Después del jaleo del edificio Nakatomi, Manolo decidió que no podía dejar a los americanos solos con sus infraestructuras; según él, aquello era todo "de mírame y no me toques". Se quedó haciendo ñapas por los barrios ricos de California y, por supuesto, no tardó en llamar al Vader para que se incorporara al tajo. El Lord Sith, que ya era su empleado fijo desde que le hizo el presupuesto de la Estrella de la Muerte, se presentó en el motel mientras Manolo veía los toros en un canal pirata internacional, rascándose la barriga y dándole tientos a un carajillo de bourbon.
Vader apareció con el casco recién abrillantado (con Pronto, por consejo de Manolo) y el mono de trabajo azul de "Reformas Manolo" embutido por encima de la armadura, que le tiraba de la sisa de mala manera.
—¡Vader, fiera, pilla el capazo y vente, que aquí no saben ni apretar un tornillo de estrella! —le soltó Manolo mientras terminaba el Farias—. Que estos americanos tienen mucha tecnología, pero les pones delante una cisterna que gotea y se ponen a llamar al 911. ¡Espabila, machote! La estética de Vader era un problema para el negocio. Cada vez que llegaban a un chalé de Malibú para alicatar un baño, las dueñas se ponían a gritar pensando que era una invasión de una secta.
—Excuse me... is he... a robot? —preguntaba la clienta, blanca como la cal.
—¡Qué va a ser un robot, señora! ¡Si este come más que un regimiento de la Guardia Civil! —respondía Manolo con el palillo bailando en la boca—. Es que es muy suyo con la ropa, tiene el cutis sensible, pero me carga los sacos de cemento de dos en dos moviendo la manita. ¡Vader! ¡Deja de mirar a la señora y dale a la mezcla, que te pones a respirar fuerte y me secas el cemento antes de tiempo con el aire caliente ese que echas!
—Pshhh-kooo... Como desees, maestro Manolo... —respondía Vader, humillado, mientras usaba la Fuerza para batir el yeso.
Manolo estaba tirado en Los Ángeles, sin pasaporte, ni inglés, ni vergüenza. Por suerte, su madre llamó desde Fuenlabrada a la Jessica, una sobrina segunda que se había ido a "las Américas" hacía cinco años tras casarse con Bill, un americano que trabajaba en algo de satélites y al que ella tenía más derecho que un huso a base de potajes y gritos.
Justo cuando estaban terminando un porche, apareció el Cadillac Eldorado rosa de la Jessica levantando una polvareda que casi tapa el sol. La sobrina se había cruzado medio país para recogerlo, porque "a un español no se le deja solo en un país donde no saben lo que es una fregona de las de verdad".
—Manolo, deja el carajillo que nos vamos a Nevada —le dijo ajustándose las gafas de sol de espejo—. Mi Bill me ha dicho que en el Área 51 tienen a un marciano cabezón que no sabe ni limpiarse los mocos, y que tienen el hangar que da asco verlo. Y yo por ahí no paso, que para eso Bill se deja la vida en el Pentágono y yo pago mis taxes. ¡Venga, subid!
El Cadillac atravesaba el desierto de Nevada bajo un sol de justicia. Manolo iba de copiloto con la mano fuera haciendo "la ola".
En el asiento de atrás, Darth Vader iba encajonado entre una bolsa de naranjas y un juego de llaves de tubo de las gordas.
—¡Vader, quita la capa del medio, que no veo por el retrovisor! —le regañó la Jessica—. ¡Y deja de hacer ese ruidito con el casco, que pareces una cafetera con el filtro sucio!
—Pshhh-kooo... Como desees, Jessica... —respondió Vader, usando La Fuerza para doblar su capa con precisión milimétrica.
—Te lo digo yo, Jessica —intervino Manolo—, que a este el aire del desierto le sienta fatal. ¡Vader! Estate atento, que vamos a entrar en un sitio de los tuyos, de naves y marcianos, a ver si aprendes algo de mecánica de verdad y no tanto "Lado Oscuro", que eso con una bombilla de 100 vatios y un buen fluorescente se soluciona.
Llegaron a la puerta del Área 51. El sargento de guardia no tuvo ni tiempo de pedir el pase. La Jessica bajó la ventanilla y, con su spanglish de Fuenlabrada, le soltó una bronca sobre la falta de señalización que dejó al militar pidiendo perdón por existir.
—¡Listen to me, mister! ¡Que traigo aquí a los técnicos! ¡Que tenéis el hangar que parece un nido de ratas! ¡Move the barrier, darling, que voy con prisa!
Entraron hasta la cocina. En el centro del hangar había una nave plateada que los científicos americanos miraban como si fuera el Santo Grial. Manolo se bajó del coche y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Pero bueno! ¡Jessica, mira qué chapuza!
—Manolo señaló una junta de la nave—. ¡Vader, trae la caja de herramientas! ¡Mira esto! ¡Si han puesto los paneles con remaches de plástico! ¡Eso a la que pilles un bache en la estratosfera se te desarma el invento!
Darth Vader bajó del Cadillac cargando una caja de herramientas de metal que pesaba ochenta kilos como si fuera un bolso de mano.
—Maestro Manolo... los sensores indican que el núcleo de antimateria está inestable —dijo Vader con su voz cavernosa.
—¿Sensores? ¿Antimateria? —Manolo soltó una carcajada—. ¡Eso es que le falta grasa de litio, hombre! ¡Vader, usa la mano esa tuya y levántame el ala izquierda de la "paellera", que voy a mirar debajo! ¡Pero quieto ahí! ¡No lo subas tanto, que me da el reflejo del sol en los ojos!
Vader levantó la nave de tres toneladas con un dedo. Manolo se metió debajo, hurgó un poco, arrancó unos cables y salió con una costra negra en la mano.
—¡Lo que yo decía! ¡Tenían un nido de avispas en el escape! En ese momento, un alienígena de cabeza enorme que flotaba sobre una camilla magnética abrió los ojos. Los científicos de la NASA estaban en éxtasis, pero Manolo le miró con desprecio.
—¡Jessica, mira esto! ¡Si tienen al chaval en una pecera! ¡Diles que le abran la ventana, que se le va a quedar el aire viciado!
El alienígena, sintiendo la presencia de una mente tan densa e impenetrable como la de Manolo, salió lentamente de la pecera y proyectó un mensaje mental: “EL EQUILIBRIO GALÁCTICO HA SIDO ROTO... EL NÚCLEO ESTÁ COLAPSANDO...”
Manolo se rascó la barriga y miró al científico jefe.
—¿Qué dice el "E.T." este? ¿Que tiene gases? Dile que eso es de comer rápido. Y de paso dile que ese núcleo de... ¿cómo ha dicho? ¿antimateria?... eso es lo que tenéis mal. Mira el tubo ese que sale de la máquina. ¡Si tiene una holgura que me cabe el dedo! Eso os está perdiendo compresión, hombre.
Por eso mismo vino a verme el asmático este —señaló a Vader—, porque la Estrella de la Muerte le perdía aire por los conductos y quería que le hiciera un presupuesto sin IVA. "Manolo, que tengo una fuga térmica", me decía el pesado...
El alíen seguía acercándose, intentando una conexión telepática superior.
—¡Atrás, cabezón! —gritó Manolo.
Manolo, que no aguantaba que nadie —fuera de Cuenca o de las Pléyades— le invadiera el espacio personal, infló el pecho. La cena de la noche anterior (frijoles con chorizo que la Jessica le había obligado a comer "para integrarse") decidió hacer su aparición.
Soltó un eructo que fue como un tsunami de vapor de ajo, cerveza caliente y gases acumulados desde la Expo 92.
Fue una onda expansiva tan densa que el aire del hangar se volvió visible y de un tono amarillento. El alienígena, diseñado para captar vibraciones cósmicas sutiles, recibió el impacto de pleno. Sus ojos se pusieron en blanco, sus rodillas de alambre flaquearon y cayó al suelo haciendo un ruido de plástico hueco.
—Pshhh-kooo... Maestro... esa perturbación en la Fuerza... es... insoportable... —balbuceó Vader apoyándose en la caja de herramientas.
—¡Bah! ¡Eso es salud, Vader! —dijo Manolo dándose una palmada en la barriga—. ¡Eso es que el cuerpo está funcionando a 220! Dile al marciano que se deje de telepatías y que aprenda a ventilar los hangares, que aquí no se puede ni respirar
—¡Manolo! ¡Qué asco, por el amor de Dios, que eres un guarro! —gritó la Jessica, sacando un spray de «Vainilla y Flores»—. ¡Que has dejado al pobre marciano en coma!
¡Vader, coge al cabezón por los pies y súbelo a la camilla, que me da una pena el pobre bicho ahí tirado en el suelo que está sin barrer! ¡Y carga la caja en el maletero, y no uses la Fuerza que me rallas el cuero del Cadillac! ¡Venga!
Salieron de la base dejando al General Hammond llorando en una esquina y a Darth Vader intentando limpiar la rejilla de su casco con un pañuelo de papel que le había prestado la Jessica.
—Te digo una cosa, Jessica —sentenció Manolo mientras el Cadillac enfilaba hacia Las Vegas—, mucho marciano y mucho científico, pero al final lo que manda es el producto nacional. ¡Vader! ¡Suelta el dial! Que como me pongas otra vez la musiquita esa de las trompetas, que parece que vamos a enterrar a un ministro, te bajo del coche en marcha. ¡Ponme algo del Fary, hombre! ¡Ponme "El Toro Guapo", que eso es música con fundamento y no tus cornetas de entierro!

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