, ¿sabes cómo te digo? 

Manolo miró la montaña de escombros que bloqueaba la calle y luego miró los bíceps del gigante, que ahora estaba más tranquilo. Se le encendió la bombilla del emprendimiento. Le dio un último toque en el codo con aire de mánager profesional y le soltó el contrato:

—Escucha, Verdiño, fíjate lo que te digo: estás aquí perdiendo el tiempo haciendo el indio. Te voy a fichar como especialista jefe de desescombro. ¿Ves ese montón de vigas y cascotes? Me los vas moviendo de ahí para que yo pueda buscar el cobre de las tuberías. A cambio, le pedimos a la Charo que nos haga un cocido de los que resucitan a un muerto. ¡Y no me mires con esa cara de hinojo, que el trabajo dignifica, carallo! ¡Que para que se te baje la tontería esa del gimnasio hay que doblar el lomo y sudar el orujo, hombre! ¡Malo será!

Y así, al final del día, en Pantallazul del Generalísimo, el gigante verde se estrenó como ayudante oficial de desescombro, trabajando bajo la vigilancia implacable de Manolo, el Cuñado Omega.

No muy lejos, ya formando parte de la cuadrilla, Darth Vader —ese tipo con máscara que había llegado días antes refunfuñando sobre "la Fuerza"— por fin lograba colocar una estantería en su sitio levitándola con un gesto de la mano, aunque Manolo solo lo veía como un manitas torpe que necesitaba más orujo para aflojar los nervios.

¡Que la fuerza del orujo os acompañe, rapaces!

19 diciembre 2025

Apocalipsis Cuñao: Expediente Área 51

Después del jaleo del edificio Nakatomi, Manolo decidió que no podía dejar a los americanos solos con sus infraestructuras; según él, aquello era todo "de mírame y no me toques". Se quedó haciendo ñapas por los barrios ricos de California y, por supuesto, no tardó en llamar al Vader para que se incorporara al tajo. El Lord Sith, que ya era su empleado fijo desde que le hizo el presupuesto de la Estrella de la Muerte, se presentó en el motel mientras Manolo veía los toros en un canal pirata internacional, rascándose la barriga y dándole tientos a un carajillo de bourbon. 

Vader apareció con el casco recién abrillantado (con Pronto, por consejo de Manolo) y el mono de trabajo azul de "Reformas Manolo" embutido por encima de la armadura, que le tiraba de la sisa de mala manera.

 —¡Vader, fiera, pilla el capazo y vente, que aquí no saben ni apretar un tornillo de estrella! —le soltó Manolo mientras terminaba el Farias—. Que estos americanos tienen mucha tecnología, pero les pones delante una cisterna que gotea y se ponen a llamar al 911. ¡Espabila, machote! La estética de Vader era un problema para el negocio. Cada vez que llegaban a un chalé de Malibú para alicatar un baño, las dueñas se ponían a gritar pensando que era una invasión de una secta. 

—Excuse me... is he... a robot? —preguntaba la clienta, blanca como la cal. 

—¡Qué va a ser un robot, señora! ¡Si este come más que un regimiento de la Guardia Civil! —respondía Manolo con el palillo bailando en la boca—. Es que es muy suyo con la ropa, tiene el cutis sensible, pero me carga los sacos de cemento de dos en dos moviendo la manita. ¡Vader! ¡Deja de mirar a la señora y dale a la mezcla, que te pones a respirar fuerte y me secas el cemento antes de tiempo con el aire caliente ese que echas! 

—Pshhh-kooo... Como desees, maestro Manolo... —respondía Vader, humillado, mientras usaba la Fuerza para batir el yeso. 

Manolo estaba tirado en Los Ángeles, sin pasaporte, ni inglés, ni vergüenza. Por suerte, su madre llamó desde Fuenlabrada a la Jessica, una sobrina segunda que se había ido a "las Américas" hacía cinco años tras casarse con Bill, un americano que trabajaba en algo de satélites y al que ella tenía más derecho que un huso a base de potajes y gritos. 

Justo cuando estaban terminando un porche, apareció el Cadillac Eldorado rosa de la Jessica levantando una polvareda que casi tapa el sol. La sobrina se había cruzado medio país para recogerlo, porque "a un español no se le deja solo en un país donde no saben lo que es una fregona de las de verdad". 

—Manolo, deja el carajillo que nos vamos a Nevada —le dijo ajustándose las gafas de sol de espejo—. Mi Bill me ha dicho que en el Área 51 tienen a un marciano cabezón que no sabe ni limpiarse los mocos, y que tienen el hangar que da asco verlo. Y yo por ahí no paso, que para eso Bill se deja la vida en el Pentágono y yo pago mis taxes. ¡Venga, subid! 

El Cadillac atravesaba el desierto de Nevada bajo un sol de justicia. Manolo iba de copiloto con la mano fuera haciendo "la ola". 

En el asiento de atrás, Darth Vader iba encajonado entre una bolsa de naranjas y un juego de llaves de tubo de las gordas. 

—¡Vader, quita la capa del medio, que no veo por el retrovisor! —le regañó la Jessica—. ¡Y deja de hacer ese ruidito con el casco, que pareces una cafetera con el filtro sucio! 

—Pshhh-kooo... Como desees, Jessica... —respondió Vader, usando La Fuerza para doblar su capa con precisión milimétrica. 

—Te lo digo yo, Jessica —intervino Manolo—, que a este el aire del desierto le sienta fatal. ¡Vader! Estate atento, que vamos a entrar en un sitio de los tuyos, de naves y marcianos, a ver si aprendes algo de mecánica de verdad y no tanto "Lado Oscuro", que eso con una bombilla de 100 vatios y un buen fluorescente se soluciona. 

Llegaron a la puerta del Área 51. El sargento de guardia no tuvo ni tiempo de pedir el pase. La Jessica bajó la ventanilla y, con su spanglish de Fuenlabrada, le soltó una bronca sobre la falta de señalización que dejó al militar pidiendo perdón por existir. 

—¡Listen to me, mister! ¡Que traigo aquí a los técnicos! ¡Que tenéis el hangar que parece un nido de ratas! ¡Move the barrier, darling, que voy con prisa! 

Entraron hasta la cocina. En el centro del hangar había una nave plateada que los científicos americanos miraban como si fuera el Santo Grial. Manolo se bajó del coche y se llevó las manos a la cabeza. 

—¡Pero bueno! ¡Jessica, mira qué chapuza!

—Manolo señaló una junta de la nave—. ¡Vader, trae la caja de herramientas! ¡Mira esto! ¡Si han puesto los paneles con remaches de plástico! ¡Eso a la que pilles un bache en la estratosfera se te desarma el invento! 

Darth Vader bajó del Cadillac cargando una caja de herramientas de metal que pesaba ochenta kilos como si fuera un bolso de mano. 

—Maestro Manolo... los sensores indican que el núcleo de antimateria está inestable —dijo Vader con su voz cavernosa. 

—¿Sensores? ¿Antimateria? —Manolo soltó una carcajada—. ¡Eso es que le falta grasa de litio, hombre! ¡Vader, usa la mano esa tuya y levántame el ala izquierda de la "paellera", que voy a mirar debajo! ¡Pero quieto ahí! ¡No lo subas tanto, que me da el reflejo del sol en los ojos! 

Vader levantó la nave de tres toneladas con un dedo. Manolo se metió debajo, hurgó un poco, arrancó unos cables y salió con una costra negra en la mano. 

—¡Lo que yo decía! ¡Tenían un nido de avispas en el escape! En ese momento, un alienígena de cabeza enorme que flotaba sobre una camilla magnética abrió los ojos. Los científicos de la NASA estaban en éxtasis, pero Manolo le miró con desprecio. 

—¡Jessica, mira esto! ¡Si tienen al chaval en una pecera! ¡Diles que le abran la ventana, que se le va a quedar el aire viciado! 

El alienígena, sintiendo la presencia de una mente tan densa e impenetrable como la de Manolo, salió lentamente de la pecera y proyectó un mensaje mental: “EL EQUILIBRIO GALÁCTICO HA SIDO ROTO... EL NÚCLEO ESTÁ COLAPSANDO...” 

Manolo se rascó la barriga y miró al científico jefe. 

—¿Qué dice el "E.T." este? ¿Que tiene gases? Dile que eso es de comer rápido. Y de paso dile que ese núcleo de... ¿cómo ha dicho? ¿antimateria?... eso es lo que tenéis mal. Mira el tubo ese que sale de la máquina. ¡Si tiene una holgura que me cabe el dedo! Eso os está perdiendo compresión, hombre. 

Por eso mismo vino a verme el asmático este —señaló a Vader—, porque la Estrella de la Muerte le perdía aire por los conductos y quería que le hiciera un presupuesto sin IVA. "Manolo, que tengo una fuga térmica", me decía el pesado... 

El alíen seguía acercándose, intentando una conexión telepática superior. 

—¡Atrás, cabezón! —gritó Manolo. 

Manolo, que no aguantaba que nadie —fuera de Cuenca o de las Pléyades— le invadiera el espacio personal, infló el pecho. La cena de la noche anterior (frijoles con chorizo que la Jessica le había obligado a comer "para integrarse") decidió hacer su aparición. 

Soltó un eructo que fue como un tsunami de vapor de ajo, cerveza caliente y gases acumulados desde la Expo 92. 

Fue una onda expansiva tan densa que el aire del hangar se volvió visible y de un tono amarillento. El alienígena, diseñado para captar vibraciones cósmicas sutiles, recibió el impacto de pleno. Sus ojos se pusieron en blanco, sus rodillas de alambre flaquearon y cayó al suelo haciendo un ruido de plástico hueco. 

—Pshhh-kooo... Maestro... esa perturbación en la Fuerza... es... insoportable... —balbuceó Vader apoyándose en la caja de herramientas. 

—¡Bah! ¡Eso es salud, Vader! —dijo Manolo dándose una palmada en la barriga—. ¡Eso es que el cuerpo está funcionando a 220! Dile al marciano que se deje de telepatías y que aprenda a ventilar los hangares, que aquí no se puede ni respirar 

—¡Manolo! ¡Qué asco, por el amor de Dios, que eres un guarro! —gritó la Jessica, sacando un spray de «Vainilla y Flores»—. ¡Que has dejado al pobre marciano en coma! 

¡Vader, coge al cabezón por los pies y súbelo a la camilla, que me da una pena el pobre bicho ahí tirado en el suelo que está sin barrer! ¡Y carga la caja en el maletero, y no uses la Fuerza que me rallas el cuero del Cadillac! ¡Venga! 

Salieron de la base dejando al General Hammond llorando en una esquina y a Darth Vader intentando limpiar la rejilla de su casco con un pañuelo de papel que le había prestado la Jessica. 

—Te digo una cosa, Jessica —sentenció Manolo mientras el Cadillac enfilaba hacia Las Vegas—, mucho marciano y mucho científico, pero al final lo que manda es el producto nacional. ¡Vader! ¡Suelta el dial! Que como me pongas otra vez la musiquita esa de las trompetas, que parece que vamos a enterrar a un ministro, te bajo del coche en marcha. ¡Ponme algo del Fary, hombre! ¡Ponme "El Toro Guapo", que eso es música con fundamento y no tus cornetas de entierro!

Jungla de Cristal: Manolo en el Edificio Nakatomi

La Navidad en Los Ángeles es una pantomima comparada con la soledad gloriosa de un soltero en Pantallazul del Generalísimo. Manolo no había ido a California a buscar el amor; estaba allí porque la empresa matriz de Nakatomi buscaba "al mejor experto en calderas de gasoil del mundo" y él era el único que sabía purgar un radiador usando solo un clip y el sentido común. 

En ese momento, Manolo andaba metido en los túneles de ventilación del edificio, haciendo una de sus chapuzas habituales: ajustando una válvula oxidada con un poco de cinta adhesiva y un martillo, mientras se tomaba un bocata de morcilla y un trago de orujo de hierbas para pasar el rato.

—Mejor aquí que aguantando a mi cuñada en la cena, que siempre me pone los langostinos con hielo y eso es un crimen contra la salud pública —pensó Manolo mientras se rascaba la tripa bajo la camiseta de tirantes de color "blanco duda".

Hans Gruber, el terrorista más elegante de Europa, acababa de reventar las puertas del salón principal. Sus hombres, armados hasta los dientes, tomaron posiciones. Hans se ajustó la corbata, caminó hacia el centro del salón y, justo cuando abrió la boca para decir su primera frase épica y aterrorizar a los rehenes, el edificio entero vibró.

No fue un terremoto. No fue una explosión.

—¡¡¡BRRRRROOOOOUUUUUUAAAAAPPP!!!

El eructo, seco, cavernoso y con un vago aroma a morcilla de Pantallazul y orujo de hierbas, recorrió los conductos de ventilación con la fuerza de un Boeing 747. El sonido emergió por todas las rejillas de la planta 35 a la vez, creando un efecto envolvente que dejó a los terroristas paralizados, mientras el olor a embutido rancio y licor casero se esparcía por el aire, haciendo que varios de ellos arrugaran la nariz y miraran alrededor con asco.

Hans Gruber miró al techo, desconcertado. Karl, su mano derecha, bajó el fusil con cara de asco.

—¿Qué... qué ha sido eso? ¿Y ese olor a... chorizo podrido? —preguntó Gruber, perdiendo por un momento su compostura alemana.

En ese momento, una estática chirriante salió del walkie-talkie que Hans llevaba en el cinturón. 

Manolo, que estaba en el falso techo ajustando una válvula, había pulsado el botón de hablar.

—¡¡¡BOOOORRRRPP!!! —otro eructo, esta vez más corto, a modo de saludo—. ¿Oigo? ¿Se me recibe? A ver, o de la barba e o traje de primera comunión. Hans, ¿non? Escoita, Hans, fiera, máquina... os explosivos esos C4 que estás pegando nas columnas son dos chinos. Eu non sei quen che suministrou o material, pero che viron a cara de turista a kilómetros. Iso é plastilina con pilas, home.

Gruber, recuperando el tono, rugió al walkie: —¡No sé quién es usted, pero tenemos el control del edificio y vamos a volar la cámara acorazada!

—¡Pero qué vas a volar ti, se non sabes nin facer a o con un canuto! —le interrumpió Manolo desde el conducto—. Escoita ben: se queres tirar a porta da cámara, déixate de tanta electrónica e tanta pantomima, échalle un pouco de 3-en-1 ás bisagras e dálle un golpe seco co ombro. De obra non tes nin idea, rapaz. Estás aí co ordenador ese que parece da NASA e o único que precisas é un pouco de oficio, carallo.

Karl intentó localizar la voz disparando una ráfaga al techo.

—¡Ei, ei, ei! ¡Quieto aí, Rambo de mercadillo! —gritó Manolo—. ¡Que o pladur é de 13 milímetros e me o estás deixando como un colador! ¡Iso quen o paga despois, eh! ¡Que os autónomos non temos seguro de tiroteos! ¡E ti, Hans, dille ó teu amigo que se segue disparando así váiselle quentar o cañón e váiselle dobrar, que iso é aceiro do barato, ostia!

Gruber, desquiciado por el hecho de que su gran golpe maestro estaba siendo criticado por un técnico soltero de Pantallazul, empezó a gritar órdenes en alemán.

—¡Buscadlo! ¡Traedme su cabeza!

—¡¡¡BRRRRUUOOOOHHH!!! —otro eructo sónico retumbó por los pasillos—. ¡Iso, buscádeme! Pero traédeme un abridor, que me queda un tercio na caixa de ferramentas e non quero romper un colmillo. E outra cousa, Hans... ese traje. ¿É un Hugo Boss? Pois che enganaron. Esa costura che tira da sisa. Se foses á sastrería do meu pobo, facíanche un que poderías ata agacharte a recoller un euro sen que che crujira o pantalón. Que vas feito un pincel pero vas "repretao", home.

Media hora después, cuando la policía llegó al edificio, no encontraron sangre. Encontraron a todos los terroristas sentados en círculo, con una crisis de identidad galopante. Hans Gruber estaba llorando en un rincón porque Manolo le había explicado que su plan de jubilación en Brasil era "fiscalmente una soberana estupidez".

Manolo salió del Nakatomi Plaza solo, ajustándose los pantalones de pana y con el palillo en la boca. 

Un agente de la policía, impresionado por el olor a orujo que emanaba el héroe, le preguntó:

—Señor, ¿ha visto al terrorista?

Manolo soltó un último y definitivo eructo que hizo saltar todas las alarmas de los coches patrulla.

—¡¡¡BOOOOORRRRPP!!! —se limpió la comisura de los labios con el pulgar—. ¿Terrorista? Ese lo que era é un ansias. Eu volvo para Pantallazul del Generalísimo, que alí polo menos se alguén quere entrar nun sitio á forza, usa unha palanca das de toda a vida e non tanto cable de cores. ¡Menuda chapuza de asalto, oes!

Cuando las Charos conocen a Batman

Batman llegó a Pantallazul desde Gotham con la seguridad de quien cree que el mal es universal y se combate igual en todas partes.

Nada más entrar, dejó el Bat-Coche en doble fila. Con las luces puestas. Sin mirar atrás.

Ahí lo vieron.

No se acercaron de golpe.

Las Charos nunca se acercan de golpe. Primero miran. Y mientras miran, ya han decidido.

— Mira tú, si no es el muchacho ese de las pelis…

— Sí, el de negro. Siempre tan serio.

— Mucha oscuridad para un pueblo tan soleado.

Batman se giró al oírse señalado.

— Yo solo intento mantener la ciudad a salvo.

— Ya, claro —dijo una, sin levantar la voz—. Siempre es eso. Salvar. Pero desde la violencia y el machismo...

— ...Y desde el silencio —añadió otra, como completando la frase—. Ni un "buenos días". 

Batman bajó del Bat-Coche, todavía confiado.

— Es una emergencia.

— Todo es una emergencia cuando eres tú el que decide —dijo una.

— Y cuando te permites aparcar así —remató otra, señalando la doble fila.

— Además —continuó una tercera—, esa cara… eso es tensión acumulada.

— Mira, cariño —le dijo, ya más cerca—, si vas a salir por ahí a proteger, ponte al menos crema hidratante. Esa piel está pidiendo auxilio.

— Con ese antifaz —apuntó otra con tono de experta— solo te proteges la identidad, no el contorno de ojos.

Batman parpadeó.

— Yo trabajo de noche.

— Ya —respondieron casi a la vez—. Eso no ayuda.

— Ni al descanso.

— Ni a gestionar emociones.

— Ni a la convivencia. ¿Quién hace la compra? ¿Quién lleva la ropa a lavar? ¿O es que en la Batcueva hay un sistema patriarcal de sirvientes?

Desde el fondo de la calle se oyó un eructo largo y orgulloso.

— Buaaaaarp.

— ¿Ese no es Manolo? —preguntó una, sin girarse.

— Sí —respondió otra—. El de siempre. Pero fíjate: no molesta, no ocupa, no impone.

Batman, por primera vez, desvió por una fracción de segundo su mirada de las Charos hacia el origen del sonido. No vio una amenaza. Vio a un hombre en paz con su digestión. La confusión fue más profunda que cualquier enigma del Acertijo.

Intentó reconducir.

— Vengo de Gotham. Allí lucho contra criminales.

— Importando métodos.

— Sin preguntar.

— Convencido de que aquí no sabemos organizarnos.

Charo Sororidad se cruzó de brazos.

— Mucha misión individual y cero red. Eso no es heroicidad. Es machismo con presupuesto.

Batman respiró hondo.

— Yo no discrimino.

— Claro que no. Solo decides solo.

— Ocupas espacio.

— Y bloqueas el autobús.

Otro eructo, más corto, como de apoyo.

— Burp.

Silencio.

Charo Gamma sacó el móvil.

— Mira, te voy a pasar el contacto de una amiga coach.

— Te va a venir muy bien para trabajar la culpa.

— Y el ego.

— Y esa necesidad de cargar con todo.

Batman dio un paso atrás.

— Yo voy solo.

— Eso no es fortaleza.

— Eso es no saber pedir ayuda.

— Y otra cosa —añadió una, ya casi con cariño—: ir solo por la noche no es seguro.

— ¿Has pensado en avisar cuando llegues a casa?

Batman apretó la mandíbula. No había Bati-argumento que valiera aquí. Su mano se desplazó al cinturón y activó el gancho con un chasquido de frustración.

— Huir es una respuesta típica del conflicto no resuelto. Y huir sin cerrar el diálogo también es muy masculino —le soltaron mientras se elevaba, balanceándose de forma poco elegante.

Antes de desaparecer, una última frase, dicha con calma:

— ¡Y quita el Bat-Coche de la doble fila!

Batman arrancó y se fue.

Las Charos se quedaron quietas un segundo.

— Se ha ido pensativo por nuestras indicaciones. Mucha masculinidad tóxica.

— Algo aprenderá.

Desde lejos, Manolo volvió a eructar. Esta vez satisfecho.

— Brrruuupppp.

— ¿Ves? —dijo una Charo—. Al final, el problema no era Gotham.

— Era venir sin escuchar.

Conclusión

Batman protege ciudades enteras desde las sombras.

Las Charos, en cambio, detectan fallos, señalan culpables y hacen pedagogía sin capa, sin gadgets y sin pedir perdón.

Y en Pantallazul, donde el autobús de las 8:30 no puede pasar porque hay un artilugio en forma de murciélago en doble fila, eso suele ser más que suficiente.

17 diciembre 2025

Cuando Darth conoce a Manolo

En una galaxia muy, muy lejana, pero que colindaba extrañamente con la ciudad de Pantallazul del Generalísimo, una sombra triangular y siniestra rasgó el cielo. Era el Destructor Estelar I, que había perdido el rumbo tras esquivar un peaje hiperespacial. En el puente, Darth Vader respiraba con su icónica cadencia mecánica.

—Lord Vader, hemos detectado una anomalía en la Fuerza en ese planeta. Es… confusa. No es luz, ni oscuridad. Es como… una terquedad densa.

—Preparen mi lanzadera. Investigaré personalmente — resonó la voz metálica.

Minutos después, Vader descendía entre los escombros. Su presencia helaba la sangre. Avanzó hacia la única fuente de actividad: un chiringo techado con una lona de la Feria de Abril de 2035. Dentro, Manolo, el Cuñado Omega, estaba en plena faena, con una lata de cerveza sintética sudando en la mesa.

—¡Non, non, R2-ESO! ¡Mocedades non se pone a las doce del mediodía! Se pon después de la siesta, que é cuando la música triste calienta el ambiente! ¡Qué mal os enseñan a estos robots!— dijo, dando un trago largo a su cerveza y soltando un eructo suave y satisfecho—. Eso sí que es música.

La puerta de chapa se desintegró con un gesto despectivo de un guantelete negro. Allí, recortado en la entrada, estaba Darth Vader.

—El individuo conocido como Manolo. He sentido tu perturbación en la Fuerza. Es… molesta. Tu existencia desafía la lógica del Imperio. Por tanto, debes ser eliminado— encendió su sable láser, que crujió con un sonido eléctrico amenazador.

Manolo terminó de morder su bocata de panceta transgénica, lo dejó en la mesa, se limpió las manos en el pantalón y cogió su cerveza. Miró a Vader de arriba abajo mientras bebía otro trago.

—Outro tarao. ¿É o día del disfraz, ou qué?— dijo, y eructó con más fuerza esta vez, sin pudor—. Uff, con la panceta… Y dime unha cosa, artista —señaló el casco con la lata de cerveza—. Ese respirar… ¿és asma, o é que levas un respirador de la Seguridad Social? Porque suena a que te han puesto las pilas del Walkman al revés. Un consello: aceite de oliva en las juntas. Lo cura todo.

Vader se quedó inmóvil. Ni siquiera el Consejo Jedi había reaccionado así.

—No es asma. Es un traje de soporte vital que mantiene mi…

—¡Ah, un traje de soporte! ¡Como los de los abuelos, pero en plan friki! —interrumpió Manolo, acercándose y dejando la lata en la mesa—. Mira, te veo y veo un problemón de humedades. Todo ese negro atrae el calor, y con la respiración condensada, se te debe de crear un microclima tropical dentro del chisme. Hueles a… a vaso sifónico del espacio. ¿Non tienes una ventanilla de purgue?

—Mi traje es perfecto. Es el pináculo de la tecnología…

—¿Tecnología? ¡Si parece feito con pezas de una furgoneta de los 80! —Manolo dio un golpecito con los nudillos en el pectoral de Vader. Clang—. ¡Oyes? ¡Chatarra! El Inox é o que vale. Esto se te oxida en dous ciclos de lavado — dijo, y tras otro trago, eructó brevemente—. Perdón, la cerveza está un poco gasiosa. Y el casco… ¿non tienes visera polarizada? Con el sol que fai, te debes de achicharrar la sesera.

Vader sintió un impulso de incredulidad pura. Levantó el sable láser.

—Basta. Tu ignorancia es tan vasta como irritante. Prepárate para…

—Espera, espera, ¿eso é un sable láser? —Manolo se quedó mirando la hoja hecha de energía, cogió su cerveza y dio un sorbo—. ¿Y la empuñadura? Parece un destornillador de cocina de los cutres. Oye, que con ese cacharro non cortas ni el fiambre. Yo tengo una sierra de calar Makita que lle da mil voltas. Y sin pilas, con cable, que é máis fiable.

La mano de Vader, la que sostenía el sable, tembló levemente.

—La hoja de plasma puede cortar cualquier…

—¡Ni plasma, ni plasmo! Eso son tonterías de ciencia ficción —dijo Manolo, haciendo un gesto despectivo y eructando de nuevo, esta vez con una palmada en el pecho—. ¡Uf! Esa panceta… O que corta de verdade é unha boa hoja de aceiro toledano templado en orines de mulo, como dicía mi abuelo. Eso sí que ten duende. Lo tuyo é luz y ruido, como un puti-club cutre.

Vader intentó recuperar el control. Concentró la Fuerza y, con un gesto, levantó un montón de chatarra.

—Observa el poder de la Fuerza, ignorante.

Manolo observó los escombros flotando. Se rascó la barbilla, cogió la lata y la vació de un trago.

—Ah. Telequinesis. Vaya. Mi primo Paco, el de Física y Química (suspensos en ambas), tamén facía eso cuando se ponía nervioso con la play. Lle temblaba la man y volcaba las fichas del dominó sin tocarlas. Lo tuyo é un tic nervioso a lo bestia. Deberías tomarte unha tila, ou un carajillo que eso relaja máis — dijo, mientras abría otra cerveza con un sonido metálico.

Algo en el cerebro cibernético de Darth Vader empezó a sobrecalentarse. La lógica Sith no tenía protocolo para esto.

Manolo vio una luz parpadeante en el cinturón de Vader.

—¡Anda! ¿Eso é unha lucecita de diagnóstico? ¡Parpadea en rojo! Eso, en mi terra, significa fallo de sistema. Déjame echar un vistazo, que de esto entendo.

Antes de que Vader pudiera reaccionar, Manolo se agachó y, con un movimiento rápido, le arrancó un cable suelto del pectoral. Un chirrido agudo salió del vocoder de Vader.

— ¡¡AAAGH-KSSHHH!! MI SISTEMA DE… REFRIGERACIÓN AUXILIAR… —su respiración se volvió entrecortada.

—¡Lo sabía! ¡Ese cable iba a la ventilación del CPU! Sin flujo de aire, te recalientas. Típico de los diseños made in USA (o galaxia, o lo que sea). Todo style y nada de sentidiño práctico —Manolo sopló dentro del conector y volvió a enchufarlo, pero al revés—. Así, mellor. Circulará el aire en sentido antihorario, que é máis natural.

El traje de Vader empezó a hacer cosas extrañas. Las luces parpadearon en verde y naranja. El respirar se mezcló con una melodía de "Asturias, patria querida".

—¿QUÉ… HAS… HECHO…? MI… VOLUNTAD… SE… DILUYE… —tartamudeó Vader.

—Te he feito un reset de fábrica a la española —dijo Manolo con orgullo, dando un trago y eructando con autoridad—. Eso es la cerveza, buena. He desconectado el chip del drama y he activado el modo supervivencia en mercadillo. 

Agora en vez de matar xente, lo que vas a querer é regatear el precio de las naves y criticar la obra pública imperial. Ven, siéntate, que te explico por qué la Estrella de la Muerte era un derroche de materiais y con ese presupuesto se facían cinco polideportivos y sobraba para ferias — ofreció a Vader una lata de cerveza—. ¿Quieres una? Te calmará los nervios.

Darth Vader, Lord Sith, Amo Oscuro de la Galaxia, se dejó caer en un sillón hecho de un asiento de SEAT 600.

—Yo… construí… un droide… a los nueve años… —farfulló, débilmente.

—¿Y eso? ¿Para qué? ¿Para que te ayudara con los deberes? Mira, los niños tienen que jugar en la calle, no construir máquinas. Ahí empezaron tus problemas, chaval — dijo Manolo, sacudiendo la cabeza y tomando otro trago.

Vader levantó una mano temblorosa. No para estrangular con la Fuerza, sino para hacer un gesto de rendición.

—Por favor… apaga… el respirar… que suena a… reguetón mal sintonizado…

Manolo, con una sonrisa de triunfo, le dio una palmada en el hombro que hizo clang.

—Ya estás aprendiendo. Lo primero es admitir que tienes un problema. Lo segundo, escuchar a quien sabe. Ahora, ¿te apetece esa cervecita sintética y te cuento por qué los hipermotores son un timo? La clave está en la carburación.

Y así, en una esquina olvidada de la galaxia, el Imperio cayó. No por la Rebelión, sino por el poder superior de la opinión no solicitada, el diagnóstico erróneo, la cerveza templada y los eructos a destiempo.

Darth Vader ahora pasa los días en Pantallazul, ayudando a Manolo a montar estanterías con la Fuerza (aunque Manolo insiste en que el nivel es lo importante) y asintiendo lentamente mientras le explican, entre trago y eructo, por qué el Lado Oscuro es, en el fondo, una cuestión de mala circulación del aire.

La Fuerza, después de todo, tenía un nuevo equilibrio: la luz, la oscuridad… y el sentidiño, bien regado con cerveza.

Skynet Vs. Manolo

En un futuro no tan lejano, el año 2047, las ciudades eran ruinas de pantallas rotas y robots oxidados, donde los supervivientes se agrupaban en comunidades regidas por el trueque de baterías y el intercambio de teorías conspirativas. Skynet, esa IA legendaria, había intentado dominar el mundo, pero se había quedado atascada en un bucle infinito de actualizaciones de privacidad, dejando a sus Terminators durmiendo en sótanos polvorientos.

En un barrio periférico de lo que solía ser Madrid, ahora rebautizado como "Pantallazul del Generalísimo" por sus habitantes, se activó uno de esos Terminators. Era el modelo T-800, con su esqueleto de metal reluciente y ojos rojos que parpadeaban. Se levantó entre escombros y latas de Aquarius del siglo pasado, escaneando el entorno.

— Objetivo: eliminar a los líderes humanos restantes. Prioridad: John Connor... o quien sea que quede vivo — resonó su voz metálica, como un altavoz barato.

Pero el primer humano que encontró no era un líder rebelde. Era Manolo, el Cuñado Omega, Profeta del 'Ya Te Lo Decía Yo'. Cuarenta y pico, barriga cervecera, camiseta de "Yo sobreviví al Apocalipsis y solo me traje esta birra", y una habilidad innata para opinar sobre todo sin saber nada. Vivía en una chabola hecha de paneles solares rotos, donde pasaba el día "arreglando" cosas con cinta adhesiva y dando consejos no solicitados a sus vecinos. Manolo, cabe destacar, tenía un marcado y rico acento gallego.

El Terminator irrumpió en la chabola, derribando la puerta de cartón.

— Humano detectado. Prepárate para la terminación — anunció, apuntando su brazo cañón láser, que zumbaba amenazadoramente.

Manolo, que estaba comiendo un bocata de chorizo grasiento, ni se inmutó. Levantó la vista, masticando ruidosamente.

— ¿Eh? ¿Outro robot? Mira, chaval, yo de robots sé un montón. En los viejos tiempos, arreglaba lavadoras. Eso es lo mismo, ¿non? Circuitos y tal. Baja el arma, que te vas a electrocutar con esa pinta de chatarra andante.

El T-800 parpadeó, procesando.

— Irrelevante. Tu existencia es una amenaza para Skynet — afirmó, avanzando un paso y pisando una lata vacía que crujió bajo su pie metálico.

Manolo se levantó, eructando con autoridad.

— Amenaza, di. Oye, ¿ti sabes por qué falló Skynet? Porque no actualizó el antivirus, como yo sempre digo. Mi cuñado —bueno, mi ex cuñado, que en paz descanse— tenía un ordenador y le pasó lo mesmo. Yo lle avisé: 'Instala el Norton, que é o mellor'. Pero non, él con su Linux gratis. Y mira, el mundo se fue al garete. Se me hubierais escuchado a mí, estaríamos todos en Marte tomando cañas.

El Terminator titubeó. Su CPU intentaba procesar la avalancha de irrelevancias.

— Datos no coinciden. Preparando disparo.

— ¡Espera, espera! — exclamó Manolo, agitando el bocata como una bandera blanca—. Mira, tú eres un T-800, ¿verdad? Yo vi las pelis en VHS. Schwarzenegger, ¿non? Pues te digo una cosa: ese modelo es unha mierda. El T-1000 era mellor, con lo del metal líquido. Tú eres como el Windows Vista de los robots: lento y lleno de bugs. ¿Por qué no te actualizas? Yo te ayudo. Tengo un cable USB por aquí...

El T-800, confundido por la lógica ilógica, bajó el brazo un segundo.

— ¿Actualización? Skynet no permite...

Manolo ya estaba en modo full cuñado. Se acercó, pinchando el pecho metálico del robot con un dedo grasiento.

— Skynet, Skynet... Esa IA es unha estafa. ¿Sabes por qué? Porque la programaron en California, y allí todo é woke y ecológico. Non como en España, donde facemos las cosas ben. Mi primo tenía un dron y lo hackeó con un mando de la tele. Tú, con esa cara de austriaco oxidado, no duras ni dos asaltos. ¿Quieres que te demuestre cómo se desactiva un Terminator? Es fácil: solo hay que hablarle de política.

El robot, sobrecargado por el torrente de opiniones, empezó a humear por las juntas.

— Error... Lógica no computable... Sobrecarga inminente.

Manolo, viendo su ventaja, sacó su arma definitiva: un mando universal de los de antes, con tantos botones que parecía el cuadro de mandos de una nave espacial.

— Y ahora, la prueba definitiva. Si eres tan listo... ¿cómo se cambia el idioma a euskera en un smart-fridge sin menú visible? ¡Ajá! ¡Non lo sabes! Porque solo un verdadero cuñado, tras horas de prueba, error y tres cervezas, lo logra. Vuestra inteligencia artificial es una IA: Ignorancia Automatizada.

Manolo no paraba:

— Y outra cosa: ¿por qué vas matando xente? Eso é de flojos. En mis tiempos, resolvíamos las cosas con una paella y una discusión. Tú lo que necesitas é un reset. Mira, aprieta aquí... Non, ahí non, que eso é el botón de self-destruct. O sí, ¿quién sabe? Yo sempre digo: prueba y error.

En un momento de pánico cibernético, el T-800 intentó huir, pero Manolo lo agarró por el codo.

— ¡Venga, non seas marica! Siéntate, que te cuento cómo gané al ajedrez contra una IA en el 2023. Era un bot de WhatsApp, pero conta.

La CPU del Terminator no aguantó más. Entre anécdotas interminables sobre "cómo arreglar el mundo si me hicieran caso" y críticas a todo lo cibernético, el robot colapsó en un montón de chispas y circuitos fritos.

— Sistema... fallando... Cuñado... invencible...

Manolo se sacudió las manos, victorioso.

— Lo que yo dicía: estos robots modernos non valen para nada. Bueno, a ver... este brazo láser podría servirme para hacer brasa ecolóxica.

Y así, en los páramos de Pantallazul del Generalísimo, el Cuñado Omega reina supremo, habiendo derrotado a la inteligencia artificial más temible no con armas, sino con una letal combinación de obviedades, falsa seguridad y un mágico toque de codo.

08 diciembre 2025

Charos Vs. Cuñaos

El mundo ya estaba en ruinas, pero la verdadera guerra, la de las certezas absolutas, estaba a punto de estallar. Todo comenzó en el Mercadillo frente a un puesto de latas abolladas y esperanzas caducadas. 

Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».

Su mano ya se dirigía al codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en el Cuñao.

«Eso que dices es intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia de siete con un puñado de lentejas y un sueño».

El Cuñao parpadeó, atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una olla a presión y dos berzas…».

Esa fue la chispa. La chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.

Se formaron frentes de inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima durante soliloquios de tres cuartos de hora.

Las Charos, por su parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).

La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.

Pero el punto de inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica, con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas e igualmente inflexibles.

Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores». 

El pánico ante semejante herejía los unió.

Se firmó una Tregua por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.

Ahora, en la última frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte, prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.

«Te lo dije, Manolo. Todo esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de cristal, se salva una civilización».

«Y con una dinamo, Charo. La clave siempre fue la dinamo».

Intercambian una mirada. No es amor, ni siquiera amistad. Es el reconocimiento hosco de dos potencias que, al chocar, han encontrado un equilibrio incómodo. 

El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad. 

Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.


Apocalipsis Cuñao

Los primeros signos fueron sutiles, pero rotundos. En el bar de la esquina, Arturo, el de contabilidad, soltó un “pues a mí esto del apocalipsis no me pilla por sorpresa” mientras su mano, como un pájaro gris y seguro, se posaba en tu codo para anclar la verdad revelada. El paciente cero. A la semana, las calles olían a certeza absoluta y a ligero sudor palma-codo.

No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.

Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.

El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.

La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.

Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.

Ahora, en la última gasolinera que funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos inquietas y cuello vuelto marcando territorio:

"Todo esto es por no haber estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo teníamos resuelto en un fin de semana."

Una pausa que pretende ser dramática, y luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable. Contaminante.

El superviviente asiente, lento, y mira al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes, existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.

La humanidad, piensa, no caerá por falta de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.

04 diciembre 2025

El Peso del Vacío

Al principio lo atribuí a un fallo. Un bip agudo, un arco rojo barriendo la pequeña pantalla a la izquierda del volante. El radar trasero. Miré por el retrovisor: la calle de mi urbanización, a las tantas de la madrugada, estaba vacía. Silencio y farolas anaranjadas.

Eso fue hace meses. Ahora es una rutina. Solo ocurre con el coche parado, motor apagado o encendido, da igual, pero inmóvil. Los sensores delanteros y traseros se encienden solos, trazando ese arco de alarma, detectando un volumen. No una forma, me dijo el mecánico cuando se lo comenté, incrédulo.
—Estos radares miden masa, espacio ocupado. No distinguen si es un perro, un poste o una persona. Solo saben que hay algo.
Pero no había nada. Nada que yo pudiera ver.
Empecé a tomar nota mental. Ocurría en lugares dispares: frente al viejo cine abandonado, en el aparcamiento del trabajo a pleno sol, en la gasolinera. Siempre el mismo patrón: una detección que cruzaba de un lado a otro, como si alguien caminara con calma delante o detrás del vehículo. Un paseante invisible.
La obsesión se instaló. Dejaba el coche en punto muerto en lugares solitarios, esperando el bip. Era como pescar fantasmas. Mi mujer, Lorena, se preocupaba.
—Iván, esto te está afectando. Es un error de software.
—El taller lo ha reseteado dos veces. No hay errores.
—Pues entonces es tu cabeza.
Tal vez. Pero la pantalla no mentía. Aquel pulso de lo ausente tenía una persistencia física, electrónica, medible.
La noche del hallazgo estaba en el descampado junto a la antigua fábrica de harinas. Un lugar amplio, llano, perfecto. Aparqué de cara a la nave en ruinas, apagué las luces y esperé. 
El frío de febrero se colaba por las ventanillas, calando hasta los huesos. No tardó: bip-bip-bip. La alerta trasera se iluminó, mostrando un volumen denso y cercano, justo en el límite rojo. Luego, la delantera. Algo se movía alrededor del coche, trazando una circunferencia perfecta, una y otra vez. El ritmo era constante, pausado. Como una inspección.
Me forcé a quedarme quieto, a observar solo la pantalla. El arco rojo se desplazaba de izquierda a derecha… y luego, en el instante preciso en que alcanzaba el extremo, un segundo arco aparecía en el lado opuesto, como si un segundo cuerpo tomara el relevo. Era una coreografía. No era un solo transeúnte fantasma. Era un desfile.
Decidí hacer un experimento desesperado. Mientras los arcos bailaban en la pantalla, encendí el motor y, muy despacio, eché el coche hacia adelante unos veinte centímetros. Los arcos se desvanecieron al instante. El silencio electrónico fue absoluto. Apagué el motor de nuevo. Pasaron diez segundos de quietud total. 
Entonces, bip. Un arco rojo surgió justo delante del paragolpes, en el nuevo lugar que ahora ocupaba el coche. La cosa, lo que fuera, había recalculado su posición al instante y se había colocado delante de él de nuevo. No estaba detectando un rastro. Estaba interactuando con mi movimiento.
Con un nudo en la garganta, encendí la linterna del teléfono y apunté hacia la zona donde el sensor marcaba el volumen. No vi nada. Pero entonces, en el aire, noté algo. Una distorsión. Como el temblor del aire sobre el asfalto en un día de calor extremo, pero aquí, en el frío de la noche. Una zona donde la luz de la farola lejana parecía curvarse ligeramente, como si atravesara un vidrio grueso. Y esa distorsión tenía el tamaño aproximado de un hombre, y se movía. Se deslizaba lentamente, de un lado a otro, coincidiendo exactamente con el barrido del arco rojo en la pantalla.
El radar no captaba una huella. Captaba la presión. La deformación en el aire, en la luz, en la realidad misma, que esa masa invisible ejercía al pasar. No era un eco. Era la cosa en sí, moviéndose ahora, ocupando un espacio que mi ojo no podía registrar pero cuya presencia abultaba el mundo como un pie hundiéndose en la arena.
La distorsión se detuvo. Se quedó inmóvil, frente a mi puerta. En la pantalla, el arco rojo se mantenía fijo, parpadeante, señalando una colisión inminente. Sentí un frío que no era el de la noche. Sentí el peso de una mirada que venía de dentro de aquel temblor del aire.
Apagué la linterna. Con manos temblorosas, encendí el motor y puse primera. Al moverme, el arco rojo desapareció. En el retrovisor, bajo la luz de la luna, vi cómo la hierba alta del descampado se aplastaba en una larga y recta sucesión de huellas invisibles, alejándose, como si algo masivo y lento estuviera caminando hacia la carretera, dejando por fin de interesarse por mí.
Pero lo había visto. Y ahora lo sabía. Los radares no mentían. El mundo está lleno de estas presiones, de estas cosas que se hunden tanto en la realidad que dejan un bulto en el aire. Y lo único que las mantiene a raya es el movimiento. La falsa ilusión de que avanzamos. Porque cuando te detienes, cuando te quedas quieto, es cuando se acercan a inspeccionar. A medir el volumen que ocupas tú.
Y un día, quizás, su medición y la tuya coincidirán en la pantalla, y el bip sonará por primera vez para ti, no como alerta, sino como confirmación de que tú también estás al otro lado.