04 junio 2025

Lo que creí

Ahora lo sé: el dolor no se va, se transforma. Se amansa. Hoy, con la distancia de quien revisa una cicatriz ya cerrada, puedo escribir sin que me tiemble la mano. 

No es que haya olvidado —nunca se olvida—, pero al fin entiendo que algunas heridas no son fracasos, sino pruebas de que seguimos vivos. Y esta, en particular, es la prueba de que aún puedo amar con las entrañas, incluso después de todo.

Así que aquí está. No como un lamento, sino como un testimonio.

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Encontrar el amor después de los cincuenta no es como cuando tienes veinte. No hay fuegos artificiales, ni promesas entre risas de madrugada. A esta edad, el amor no irrumpe tirando puertas, se posa. Llega como una tregua. Una pausa serena entre tantas batallas. Un susurro que te dice: ahora sí, puedes descansar aquí. 

Y yo lo creí.

Joder, cómo lo creí.

Ya nos conocíamos. No éramos amigos, pero sí había un cierto reconocimiento entre nosotros, como si nuestras vidas se hubieran rozado durante años sin llegar a tocarse del todo. Hasta que un día cualquiera, sin ceremonias, coincidimos de verdad. Un paseo largo, sin rumbo, que se convirtió en costumbre. Y las llamadas. Largas, cada vez más frecuentes. Conversaciones que abrían puertas que yo creía selladas para siempre.

Me hacía reír. Me hacía pensar. Y, sobre todo, me escuchaba. Me miraba con una mezcla de atención y calma que desarmaba. La recuerdo siempre con un libro en la mente o bajo el brazo,  mencionando frases memorizadas en voz alta, como si quisiera compartir hasta los pedazos que la conmovían. Y también recuerdo esa deliciosa costumbre de ajustar sus gafas cuando tenía que elegir. Detalles que entonces me parecían encantadores. 

Había ternura en sus gestos, en esa forma mirar, en cómo decía mi nombre. No buscaba deslumbrar. Era otra cosa. Más silenciosa, más íntima. Como si supiera que ya no estábamos para juegos.

Durante un tiempo fui el hombre más feliz del mundo. No es una forma de hablar. Me despertaba con una sonrisa que no desaparecía frente al espejo. Sentía que todo —las pérdidas, los errores, las noches en vela— había servido de algo. Que, después de tanto, el destino me había traído justo hasta ella. Hasta ese amor maduro, limpio, sin adornos. Por primera vez no necesitaba hacerme el fuerte, ni esconderme, ni convencer a nadie. Solo estar. Solo querer.

Pensaba que eso era el sentido de mi vida. Que todo me había llevado hasta ahí.

Pero un día, sin previo aviso, se fue. De la forma más brutal en que alguien puede irse. No hubo discusión, ni escena. 

Un mensaje corto, frío, que llegó a las 8:36 de la mañana: “No sé si me encuentro bien con esta nueva situación” rodeado de algunas palabras más. El tono ya no sonaba como el de quien ajusta sus gafas con cuidado para elegir un libro, sino como el de quien empuja un mueble viejo al fondo de un trastero, sin mirar atrás.

Lo releí hasta casi borrarlo de tanto mirarlo. Esperando que cambiara. Que fuera un error. Pero no cambió.

Y entonces empezó lo otro. Lo que nadie te cuenta cuando hablas de rupturas en la madurez. Que el dolor no es menor, al contrario. No es un huracán; es una habitación que se vacía poco a poco. Te das cuenta de que el jersey que dejó en tu armario ya no huele a ella, sino a polvo. Que el libro que te prestó sigue en la mesilla, con sus subrayados en verde, pero ahora son solo tinta sobre papel.

Y todo acompañado del eco del tiempo. El que ya no sobra. La duda: ¿será esta la última vez? ¿Me volveré a ilusionar así?

Pasé semanas repasando cada momento, preguntándome qué hice mal, si pude haberla retenido. Conversaciones enteras en la cabeza, frases suyas que antes me parecieron normales y ahora dolían como dardos. Empecé a ver detalles que antes no quise ver. Grietas. Omisiones. Mentiras pequeñas, pero mentiras al fin y al cabo. Me dejé engañar, sí, pero también lo permití. Porque era feliz. Porque preferí no mirar demasiado.

Había cosas que no encajaban. Que hoy me resultan evidentes. No llegó a decirme que me quería, pero en forma torpe, lo hizo. El daño, además, fue innecesario. No había motivo para herirme así. Para desaparecer con esa frialdad.

Y eso es lo que más cuesta. No la ausencia, sino la manera de marcharse. Porque cuando alguien ha sido tu compañero, no se le abandona como si no importara.

Sé que no era para mí. No alguien capaz de hacer eso y seguir su vida como si nada. Porque quien quiere de verdad no traiciona así. No borra lo vivido como si nunca hubiera existido.

Hoy, meses después, encuentro sus huellas donde menos lo espero: en la cafetería que tanto nos gustaba, en la canción que ya no puedo escuchar. Pero también encuentro algo más.

La certeza de que, si fui capaz de sentir todo eso, de amar con esa intensidad a pesar de los años y las cicatrices, es que sigo vivo. 

Aún hay mañanas en las que el dolor es un peso en el pecho. Pero otras —casi todas ya— me despuerto con una sonrisa que no desaparece frente al espejo ante cosas sencillas: el sol en el balcón, un café bien hecho, un verso en un libro que ella nunca leyó.

Porque el amor no se terminó con ella.

Porque yo amé de verdad.

Y eso, a esta edad, no es solo un triunfo.

Es una revolución.


28 mayo 2025

Amanda

Yo subía con una caja de libros, sudando a mares. No había ascensor en ese viejo edificio, solo peldaños interminables. Ella bajaba con paso tranquilo, una bolsa de manzanas en una mano y una perra de tamaño mediano en la otra, que tiraba suavemente de la correa.

Pero lo que me detuvo en seco fueron sus ojos: un verde tan vivo, tan profundo, que parecían contener un mundo entero. Era un verde imposible. No era solo guapa; había algo en su forma de moverse, en su sonrisa fugaz, que te hacía querer saber más.

—¿Acabas de mudarte? —preguntó sin detenerse.

Asentí, intentando no parecer ahogado.

—2º I —añadí.

— Amanda. 2º K —respondió, con una sonrisa que parecía llevar años de confianza detrás.

Y siguió bajando. Así, sin más. Pero esos ojos me dejaron clavado en el rellano.

Nos cruzábamos casi a diario. En la puerta, en la calle, junto a los buzones. Amanda siempre con la perrita, que se llamaba Vega. Yo, cada vez con más ganas de que esos encuentros no fueran casualidad. Esos ojos verdes, que parecían cambiar con la luz, me perseguían incluso cuando no la veía.

Nadie en el edificio hablaba mucho de ella, y eso que era imposible no verla. Hermosa, sí, pero no de la forma habitual: era de esas bellezas que incomodan, que hacen que dudes de tus palabras antes de decirlas.

Hablaba poco, pero cuando lo hacía, dejaba frases que se te quedaban dando vueltas en la cabeza. A veces parecía estar en otro sitio, como si lo que tuviera delante fuese solo una fracción de su mundo.

Una tarde, mientras Vega olisqueaba un seto, Amanda se giró hacia mí y dijo:

—¿Tienes algún plan para ahora?

Negué.

—Entonces súbete. Tengo cerveza fría y las plantas están a punto de suicidarse.

Reí. Subimos.

Su piso era acogedor de esa forma extraña que tienen los sitios donde alguien ha vivido muchas vidas sin irse nunca. Libros apilados, fotos sin marco, luz cálida. Vega se tumbó en la alfombra nada más entrar. En un rincón, sobre una estantería, había un reloj de arena antiguo, pero pese a estar arriba, la arena no caía. Parecía congelada en el tiempo.

Amanda me pasó una cerveza y se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas y el pelo recogido en un moño. Guapa. Impresionante.

—No te acostumbres —dijo de repente.

—¿A qué?

—A esto. A mí. A Vega. Las cosas que parecen estables suelen desaparecer sin previo aviso.

Intenté encontrar una broma en su mirada, pero esos ojos, tan impresionantes que casi dolían, solo reflejaban algo serio, casi triste.

—¿Por qué me lo dices? —pregunté.

—Porque contigo siento que puedo quedarme un poco más —susurró—. Pero no siempre depende de mí.

Esa noche me quedé dormido en su sofá, con Vega a los pies. Antes de que el sueño me venciera, juré ver el reloj de arena: la arena comenzaba a caer, lenta pero inexorable.

Me desperté al amanecer, con la luz colándose por las rendijas de la persiana. Pero algo estaba mal. El aire olía distinto, como si alguien hubiera abierto las ventanas y dejado que la ciudad se colara dentro: un frío metálico, sin rastro del olor a jazmín que siempre envolvía a Amanda. El silencio era tan denso que parecía aplastarme.

Amanda no estaba. Ni Vega.

El salón había cambiado. Demasiado. Sin libros, sin plantas, sin fotos. Solo una taza en el suelo, como si alguien la hubiera olvidado al marcharse. Recorrí el piso, aturdido. Las habitaciones estaban vacías, impecables, como si nadie hubiera vivido allí en meses.

El reloj de arena seguía allí. Pero estaba completamente vacío. Me acerqué. Toqué el cristal. Estaba caliente. Como si acabara de ser usado.

Bajé al portero, con el corazón en la garganta. Le pregunté por ella.

—¿Amanda? ¿La del 2º K? —frunció el ceño—. Ese piso lleva meses sin inquilino. Lo están enseñando, por si le interesa algún amigo tuyo.

—Pero... yo estuve allí anoche.

El portero me miró con lástima.

—El último inquilino era una chica, sí. Se llamaba Amanda. Pero se fue hace casi un año. Dicen que cambió de trabajo.

—¿Y su perra?

—Nunca tuvo perro.

Volví al segundo. En el felpudo de mi puerta, la del 2º I, encontré algo: una correa, enrollada con cuidado. Y una nota manuscrita:

"Gracias por no preguntar demasiado. Nos hizo bien."

Desde entonces, cada vez que bajo las escaleras, me parece escuchar algo. Un sonido leve, rítmico. Como las uñas de una perra caminando con calma. Incluso se percibe la correa. Siempre guiada por alguien que nunca se despide del todo.

Y a veces, en los reflejos del portal o en los cristales de las ventanas, cuando menos lo espero, algo me observa. No una figura. Solo un destello.

Verde.

Vivo.

Como si el mundo detrás de sus ojos se hubiera quedado a vivir en el mío.

27 mayo 2025

El último tren

Carlos apoyó los brazos en la barandilla del Puente de Barcas y dejó que la brisa del Tajo le revolviera el cabello. Había vuelto a Aranjuez después de veinte años, sin saber bien por qué. A lo lejos, el Palacio Real se recortaba idéntico a como lo recordaba. La ciudad parecía no haber cambiado, pero él sí.

Sacó un sobre amarillento del bolsillo. Dentro, la carta que había escrito dos décadas atrás: “María, te espero en la estación. El último tren es a las diez.” La escribió la noche antes de marcharse, convencido de que debían darse una oportunidad. Pero al amanecer, el miedo fue más fuerte. No la envió. No tuvo el valor de quedarse. Subió al tren sin mirar atrás.

El reloj de la estación marcó las diez menos cinco. Carlos se preparaba para marcharse, resignado.

—Siempre llego tarde.

Se giró y allí estaba ella, de pie junto al embarcadero, con el pelo más canoso pero la misma mirada luminosa.

El tiempo pareció detenerse.

—¿Cómo supiste que vendría? —preguntó él, sintiendo el pecho oprimido.

María sonrió y sacó algo de su bolso: otro sobre amarillento.

—Porque hace veinte años también escribí una carta… pero nunca la envié.

Carlos la miró, incrédulo. Durante dos décadas, habían esperado un gesto que nunca llegó. Rió con tristeza y alivio.

Ella extendió la mano.

—Si nos damos prisa, aún podemos alcanzarlo.

Él la tomó, y juntos caminaron hacia la estación. Cuando el último tren partió, lo hizo con ellos a bordo. 

El futuro, por fin, les esperaba.


21 mayo 2025

La Piel del Otro

El estudio de tatuajes Ink & Soul estaba metido en un callejón del Barrio Gótico, donde el aire olía a cerveza derramada y el sonido de una guitarra mal tocada se colaba desde alguna plaza cercana. La fachada era un desastre: pintura negra descascarada, un letrero de neón parpadeando a medio morir que decía, "No solo marcas en la piel, historias en el alma". Sonaba cursi, pero algo en esas palabras me gustó.

Llegué ahí por un amigo, Javi, que no paraba de hablar del lugar. "El tatuador es una leyenda", me dijo una noche en un bar, con una cerveza en la mano. "Pero es raro, ¿eh? No te deja elegir el diseño. Y tienes que caerle bien para que te tatúe."

Entré con algo de nervios. El local era pequeño, con un olor fuerte a tinta y desinfectante. Las paredes estaban llenas de dibujos: dragones enroscados, vírgenes con lágrimas negras, símbolos raros que no entendía. Detrás del mostrador estaba Lucien, un tipo flaco, con los brazos cubiertos de tatuajes que parecían moverse bajo la luz. Sus ojos, de un azul casi transparente, me dieron escalofríos.

—¿Dani? —preguntó, sin moverse un pelo.

—Soy yo. Quiero un tatuaje. Algo especial, no sé, algo que no tenga cualquiera.

Lucien me miró como si estuviera leyendo algo en mí, algo que yo no sabía. Se acercó y pasó los dedos por mi brazo izquierdo, como si estuviera midiendo la piel.

—Aquí —dijo, con una voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Aquí hay espacio para algo que valga la pena.

No me enseñó ningún boceto. Solo señaló una silla vieja de cuero, preparó la máquina y empezó. El pinchazo de la aguja dolía, claro, pero no era solo eso. Mientras trabajaba, sentía algo raro, como si la tinta no solo entrara en mi piel, sino que algo dentro de mí saliera al mismo tiempo.

Estuvimos tres horas. Cuando terminó, me puso un espejo enfrente. Era un rostro. No era un retrato de nadie en particular, solo… un rostro. Incompleto, como si alguien hubiera empezado a dibujarlo y lo hubiera dejado a medias. Los ojos eran solo líneas, pero juro que me miraban. La boca, entreabierta, parecía a punto de hablar.

—¿Qué coño es esto? —pregunté, con la voz temblando.

Lucien sonrió, una sonrisa torcida que no me gustó nada.

—Es tuyo. Ahora es parte de ti.

Esa noche, el tatuaje empezó a molestar. No era el picor normal de un tatuaje nuevo, era otra cosa. Como si algo se moviera debajo de la piel, rascando desde dentro. Me paré frente al espejo del baño, con la luz fría del fluorescente, y vi que los trazos del rostro estaban más claros. Los ojos ahora tenían pupilas, negras y profundas.

Al tercer día, noté algo peor. Los labios del tatuaje se movieron. Fue rápido, un tic, como si la piel misma hubiera temblado. Pero lo vi. Me dije que era imposible, que estaba paranoico. Agarré alcohol y froté el tatuaje hasta que la piel se puso roja, pero no cambió nada. Solo ardía más.

A la semana, el rostro ya no era el mismo. Había cambiado. Ahora tenía una nariz fina, cejas gruesas, rasgos que no eran míos. No se parecía a nadie que conociera, pero era alguien. Alguien que no era yo.

Una noche, mientras intentaba dormir, sentí algo. Un aliento caliente en mi oreja, y una voz que no reconocí susurró: "Gracias por dejarme tu piel".

Me levanté de un salto, encendí todas las luces y corrí al espejo. El tatuaje ya no estaba en mi brazo. Estaba en mi pecho, más grande, más nítido. El rostro me miraba, y juro que sus ojos se movieron.

Ahora apenas duermo. Cada mañana, cuando me miro al espejo, el rostro está más cerca de mi cuello. Sus rasgos son más claros, más reales. Y tengo miedo. Miedo de que un día llegue a mi cara.

Porque sé que, cuando eso pase, el que mire al espejo ya no seré yo.

11 abril 2025

La voz que acaricia el silencio

En el Madrid de las prisas, donde los días corren como si alguien les pisara los talones, vivía Belén, una pelirroja de melena siempre un poco revuelta, como si el viento le dejara un último beso al pasar. 

Su piso, en un barrio lleno de vida, era un caos acogedor: libros por todos lados, un caballete con un lienzo a medio empezar, y tazas de café olvidadas como migas de su rutina.

Tenía una voz que, sin saberlo, atrapaba. Cálida, con un punto grave que se quedaba dando vueltas. No importaba si pedía agua o leía en voz baja un poema; cuando hablaba, algo pasaba. Las conversaciones se ralentizaban. Si leía, parecía que el mundo se paraba un poco para oírla.

Pero ella no lo veía. Para Belén, su voz era tan normal como el ruido de la calle o el olor a pan que a veces se colaba por la ventana. De niña, los profesores siempre la ponían a leer en voz alta. “Belén, qué bien lees”, le decían. Y ella se tapaba con el pelo, soltando un “qué va, no es para tanto”. 

Siempre pensó que eran cumplidos de cortesía. Lo que a ella de verdad le gustaba era pintar. Se quedaba horas frente a un lienzo, intentando atrapar los colores que le rondaban la cabeza: los naranjas de un atardecer, los verdes apagados de un parque en invierno. Pero nunca quedaba contenta. “Esto no es lo mío”, murmuraba al ver los cuadros en las galerías o los murales de su barrio. Su voz, en cambio, no le parecía nada especial. Era solo ella, hablando.

Cada sábado por la mañana iba a una librería pequeña, de esas que parecen haber olvidado en qué año están. Un cartel a mano decía “Cuentacuentos, 11:00”. Empezó a leer allí por casualidad, cuando la dueña, Carmen, la escuchó recitar un trozo de Matilda mientras hojeaba un libro. Desde entonces, cada semana, Belén se sentaba en una silla que crujía al moverse, su melena roja bajo una lámpara vieja, y leía.

Los niños, al principio inquietos, acababan en silencio, con los ojos bien abiertos. Veían piratas, dragones, lo que fuera que ella les contara. Los padres, que solo iban por cumplir, terminaban sentados en el suelo, igual de enganchados. Una vez, una mujer al fondo, con los ojos brillando, le dijo: “Cuando tú lees, es como si mi madre volviera a contarme cuentos”. Belén sonrió, incómoda, y desvió la conversación.

Una tarde de octubre, con el aire fresco y las aceras llenas de hojas secas, un hombre mayor se le acercó al terminar la sesión. Llevaba una bufanda raída y un cuaderno gastado.

—Trabajo haciendo audiolibros —le dijo, ajustándose las gafas—. He escuchado muchas voces. La tuya tiene algo distinto. ¿Te animas a grabar?

Belén se quedó quieta, el pelo tapándole media cara.

—No, qué va. No valgo para eso —respondió, casi riéndose.

El hombre dejó una tarjeta sobre el mostrador, insistió con amabilidad y se fue. Ella la guardó en el bolso, segura de que no iba a llamarlo.

Esa noche, en casa, se sentó frente a un lienzo que llevaba semanas sin tocar. Intentó pintar. Nada. Frustrada, abrió un libro que tenía a mano —La casa de los espíritus— y empezó a leer en voz alta, solo para despejarse. Las palabras llenaron el cuarto. Y, por primera vez, se escuchó de verdad. No era solo leer. Era algo más. Algo suyo.

Un par de días después, hurgando en el bolso, encontró la tarjeta. La miró un rato, dudando. Al final, con el corazón en la garganta, marcó el número. Cuando alguien atendió, dijo, con esa voz suya que no buscaba llamar la atención y sin embargo lo hacía:

—Hola, soy Belén. Creo que… me gustaría probar.

Y justo entonces, por un instante, la ciudad pareció quedarse en silencio. Como si Madrid se detuviera un segundo. 

Solo para escucharla.


22 marzo 2025

ScroTop®

A todos los hombres nos preocupa quedarnos calvos. Es así. Podemos hacer como que no, decir que es “madurez” o “testosterona bien invertida”, pero en el fondo, cuando vemos pelos en la almohada, nos tiemblan los huevos. Y hablando de huevos… llegaremos a eso.

Hoy existen tratamientos, claro. Implantes, láser, ungüentos que huelen a química y desesperación. Incluso hay famosos que se han lanzado de cabeza —literalmente— a la repoblación. Miren a Nadal: se puso un pelazo… y seis meses después parecía que se lo habían prestado por horas. Una suscripción de pelo.

Pero yo, que soy un genio incomprendido y observador de lo que importa, un día… un día tuve una epifanía.

Me estaba duchando, mirando abajo… y pensé:

“¡Yasta! Eureka o como se diga eso.”

Hice un descubrimiento que debería estar en Nature o en la Biblia: el pelo de los huevos no se cae jamás. Ese sí que no abandona. Firme. Valiente. Con textura de esparto y olor a decisiones cuestionables, pero resistente como el orgullo de un cuñado.

Me iluminé: ¿por qué no usar ese pelo para la cabeza? Imagínate las posibilidades. Melenas densas, rizadas, con la textura de una alfombra persa mojada. Un afro-pelopúbico que desafía la gravedad y el buen gusto. Peinados que se mueven como si tuvieran voluntad propia. Una mezcla entre arte moderno y zonas prohibidas. Valdría la pena. Porque nadie quiere parecer Lex Luthor si puede parecer Chewbacca.

Sí, lo tenía. ¡Pelo-polla en la cabeza!

Pero claro, tocaba asumir ciertos riesgos. Ladillas en la frente. Picazón existencial. El peluquero usando guantes quirúrgicos. Y tú comprando champú para “todo tipo de genitales”. Pese a todo, una Ideaka.

¿Pegarían por ello? Por supuesto. En un mundo donde Bad Bunny llena estadios, cualquier cosa es posible.

Me puse en contacto con universidades y científicos. Todos alucinaron. Y fui el primero de una saga. En pocos días prepararon una clínica. Era rara. Parecía una ferretería de barrio reconvertida. Olía a talco y secretos.

Me recibió un hombre calvo con barba espesa y ojos de quien ya no siente miedo.

“Yo también quiero”, me dijo, señalándose la cabeza. Mi plan funcionaría. Había adeptos.

El procedimiento fue sencillo.

Primero me anestesiaron la dignidad.

Después me cubrieron los ojos y oí frases como: “¡Cosecha lista!” y “¡Preparen el injertador, modelo genital!”.

No pregunté. No quería saber.

Al despertar, me vi en el espejo.

Mi cabeza parecía recubierta de felpa satánica. Pelazo. Corto, negro, rizado. Pegado al cráneo como si lo hubieran soldado. Un Lenny Kravitz de barrio.

Era como si un kiwi hubiera tenido una noche de pasión con un estropajo.

Pero… La madre de Dios ¡menudo pelazo!

Los primeros días fueron intensos.

— Un niño en el parque gritó: “¡Mamá, ese señor tiene sobaco en la cabeza!”

Y claro, el olor. No es que oliera mal. Era un aroma… confuso. Lascivo. Como si mi cabeza me recordara cosas que preferiría olvidar.

Empecé a usar champú íntimo para ducharme.

Tuve que explicárselo al de la farmacia.

No me creyó. Ahora me manda memes.

Pero oye, que la gente me respeta.

Un barbero me pidió permiso para estudiarme.

Una secta me envió una carta diciéndome que soy “el elegido”.

Era un hombre nuevo.

Tanto que decidí montar mi propia empresa. La ciencia tiene que dejar de perder el tiempo con cohetes y empezar a mirar lo que importa. Por eso dije que ya basta. Que si la naturaleza no quiere que tengamos pelo en la cabeza, pues lo tomamos de donde sí crece con rabia y constancia. Porque a falta de dignidad, siempre queda innovación.

Le puse de nombre ScroTop®, porque sonaba serio, tecnológico... y un poco a amenaza.

Nuestro lema:

“De abajo arriba.”

Conciso. Profundo. Irreversible.

Y funcionó. Vaya si funcionó.

Abrimos la primera clínica en un antiguo videoclub de Valladolid. No cambiamos ni el letrero. Solo lo ampliamos hasta que decía: “ANTES: ALQUILER DE VHS. AHORA: IMPLANTES DE PELAZO.”

La gente entraba confundida… y salía transformada. Con la cabeza llena de ricitos. Y con preguntas nuevas en el alma.

La primera semana fue un éxito rotundo.

Teníamos cola (sin dobles sentidos… o sí) de hombres desesperados, adolescentes experimentales y hasta algún abuelo curioso.

Todos querían el pelazo cojonero.

Yo supervisaba todo, como un Elon Musk del vello pélvico.

— “Este paciente quiere textura de entrepierna con volumen de sobaco.”

— “Ponle el Pack Ibiza: pegado, húmedo y rebelde.”

— “Cuidado con el injerto cruzado. Que luego las cejas se le rizan.”

La demanda creció tan rápido que en un mes abrimos clínicas en Madrid, Buenos Aires y Afganistán.

Nos hicieron una entrevista en La Resistencia. Broncano me tocó la cabeza en directo y dijo: “Tío… esto me parece la polla.”

Y era verdad.

Pero con la fama… vino lo inesperado.

Al principio eran detalles pequeños.

Un cliente me escribió:

“Desde que me implanté, me excito cada vez que me lavan el pelo.”

Otro me llamó, llorando:

“Mi cabeza ronronea cuando me acarician. Literalmente. Hace prrrr.”

Había algo… extraño. Como si el pelo conservara su energía original. Como si aún recordara de dónde venía.

La gente empezó a actuar diferente.

Un contable se tatuó “Poder Hueval” en la nuca y dejó el trabajo para vender incienso en festivales.

Un profesor de instituto se volvió adicto a acariciarse la frente en público. Dijo que le ayudaba a “centrar el chakra perineal”.

Pero el verdadero caos llegó con las ladillas voladoras.

Claro, si el hábitat cambia, la especie evoluciona.

En menos de dos meses ya había brotes de ladillas aladas, del tamaño de un garbanzo.

Volaban bajo. Hacían sombra.

Una señora denunció que una le robó el pendiente.

La OMS nos mandó un correo con el asunto:

“¿Qué cojones estáis haciendo?”

Y lo peor: empezaron a reproducirse en los cascos de las motos compartidas.

Pero ni eso nos detuvo.

La moda ya estaba fuera de control.

Diseñadores lanzaron líneas de ropa que combinaban con el “tono íntimo capilar”.

Influencers subían tutoriales:

“Cómo peinar tu ScroTop en 5 pasos sin parecer salido de un sótano.”

Y entonces llegó el Vaticano.

Emitieron un comunicado oficial:

“El implante de pelo púbico sobre la sede del alma racional podría considerarse una herejía.” Joder, que me excomulgaron.

Dos días después, el Papa fue visto acariciándose la frente con ojos cerrados.

No dijo nada. Solo sonrió. 

Y su pelo hizo prrrrrr.

Lo había conseguido. No solo había traído pelo donde antes hubo desolación. Había creado una revolución.

Un nuevo paradigma estético y moral.

Sí, la gente me mira raro en el metro. Y sí, cuando llueve huelo a recuerdos sucios. Y los peluqueros me odian porque sus tijeras no pueden con esta textura.

Pero mírame.

Tengo pelazo.

Iré al infierno, sí.

Pero con una melena de cojones. Literal.


21 marzo 2025

Lo de siempre

En la oficina de "Consulting Solutions & Bla Bla Bla", los viernes eran como los lunes, pero con algo más de esperanza. Hasta que Marta, la jefa, soltó la bomba:

—Esta noche, copa en Bar Épure, cortesía de la casa. O sea, mía. Vamos a celebrar los... eh... buenos resultados del proyecto ese.

Sus empleados la miraron con la mezcla de respeto y pavor reservada a las madres de dragones o a los jefes de Recursos Humanos.

Nadie preguntó de qué proyecto hablaba. Marta no tenía tiempo para detalles. Ella era de visión global, liderazgo 360 y frases en inglés mal pronunciado.

Marta, treintañera perpetua (según su LinkedIn), soltera por elección ajena, llevaba años trepando por el organigrama con la agilidad de una cabra montesa con MBA. Sus empleados la temían y la admiraban. Bueno, más lo primero.

Llegaron al bar Épure, un sitio fino. Todo blanco, minimalista y lleno de gente que parecía no tener trabajo pero sí relojes de cinco cifras. El ambiente olía a ginebra cara y desprecio por la cerveza. 

Marta entró como si estuviera pisando la alfombra roja de los Goya. Se acercó a la barra con la seguridad de quien finge que viene aquí todos los jueves después del Pilates.

El camarero —un adonis nórdico con nudo de corbata perfecto— se inclinó:

—¿Qué desea tomar, señora?

Marta le clavó la mirada, sonrió como si fueran viejos conocidos, y dijo alto y claro:

—Lo de siempre.

El camarero se quedó tieso. Hizo el gesto universal de “¿perdón?”. Marta, sin inmutarse, repitió:

—Lo de siempre, ya sabes… lo mío.

La plantilla entera, justo detrás, escuchaba en tensión. El becario de la oficina, poco hecho a esto, empezó a sudar frío. Alguien pidió una cerveza para tener algo a lo que agarrarse emocionalmente.

—¿Qué sería exactamente “lo de siempre”? —preguntó el camarero, con una mezcla de paciencia y lástima profesional.

—Venga ya, cariño, no me digas que no te acuerdas... —dijo Marta, girándose hacia su equipo con una risa falsa— ¡Qué cabeza la de este chico! Siempre igual. Un cóctel sin nombre, pero con alma. Ginebra japonesa, albahaca fresca, lágrimas de lima, espuma de trufa blanca... y un toque de humo de sándalo.

—¿Eso es una bebida? —murmuró alguien.

El camarero asintió, como quien acepta que no hay salida.

—Claro, claro… ahora lo preparo.

Tardó quince minutos. Marta, mientras tanto, narraba anécdotas de sus supuestas noches locas “en la barra de este templo del buen beber” donde, según ella, una vez coincidió con Almodóvar, Ferreras y un miembro del elenco de Élite que no podía nombrar por contrato.

Cuando por fin llegó la copa, era una cosa absurda servida en un cuenco de madera, con hielo seco, un pétalo y una ramita que parecía sacada de un Belén. Marta la alzó con teatralidad.

—¡Salud! —gritó, y dio un sorbo… largo.

Se atragantó.

Tosió.

La espuma de trufa blanca le entró por la nariz. El humo de sándalo le nubló las gafas. El pétalo se le pegó en la frente. Y eruptó sonoramente

Mientras intentaba recomponerse, la puerta se abrió y entró una mujer imponente. Pelo recogido, abrigo de marca, perfume caro que te abofeteaba con respeto. Se acercó a la barra.

—Buenas noches. Lo de siempre, por favor.

—¡Claro, señora Maroto! Su vermut blanco con aire de lima, lágrima de vermú rosado y aceituna deshidratada.

Todos miraron a Marta. Ella bajó la copa, ahora chorreando, se quitó el pétalo de la frente y trató de mantener la dignidad.

—Justo eso era lo que yo quería —dijo, ya sin voz.

Y como broche de oro, la señora Maroto la miró de arriba abajo y soltó:

—¿Tú no eras la que la semana pasada pidió un tinto con Kas en copa balón?

* - Juro que está basado en algo real.

09 enero 2025

El despertar del Flow

Jorge llevaba una vida tan tranquila y predecible que hasta las palomas del parque bostezaban al verlo pasar. Cada mañana, a las 7:00 en punto, su despertador sonaba con un pitido agudo que podría despertar hasta a los muertos, pero Jorge, maestro en el arte del manotazo, lo apagaba sin siquiera abrir los ojos. Todo era aburridamente normal… hasta que llegó ESE LUNES.

Ese lunes a las 6:45, Jorge abrió un ojo y parpadeó, confundido. No era la hora de levantarse, pero algo lo había despertado. Y no era el pitido habitual. Era una VOZ. Grave. Autoritaria. Y, para su horror, muy sarcástica.

—¡Arriba, vago! Hoy es el día en que dejas de ser un mueble con patas.

Jorge, todavía medio zombi, miró el despertador. ¿Estaba hablando? El aparato, como si leyera sus pensamientos, lo interrumpió:

—Sí, soy yo, tu despertador. Y estoy HARTO de tu flojera. O te levantas ahora mismo, o activo el “modo infernal”.

—¿Qué es el “modo infernal”? —balbuceó Jorge, pensando que todo era un mal sueño.

Pero antes de terminar la frase, el despertador dio un salto. ¡Sí, un salto! Se lanzó de la mesilla al suelo y empezó a deslizarse por el parqué.

—¡Vamos, campeón! ¡Atrápame si puedes!

Jorge, con el cerebro aún aletargado, se lanzó detrás del aparato, pero lo único que consiguió fue pisar ropa tirada por el suelo y tropezar con un cojín. Mientras se reincorporaba, el despertador, que parecía disfrutar del espectáculo, soltó en tono burlón:

—Inútil.

Cuando finalmente logró acorralarlo contra la pared, el despertador encendió su pantalla y apareció un mensaje digno de una película de acción: “NIVEL 2: DEMUESTRA TU FLOW” Acto seguido, empezó a sonar reguetón a un volumen que hizo vibrar los cristales y activó las alarmas de un par de coches en la calle.

—¿Qué… qué coño es esto? —gritó Jorge, tratando de desconectar el enchufe. Pero el enchufe no estaba allí. ¡El maldito aparato era inalámbrico!

La pantalla volvió a parpadear, esta vez con un nuevo desafío: “Si quieres que pare… ¡BAILA!

Jorge miró al despertador con incredulidad, pero el volumen subió otro nivel. No tuvo elección. Con lágrimas en los ojos y una dignidad que ya estaba a la altura del suelo, empezó a mover el trasero. Primero tímidamente, como un burro espantando moscas, pero luego, al ver que el aparato no cedía, se entregó. Movió las caderas como poseído por algún demonio caribeño.

 El despertador, satisfecho, bajó el volumen.

—No está mal para ser un novato. Pero mañana practicamos vallenatos. 6:30 en punto. No me falles, campeón.

Desde aquel día, Jorge nunca volvió a ser el mismo. Ahora se levanta antes que el sol, lleva una visera al revés, desayuna con gafas de sol puestas, y cada vez que suenan cumbias, vallenatos o cualquier otro ritmo tropical, sus pies se mueven solos. En la oficina, ya no es Jorge el aburrido. Ahora es Jorge “El Flow”, el que organiza coreografías en las reuniones y saluda al jefe con un high five.

Eso sí, todavía busca la manera de deshacerse del despertador. Pero cada vez que lo intenta, el aparato tose ligeramente y le lanza un guiño luminoso desde la mesita de noche, como diciendo:

—Qué va...Tú y yo somos puro flow, my friend.

* - Después de un tiempo escribiendo cosas serias, me preguntaba si podía escribir algo más ligero. Escrito a la vuelta de vacaciones pensando cómo podría ser más jodido lo de madrugar (con perdón por la expresión).


02 enero 2025

Volveremos a jugar

Cuando éramos jóvenes, durante las infinitas noches de verano nos bastaba una moneda y unos vasos para crear un mundo entero. El juego era simple: hacíamos rebotar la moneda en la mesa, intentando que cayera en alguno de los vasos dispuestos en forma de pirámide. Si lo lograbas, dictabas el destino de los demás: un vaso, tres, o quizás ninguno.

No era el juego en sí lo importante, aunque nos hacía reír a carcajadas. Era el momento: la complicidad, las bromas, el sabernos juntos en esa pequeña burbuja de juventud. No lo sabíamos entonces, pero el durito era más que un pasatiempo; era un puente que nos unía.

Hace poco me llegó una noticia que me desarmó. Bárbara, una de esas amigas de veranos, risas y complicidades, estaba gravemente enferma. La idea de reunirnos para recordarla, para despedirnos, surgió de inmediato. Y, claro, pensamos en el durito, en recuperar esa magia sencilla que nos definió.

Pero luego, con el corazón apretado, entendí que no podría ser. Que aunque volviéramos a reír y abrazarnos, habría una sombra inevitable en cada mirada, en cada gesto. Porque habría una última moneda lanzada, una última carcajada, un último abrazo. Y todos sabríamos que sería el último.

La vida se nos escapa entre los dedos, como el agua o la arena. Pero prefiero quedarme con el sonido de las carcajadas auténticas, con el eco de nuestra felicidad, de nuestra infinita amistad de juventud, antes que con las miradas de una despedida definitiva.

Prefiero que el último recuerdo sea de vida, no de pérdida.

Gracias por tanto, Bárbara.

Volveremos a jugar.