La Navidad en Los Ángeles es una pantomima comparada con la soledad gloriosa de un soltero en Pantallazul del Generalísimo. Manolo no había ido a California a buscar el amor; estaba allí porque la empresa matriz de Nakatomi buscaba "al mejor experto en calderas de gasoil del mundo" y él era el único que sabía purgar un radiador usando solo un clip y el sentido común.
En ese momento, Manolo andaba metido en los túneles de ventilación del edificio, haciendo una de sus chapuzas habituales: ajustando una válvula oxidada con un poco de cinta adhesiva y un martillo, mientras se tomaba un bocata de morcilla y un trago de orujo de hierbas para pasar el rato.
—Mejor aquí que aguantando a mi cuñada en la cena, que siempre me pone los langostinos con hielo y eso es un crimen contra la salud pública —pensó Manolo mientras se rascaba la tripa bajo la camiseta de tirantes de color "blanco duda".
Hans Gruber, el terrorista más elegante de Europa, acababa de reventar las puertas del salón principal. Sus hombres, armados hasta los dientes, tomaron posiciones. Hans se ajustó la corbata, caminó hacia el centro del salón y, justo cuando abrió la boca para decir su primera frase épica y aterrorizar a los rehenes, el edificio entero vibró.
No fue un terremoto. No fue una explosión.
—¡¡¡BRRRRROOOOOUUUUUUAAAAAPPP!!!
El eructo, seco, cavernoso y con un vago aroma a morcilla de Pantallazul y orujo de hierbas, recorrió los conductos de ventilación con la fuerza de un Boeing 747. El sonido emergió por todas las rejillas de la planta 35 a la vez, creando un efecto envolvente que dejó a los terroristas paralizados, mientras el olor a embutido rancio y licor casero se esparcía por el aire, haciendo que varios de ellos arrugaran la nariz y miraran alrededor con asco.
Hans Gruber miró al techo, desconcertado. Karl, su mano derecha, bajó el fusil con cara de asco.
—¿Qué... qué ha sido eso? ¿Y ese olor a... chorizo podrido? —preguntó Gruber, perdiendo por un momento su compostura alemana.
En ese momento, una estática chirriante salió del walkie-talkie que Hans llevaba en el cinturón.
Manolo, que estaba en el falso techo ajustando una válvula, había pulsado el botón de hablar.
—¡¡¡BOOOORRRRPP!!! —otro eructo, esta vez más corto, a modo de saludo—. ¿Oigo? ¿Se me recibe? A ver, o de la barba e o traje de primera comunión. Hans, ¿non? Escoita, Hans, fiera, máquina... os explosivos esos C4 que estás pegando nas columnas son dos chinos. Eu non sei quen che suministrou o material, pero che viron a cara de turista a kilómetros. Iso é plastilina con pilas, home.
Gruber, recuperando el tono, rugió al walkie: —¡No sé quién es usted, pero tenemos el control del edificio y vamos a volar la cámara acorazada!
—¡Pero qué vas a volar ti, se non sabes nin facer a o con un canuto! —le interrumpió Manolo desde el conducto—. Escoita ben: se queres tirar a porta da cámara, déixate de tanta electrónica e tanta pantomima, échalle un pouco de 3-en-1 ás bisagras e dálle un golpe seco co ombro. De obra non tes nin idea, rapaz. Estás aí co ordenador ese que parece da NASA e o único que precisas é un pouco de oficio, carallo.
Karl intentó localizar la voz disparando una ráfaga al techo.
—¡Ei, ei, ei! ¡Quieto aí, Rambo de mercadillo! —gritó Manolo—. ¡Que o pladur é de 13 milímetros e me o estás deixando como un colador! ¡Iso quen o paga despois, eh! ¡Que os autónomos non temos seguro de tiroteos! ¡E ti, Hans, dille ó teu amigo que se segue disparando así váiselle quentar o cañón e váiselle dobrar, que iso é aceiro do barato, ostia!
Gruber, desquiciado por el hecho de que su gran golpe maestro estaba siendo criticado por un técnico soltero de Pantallazul, empezó a gritar órdenes en alemán.
—¡Buscadlo! ¡Traedme su cabeza!
—¡¡¡BRRRRUUOOOOHHH!!! —otro eructo sónico retumbó por los pasillos—. ¡Iso, buscádeme! Pero traédeme un abridor, que me queda un tercio na caixa de ferramentas e non quero romper un colmillo. E outra cousa, Hans... ese traje. ¿É un Hugo Boss? Pois che enganaron. Esa costura che tira da sisa. Se foses á sastrería do meu pobo, facíanche un que poderías ata agacharte a recoller un euro sen que che crujira o pantalón. Que vas feito un pincel pero vas "repretao", home.
Media hora después, cuando la policía llegó al edificio, no encontraron sangre. Encontraron a todos los terroristas sentados en círculo, con una crisis de identidad galopante. Hans Gruber estaba llorando en un rincón porque Manolo le había explicado que su plan de jubilación en Brasil era "fiscalmente una soberana estupidez".
Manolo salió del Nakatomi Plaza solo, ajustándose los pantalones de pana y con el palillo en la boca.
Un agente de la policía, impresionado por el olor a orujo que emanaba el héroe, le preguntó:
—Señor, ¿ha visto al terrorista?
Manolo soltó un último y definitivo eructo que hizo saltar todas las alarmas de los coches patrulla.
—¡¡¡BOOOOORRRRPP!!! —se limpió la comisura de los labios con el pulgar—. ¿Terrorista? Ese lo que era é un ansias. Eu volvo para Pantallazul del Generalísimo, que alí polo menos se alguén quere entrar nun sitio á forza, usa unha palanca das de toda a vida e non tanto cable de cores. ¡Menuda chapuza de asalto, oes!
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