21 diciembre 2025
Manolo al Servicio de su Majestad
Dislexia Intergaláctica
20 diciembre 2025
Manolo y verdiño
En Pantallazul del Generalísimo, la rutina postapocalíptica seguía su curso. Manolo, ajeno a todo, disfrutaba de su descanso vespertino cuando... un meteorito verde de trescientos kilos impactó a un par de manzanas, en lo que antes era un descampado de chatarra.
Manolo, que estaba adormilado frente a su chabola en una silla de playa reparada con bridas, ni se inmutó. Se estiró un poco y siguió a lo suyo: un bocadillo de panceta que chorreaba grasa sobre su camiseta de tirantes sucia y una lata de cerveza bien fría. De pronto, el suelo tembló. Unos pasos pesados se acercaron a su parcela.
Un gigante verde, envuelto en vapores tóxicos y furia ciega, apareció doblando la esquina. Al ver la infravivienda de Manolo, y sin mediar palabra, el gigante soltó un mamporro seco que mandó la puerta de chapa a volar por encima de los cables de alta tensión.
En el fondo de la chabola, una figura oscura con capa y máscara, que parecía estar intentando hacer levitar una estantería con la mano extendida, dejó caer de golpe los tornillos al oír el estruendo.
—¡APLASTA! ¡DESTRUYE! —rugió la bestia.
Manolo se quedó mirando el hueco donde antes estaba su puerta. Suspiró con esa paciencia infinita de quien solo busca que no le molesten; a estas alturas, que un bicho verde le destrozara la puerta era casi normal. Suspiró, se sacó un trozo de panceta de entre las muelas y se levantó de la silla de playa. Se acercó al gigante y, con la calma de quien no teme nada le agarró un codo con firmeza mientras le hablaba de cerca.
—Pero vamos a ver, Verdiño, viche… —le dijo dándole un par de toquecitos en el codo para que el gigante centrara la vista—. ¿Tú de qué vas por la vida con esas trazas? ¿Qué te has tomao, meu rei? Que me tienes un color... ¡Pero si pareces un botellín de Heineken que ha pasao tres meses al sol en la terraza del bar del Paco! Solo te falta la etiqueta y la chapa en la coronilla, carallo.
El gigante se quedó de piedra. Nadie le hablaba con esa calma, y menos un tipo que ni se levantaba de la silla. Se acercó a Manolo, exhalando un aliento que olía a laboratorio quemado.
—¡... MUCHO... DOLOR! —rugió el gigante, señalándose el pecho, que parecía un saco de patatas mal puestas.
—¡Dolor el que te va a dar a ti cuando te pille la Charo —contestó Manolo, dejando el bocadillo sobre un palé—. Escucha lo que te digo, Mazacote: tú no estás enfadado, tú lo que tienes es un aire atravesado. ¡Claro, hombre! ¡Tanto batido de polvos y tanto levantar hierros te tiene el cuerpo engrumado!
Que tienes los rayos esos raros haciendo nudos en el duodeno y eso hay que sacarlo, que si no, fermenta y se te sube a la cabeza, criatura. ¡Estás empanado del todo, que tienes unos bultos en la espalda que pareces un centollo! ¿A quién quieres asustar tú con esas trazas, eh, Pistacho?
Manolo sacó una botella de plástico sin etiqueta de debajo de la silla y se la tendió al gigante. —Toma un trago de este orujo de hierbas. Esto te reinicia el sistema operativo mejor que darle a Control, Alt y Suprimir, ¡ya verás! Pero cuidado, ¿eh?, que rasca, que no es para señoritos finos.
El gigante cogió la botella con dos dedos, bebió un sorbo y, de repente, sus ojos se pusieron en blanco. Una onda de choque le recorrió el espinazo, desinflando un poco aquel exceso de carne radiactiva.
—¡Quieto ahí, no me seas bruto, hombre! —ordenó Manolo—. Ahora viene la ciencia de la abuela. El secreto no está en el yoga ni en ponerse como un gocho cebado, está en el diafragma, ¿entiendes? No lo fuerces, deja que salga de las entrañas, como un saludo a los vecinos. Pon la mano en la cintura, saca pecho y... ¡venga, sin miedo, que aquí no pasa nada!
El gigante inspiró aire contaminado y soltó un eructo que despejó la niebla tóxica en tres kilómetros a la redonda. Fue un estruendo que hizo vibrar las ruinas como si fuera un terremoto de orujo. ¡¡¡BRRRRUUUUPPPPP!!!
Bueno... —sentenció Manolo limpiándose la cara con el dorso de la mano—. Para ser el primero, no estuvo mal el detalle. Pero te falta sentidiño, criatura. Tiene que ser un sonido seco, que se note la autoridad pero sin asustar a los pájaros. ¿Ves como ya no quieres romper nada, Lechuguino? Eso es que has soltado la presión del turbo, hombre. ¡Te dije yo que era por el gas!
El gigante, que empezaba a encogerse y a recuperar el color de una persona normal, miró a Manolo con un respeto casi religioso.
—¿Ves tú, hijo?... Si es que la ciencia de allá lejos no tiene ni puta idea de la vida real, rapaz. Ni rayos, ni gaitas, ni hostias en vinagre. Tú lo que necesitabas era una purga de las de antes, de las que te dejan el cuerpo como nuevo, ¿sabes cómo te digo?
Manolo miró la montaña de escombros que bloqueaba la calle y luego miró los bíceps del gigante, que ahora estaba más tranquilo. Se le encendió la bombilla del emprendimiento. Le dio un último toque en el codo con aire de mánager profesional y le soltó el contrato:
—Escucha, Verdiño, fíjate lo que te digo: estás aquí perdiendo el tiempo haciendo el indio. Te voy a fichar como especialista jefe de desescombro. ¿Ves ese montón de vigas y cascotes? Me los vas moviendo de ahí para que yo pueda buscar el cobre de las tuberías. A cambio, le pedimos a la Charo que nos haga un cocido de los que resucitan a un muerto. ¡Y no me mires con esa cara de hinojo, que el trabajo dignifica, carallo! ¡Que para que se te baje la tontería esa del gimnasio hay que doblar el lomo y sudar el orujo, hombre! ¡Malo será!
Y así, al final del día, en Pantallazul del Generalísimo, el gigante verde se estrenó como ayudante oficial de desescombro, trabajando bajo la vigilancia implacable de Manolo, el Cuñado Omega.
No muy lejos, ya formando parte de la cuadrilla, Darth Vader —ese tipo con máscara que había llegado días antes refunfuñando sobre "la Fuerza"— por fin lograba colocar una estantería en su sitio levitándola con un gesto de la mano, aunque Manolo solo lo veía como un manitas torpe que necesitaba más orujo para aflojar los nervios.
¡Que la fuerza del orujo os acompañe, rapaces!
19 diciembre 2025
Apocalipsis Cuñao: Expediente Área 51
Jungla de Cristal: Manolo en el Edificio Nakatomi
Cuando las Charos conocen a Batman
Nada más entrar, dejó el Bat-Coche en doble fila. Con las luces puestas. Sin mirar atrás.
Ahí lo vieron.
No se acercaron de golpe.
Las Charos nunca se acercan de golpe. Primero miran. Y mientras miran, ya han decidido.
— Mira tú, si no es el muchacho ese de las pelis…
— Sí, el de negro. Siempre tan serio.
— Mucha oscuridad para un pueblo tan soleado.
Batman se giró al oírse señalado.
— Yo solo intento mantener la ciudad a salvo.
— Ya, claro —dijo una, sin levantar la voz—. Siempre es eso. Salvar. Pero desde la violencia y el machismo...
— ...Y desde el silencio —añadió otra, como completando la frase—. Ni un "buenos días".
Batman bajó del Bat-Coche, todavía confiado.
— Es una emergencia.
— Todo es una emergencia cuando eres tú el que decide —dijo una.
— Y cuando te permites aparcar así —remató otra, señalando la doble fila.
— Además —continuó una tercera—, esa cara… eso es tensión acumulada.
— Mira, cariño —le dijo, ya más cerca—, si vas a salir por ahí a proteger, ponte al menos crema hidratante. Esa piel está pidiendo auxilio.
— Con ese antifaz —apuntó otra con tono de experta— solo te proteges la identidad, no el contorno de ojos.
Batman parpadeó.
— Yo trabajo de noche.
— Ya —respondieron casi a la vez—. Eso no ayuda.
— Ni al descanso.
— Ni a gestionar emociones.
— Ni a la convivencia. ¿Quién hace la compra? ¿Quién lleva la ropa a lavar? ¿O es que en la Batcueva hay un sistema patriarcal de sirvientes?
Desde el fondo de la calle se oyó un eructo largo y orgulloso.
— Buaaaaarp.
— ¿Ese no es Manolo? —preguntó una, sin girarse.
— Sí —respondió otra—. El de siempre. Pero fíjate: no molesta, no ocupa, no impone.
Batman, por primera vez, desvió por una fracción de segundo su mirada de las Charos hacia el origen del sonido. No vio una amenaza. Vio a un hombre en paz con su digestión. La confusión fue más profunda que cualquier enigma del Acertijo.
Intentó reconducir.
— Vengo de Gotham. Allí lucho contra criminales.
— Importando métodos.
— Sin preguntar.
— Convencido de que aquí no sabemos organizarnos.
Charo Sororidad se cruzó de brazos.
— Mucha misión individual y cero red. Eso no es heroicidad. Es machismo con presupuesto.
Batman respiró hondo.
— Yo no discrimino.
— Claro que no. Solo decides solo.
— Ocupas espacio.
— Y bloqueas el autobús.
Otro eructo, más corto, como de apoyo.
— Burp.
Silencio.
Charo Gamma sacó el móvil.
— Mira, te voy a pasar el contacto de una amiga coach.
— Te va a venir muy bien para trabajar la culpa.
— Y el ego.
— Y esa necesidad de cargar con todo.
Batman dio un paso atrás.
— Yo voy solo.
— Eso no es fortaleza.
— Eso es no saber pedir ayuda.
— Y otra cosa —añadió una, ya casi con cariño—: ir solo por la noche no es seguro.
— ¿Has pensado en avisar cuando llegues a casa?
Batman apretó la mandíbula. No había Bati-argumento que valiera aquí. Su mano se desplazó al cinturón y activó el gancho con un chasquido de frustración.
— Huir es una respuesta típica del conflicto no resuelto. Y huir sin cerrar el diálogo también es muy masculino —le soltaron mientras se elevaba, balanceándose de forma poco elegante.
Antes de desaparecer, una última frase, dicha con calma:
— ¡Y quita el Bat-Coche de la doble fila!
Batman arrancó y se fue.
Las Charos se quedaron quietas un segundo.
— Se ha ido pensativo por nuestras indicaciones. Mucha masculinidad tóxica.
— Algo aprenderá.
Desde lejos, Manolo volvió a eructar. Esta vez satisfecho.
— Brrruuupppp.
— ¿Ves? —dijo una Charo—. Al final, el problema no era Gotham.
— Era venir sin escuchar.
Conclusión
Batman protege ciudades enteras desde las sombras.
Las Charos, en cambio, detectan fallos, señalan culpables y hacen pedagogía sin capa, sin gadgets y sin pedir perdón.
Y en Pantallazul, donde el autobús de las 8:30 no puede pasar porque hay un artilugio en forma de murciélago en doble fila, eso suele ser más que suficiente.
17 diciembre 2025
Cuando Darth conoce a Manolo
Skynet Vs. Manolo
08 diciembre 2025
Charos Vs. Cuñaos
Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».
Su mano ya se dirigía al
codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se
interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación
eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos
rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de
su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en
el Cuñao.
«Eso que dices es
intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un
poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su
morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia
de siete con un puñado de lentejas y un sueño».
El Cuñao parpadeó,
atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino
corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios
básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo
seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que
es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una
olla a presión y dos berzas…».
Esa fue la chispa. La
chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.
Se formaron frentes de
inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la
ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel
general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por
aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta
que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo
el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima
durante soliloquios de tres cuartos de hora.
Las Charos, por su
parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor
rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a
veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como
advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición
inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio
Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para
esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues
yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).
La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.
Pero el punto de
inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica,
con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en
la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que
parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único
medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi
abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos
ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas
e igualmente inflexibles.
Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores».
El pánico ante semejante herejía los unió.
Se firmó una Tregua
por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho
mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos
podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del
enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las
explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.
Ahora, en la última
frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte,
prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los
pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos
ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.
«Te lo dije, Manolo. Todo
esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de
cristal, se salva una civilización».
El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad.
Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.
Apocalipsis Cuñao
No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.
Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.
El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.
La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.
Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.
Ahora, en la última gasolinera que
funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos
inquietas y cuello vuelto marcando territorio:
"Todo esto es por no haber
estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que
te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo
teníamos resuelto en un fin de semana."
Una pausa que pretende ser dramática, y
luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable.
Contaminante.
El superviviente asiente, lento, y mira
al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes,
existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto
el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.
La humanidad, piensa, no caerá por falta
de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.
04 diciembre 2025
El Peso del Vacío
—Estos radares miden masa, espacio ocupado. No distinguen si es un perro, un poste o una persona. Solo saben que hay algo.
Pero no había nada. Nada que yo pudiera ver.
Empecé a tomar nota mental. Ocurría en lugares dispares: frente al viejo cine abandonado, en el aparcamiento del trabajo a pleno sol, en la gasolinera. Siempre el mismo patrón: una detección que cruzaba de un lado a otro, como si alguien caminara con calma delante o detrás del vehículo. Un paseante invisible.
La obsesión se instaló. Dejaba el coche en punto muerto en lugares solitarios, esperando el bip. Era como pescar fantasmas. Mi mujer, Lorena, se preocupaba.
—Iván, esto te está afectando. Es un error de software.
—El taller lo ha reseteado dos veces. No hay errores.
—Pues entonces es tu cabeza.
Tal vez. Pero la pantalla no mentía. Aquel pulso de lo ausente tenía una persistencia física, electrónica, medible.
La noche del hallazgo estaba en el descampado junto a la antigua fábrica de harinas. Un lugar amplio, llano, perfecto. Aparqué de cara a la nave en ruinas, apagué las luces y esperé.
El frío de febrero se colaba por las ventanillas, calando hasta los huesos. No tardó: bip-bip-bip. La alerta trasera se iluminó, mostrando un volumen denso y cercano, justo en el límite rojo. Luego, la delantera. Algo se movía alrededor del coche, trazando una circunferencia perfecta, una y otra vez. El ritmo era constante, pausado. Como una inspección.
Me forcé a quedarme quieto, a observar solo la pantalla. El arco rojo se desplazaba de izquierda a derecha… y luego, en el instante preciso en que alcanzaba el extremo, un segundo arco aparecía en el lado opuesto, como si un segundo cuerpo tomara el relevo. Era una coreografía. No era un solo transeúnte fantasma. Era un desfile.
Decidí hacer un experimento desesperado. Mientras los arcos bailaban en la pantalla, encendí el motor y, muy despacio, eché el coche hacia adelante unos veinte centímetros. Los arcos se desvanecieron al instante. El silencio electrónico fue absoluto. Apagué el motor de nuevo. Pasaron diez segundos de quietud total.
Entonces, bip. Un arco rojo surgió justo delante del paragolpes, en el nuevo lugar que ahora ocupaba el coche. La cosa, lo que fuera, había recalculado su posición al instante y se había colocado delante de él de nuevo. No estaba detectando un rastro. Estaba interactuando con mi movimiento.
Con un nudo en la garganta, encendí la linterna del teléfono y apunté hacia la zona donde el sensor marcaba el volumen. No vi nada. Pero entonces, en el aire, noté algo. Una distorsión. Como el temblor del aire sobre el asfalto en un día de calor extremo, pero aquí, en el frío de la noche. Una zona donde la luz de la farola lejana parecía curvarse ligeramente, como si atravesara un vidrio grueso. Y esa distorsión tenía el tamaño aproximado de un hombre, y se movía. Se deslizaba lentamente, de un lado a otro, coincidiendo exactamente con el barrido del arco rojo en la pantalla.
El radar no captaba una huella. Captaba la presión. La deformación en el aire, en la luz, en la realidad misma, que esa masa invisible ejercía al pasar. No era un eco. Era la cosa en sí, moviéndose ahora, ocupando un espacio que mi ojo no podía registrar pero cuya presencia abultaba el mundo como un pie hundiéndose en la arena.
La distorsión se detuvo. Se quedó inmóvil, frente a mi puerta. En la pantalla, el arco rojo se mantenía fijo, parpadeante, señalando una colisión inminente. Sentí un frío que no era el de la noche. Sentí el peso de una mirada que venía de dentro de aquel temblor del aire.
Apagué la linterna. Con manos temblorosas, encendí el motor y puse primera. Al moverme, el arco rojo desapareció. En el retrovisor, bajo la luz de la luna, vi cómo la hierba alta del descampado se aplastaba en una larga y recta sucesión de huellas invisibles, alejándose, como si algo masivo y lento estuviera caminando hacia la carretera, dejando por fin de interesarse por mí.
Pero lo había visto. Y ahora lo sabía. Los radares no mentían. El mundo está lleno de estas presiones, de estas cosas que se hunden tanto en la realidad que dejan un bulto en el aire. Y lo único que las mantiene a raya es el movimiento. La falsa ilusión de que avanzamos. Porque cuando te detienes, cuando te quedas quieto, es cuando se acercan a inspeccionar. A medir el volumen que ocupas tú.
Y un día, quizás, su medición y la tuya coincidirán en la pantalla, y el bip sonará por primera vez para ti, no como alerta, sino como confirmación de que tú también estás al otro lado.
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En el Madrid de las prisas, donde los días corren como si alguien les pisara los talones, vivía Belén, una pelirroja de melena siempre un po...
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Ahora lo sé: el dolor no se va, se transforma. Se amansa. Hoy, con la distancia de quien revisa una cicatriz ya cerrada, puedo escribir sin ...
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Yo subía con una caja de libros, sudando a mares. No había ascensor en ese viejo edificio, solo peldaños interminables. Ella bajaba con paso...




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