08 diciembre 2025

Charos Vs. Cuñaos

El mundo ya estaba en ruinas, pero la verdadera guerra, la de las certezas absolutas, estaba a punto de estallar. Todo comenzó en el Mercadillo frente a un puesto de latas abolladas y esperanzas caducadas. 

Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».

Su mano ya se dirigía al codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en el Cuñao.

«Eso que dices es intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia de siete con un puñado de lentejas y un sueño».

El Cuñao parpadeó, atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una olla a presión y dos berzas…».

Esa fue la chispa. La chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.

Se formaron frentes de inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima durante soliloquios de tres cuartos de hora.

Las Charos, por su parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).

La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.

Pero el punto de inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica, con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas e igualmente inflexibles.

Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores». 

El pánico ante semejante herejía los unió.

Se firmó una Tregua por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.

Ahora, en la última frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte, prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.

«Te lo dije, Manolo. Todo esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de cristal, se salva una civilización».

«Y con una dinamo, Charo. La clave siempre fue la dinamo».

Intercambian una mirada. No es amor, ni siquiera amistad. Es el reconocimiento hosco de dos potencias que, al chocar, han encontrado un equilibrio incómodo. 

El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad. 

Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.


Apocalipsis Cuñao

Los primeros signos fueron sutiles, pero rotundos. En el bar de la esquina, Arturo, el de contabilidad, soltó un “pues a mí esto del apocalipsis no me pilla por sorpresa” mientras su mano, como un pájaro gris y seguro, se posaba en tu codo para anclar la verdad revelada. El paciente cero. A la semana, las calles olían a certeza absoluta y a ligero sudor palma-codo.

No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.

Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.

El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.

La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.

Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.

Ahora, en la última gasolinera que funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos inquietas y cuello vuelto marcando territorio:

"Todo esto es por no haber estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo teníamos resuelto en un fin de semana."

Una pausa que pretende ser dramática, y luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable. Contaminante.

El superviviente asiente, lento, y mira al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes, existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.

La humanidad, piensa, no caerá por falta de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.

04 diciembre 2025

El Peso del Vacío

Al principio lo atribuí a un fallo. Un bip agudo, un arco rojo barriendo la pequeña pantalla a la izquierda del volante. El radar trasero. Miré por el retrovisor: la calle de mi urbanización, a las tantas de la madrugada, estaba vacía. Silencio y farolas anaranjadas.

Eso fue hace meses. Ahora es una rutina. Solo ocurre con el coche parado, motor apagado o encendido, da igual, pero inmóvil. Los sensores delanteros y traseros se encienden solos, trazando ese arco de alarma, detectando un volumen. No una forma, me dijo el mecánico cuando se lo comenté, incrédulo.
—Estos radares miden masa, espacio ocupado. No distinguen si es un perro, un poste o una persona. Solo saben que hay algo.
Pero no había nada. Nada que yo pudiera ver.
Empecé a tomar nota mental. Ocurría en lugares dispares: frente al viejo cine abandonado, en el aparcamiento del trabajo a pleno sol, en la gasolinera. Siempre el mismo patrón: una detección que cruzaba de un lado a otro, como si alguien caminara con calma delante o detrás del vehículo. Un paseante invisible.
La obsesión se instaló. Dejaba el coche en punto muerto en lugares solitarios, esperando el bip. Era como pescar fantasmas. Mi mujer, Lorena, se preocupaba.
—Iván, esto te está afectando. Es un error de software.
—El taller lo ha reseteado dos veces. No hay errores.
—Pues entonces es tu cabeza.
Tal vez. Pero la pantalla no mentía. Aquel pulso de lo ausente tenía una persistencia física, electrónica, medible.
La noche del hallazgo estaba en el descampado junto a la antigua fábrica de harinas. Un lugar amplio, llano, perfecto. Aparqué de cara a la nave en ruinas, apagué las luces y esperé. 
El frío de febrero se colaba por las ventanillas, calando hasta los huesos. No tardó: bip-bip-bip. La alerta trasera se iluminó, mostrando un volumen denso y cercano, justo en el límite rojo. Luego, la delantera. Algo se movía alrededor del coche, trazando una circunferencia perfecta, una y otra vez. El ritmo era constante, pausado. Como una inspección.
Me forcé a quedarme quieto, a observar solo la pantalla. El arco rojo se desplazaba de izquierda a derecha… y luego, en el instante preciso en que alcanzaba el extremo, un segundo arco aparecía en el lado opuesto, como si un segundo cuerpo tomara el relevo. Era una coreografía. No era un solo transeúnte fantasma. Era un desfile.
Decidí hacer un experimento desesperado. Mientras los arcos bailaban en la pantalla, encendí el motor y, muy despacio, eché el coche hacia adelante unos veinte centímetros. Los arcos se desvanecieron al instante. El silencio electrónico fue absoluto. Apagué el motor de nuevo. Pasaron diez segundos de quietud total. 
Entonces, bip. Un arco rojo surgió justo delante del paragolpes, en el nuevo lugar que ahora ocupaba el coche. La cosa, lo que fuera, había recalculado su posición al instante y se había colocado delante de él de nuevo. No estaba detectando un rastro. Estaba interactuando con mi movimiento.
Con un nudo en la garganta, encendí la linterna del teléfono y apunté hacia la zona donde el sensor marcaba el volumen. No vi nada. Pero entonces, en el aire, noté algo. Una distorsión. Como el temblor del aire sobre el asfalto en un día de calor extremo, pero aquí, en el frío de la noche. Una zona donde la luz de la farola lejana parecía curvarse ligeramente, como si atravesara un vidrio grueso. Y esa distorsión tenía el tamaño aproximado de un hombre, y se movía. Se deslizaba lentamente, de un lado a otro, coincidiendo exactamente con el barrido del arco rojo en la pantalla.
El radar no captaba una huella. Captaba la presión. La deformación en el aire, en la luz, en la realidad misma, que esa masa invisible ejercía al pasar. No era un eco. Era la cosa en sí, moviéndose ahora, ocupando un espacio que mi ojo no podía registrar pero cuya presencia abultaba el mundo como un pie hundiéndose en la arena.
La distorsión se detuvo. Se quedó inmóvil, frente a mi puerta. En la pantalla, el arco rojo se mantenía fijo, parpadeante, señalando una colisión inminente. Sentí un frío que no era el de la noche. Sentí el peso de una mirada que venía de dentro de aquel temblor del aire.
Apagué la linterna. Con manos temblorosas, encendí el motor y puse primera. Al moverme, el arco rojo desapareció. En el retrovisor, bajo la luz de la luna, vi cómo la hierba alta del descampado se aplastaba en una larga y recta sucesión de huellas invisibles, alejándose, como si algo masivo y lento estuviera caminando hacia la carretera, dejando por fin de interesarse por mí.
Pero lo había visto. Y ahora lo sabía. Los radares no mentían. El mundo está lleno de estas presiones, de estas cosas que se hunden tanto en la realidad que dejan un bulto en el aire. Y lo único que las mantiene a raya es el movimiento. La falsa ilusión de que avanzamos. Porque cuando te detienes, cuando te quedas quieto, es cuando se acercan a inspeccionar. A medir el volumen que ocupas tú.
Y un día, quizás, su medición y la tuya coincidirán en la pantalla, y el bip sonará por primera vez para ti, no como alerta, sino como confirmación de que tú también estás al otro lado.

02 diciembre 2025

Subir colinas, bajar montañas

Pablo siempre había dicho que el amor a primera vista era un invento de las  películas. Hasta esa tarde de mayo en Malasaña. 

El aire olía a tierra húmeda y a café recién hecho. En la terraza, entre el bullicio, estaba Lucía. La vio reír, llevándose la copa a los labios con una naturalidad que le paró el ritmo cardíaco. 

Cuando ella giró la cabeza y su mirada se cruzó con la de él, Pablo no sintió un chispazo, sino un vuelco seco, real, en las entrañas. Las palabras salieron solas, casi sin permiso:

—¿Te importa si me siento?

—Solo si prometes no aburrirme —respondió ella, y sonrió de esa forma que desarmaba, que lo dejó sin defensas.

Lo que siguió fueron los seis meses más altos de su vida. Lucía era luz pura: imprevisible, apasionada, capaz de convertir un martes cualquiera en aventura. Viajaron a Lisboa en tren nocturno, durmieron en la playa de Tarifa, hicieron el amor en el coche bajo la lluvia. Pablo tocó el cielo tantas veces que olvidó que existía el suelo. 

Se mudaron juntos, y cada mañana él despertaba pensando que aquello era demasiado bueno para ser real.

—Te quiero tanto que me da miedo —le dijo una noche, abrazándola por detrás mientras ella preparaba una infusión.

—No tengas miedo —susurró Lucía—. Esto es para siempre.

Pero el para siempre duró exactamente hasta un viernes de noviembre. Pablo llegó antes de tiempo del trabajo y la encontró llorando en el sofá, con la maleta hecha a sus pies.

—No puedo más —dijo ella sin mirarlo—. Me ahogo. Necesito respirar.

—¿Respirar? ¡Si hemos sido felices! —gritó él, sintiendo que el mundo se partía en dos.

—Precisamente por eso. Nunca había estado tan arriba, y ahora tengo vértigo. Lo nuestro es demasiado intenso, Pablo. Me quema.

Lucía se fue esa misma tarde. Cerró la puerta con suavidad, como quien cierra un libro que ya no quiere seguir leyendo

Y entonces llegó el infierno.

Antes de Lucía, Pablo conocía la soledad: pisos vacíos, cenas congeladas, fines de semana viendo series. Era un dolor sordo, manejable. Pero después de haber vivido en la cima, la caída fue brutal. 

El apartamento se le llenó de ausencia. Todo hablaba de ella. La mancha de agua bajo su cepillo de dientes. El vacío particular que dejaba su risa, ahora sustituido por un zumbido de silencio. Su cuerpo aprendió a reaccionar antes que su mente: el pecho se le oprimía al azar—al pasar por delante de ese bar, al escuchar los primeros acordes de aquella canción en la radio, al sorber el café solo, demasiado amargo de repente—.

Se hundió más bajo que nunca. Dejó de salir, perdió peso, lloraba en el metro sin importarle quién mirara. El amoratado de tanto apretar los puños. Porque ahora sabía lo que era volar, y el suelo le parecía más frío y duro que antes.

Una noche, tres meses después, Pablo estaba sentado en el suelo de la cocina vacía, rodeado de cajas de la mudanza que nunca llegaba a hacer, cuando sonó el timbre. Abrió la puerta sin fuerzas.

Era Lucía.

Tenía los ojos rojos, el pelo más corto, una expresión que él no reconoció.

—He venido a devolverte las llaves —dijo con voz temblorosa, tendiendo la mano con el llavero que aún llevaba el pequeño elefante de madera que él le había traído de Tánger.

Pablo no abrió la puerta del todo. Solo la entreabrió lo justo para que ella viera su cara demacrada, los ojos hundidos, la barba de varios días.

—¿Sabes qué es lo peor, Lucía? —dijo con voz ronca, casi un susurro—. Que durante estos tres meses he deseado morirme todos los días. Todos. Pero no me atreví porque pensaba que algún día volverías y quería que me vieras destrozado para que sintieras lo que hiciste.

Lucía palideció.

—Chist —la cortó él—. Ahora escucha la parte buena.

Sonrió. Una sonrisa que no era de loco ni de borracho, sino de alguien que ha cruzado un desierto y ha encontrado agua al otro lado.

—Anoche, por primera vez, dormí del tirón. Soñé que volvía a estar en la cima de una montaña, solo. Pero esta vez sabía cómo había llegado hasta ahí: porque antes había caído de aquella misma cima. Y desde el valle, desde el fondo mismo, miré hacia arriba y vi que la vista sin ti era… clara. Era paz. Y esa claridad fue la que me permitió, en el sueño, volver a ascender. Sin vértigo.

Lucía empezó a llorar en silencio.—Así que gracias —continuó Pablo—. Gracias por haberme llevado tan alto. Porque solo quien ha estado en el cielo sabe reconocer el infierno cuando lo pisa. Y yo ya lo reconozco. Ya no me engaña nadie.

Dio un paso atrás.

—Adiós, Lucía.

Cerró la puerta.

Del otro lado se oyó un golpe sordo: ella se había dejado caer al suelo, sollozando. Pablo apoyó la frente contra la madera un instante, respiró hondo y se apartó.

Se refugió en el salón, buscando espacio para respirar. Antes de que su cabeza le diera una vuelta más, abrió de golpe la ventana. El frío de diciembre le caló hasta los huesos, pero le devolvió a su cuerpo. 

Eso le dio el último empujón. Sacó el móvil, desbloqueó la pantalla y se quedó mirando el número. Lo había guardado tras el primer café, tras la primera promesa implícita que nunca se cumplió. Su pulgar flotó un segundo sobre la pantalla antes de caer. La llamada conectó. Al tercer tono, una voz femenina respondió:

—¿Hola? —respondió una voz de mujer al otro lado.

—Soy Pablo —dijo él, y su voz ya no temblaba—. Aquel del concierto de Vetusta Morla en la Riviera, el que se quedó sin entrada y acabó colándose contigo. ¿Te acuerdas?

Una risa suave.

—Claro que me acuerdo. Me debes una cerveza desde entonces.

—Tengo una botella entera de Albariño en la nevera y un ático vacío que ya no me duele —respondió Pablo—. ¿Vienes?

Silencio breve. Luego:—Dame veinte minutos.

Pablo colgó, miró la puerta cerrada donde Lucía seguía llorando al otro lado, y por primera vez en meses se rió de verdad.

Después abrió el armario, sacó una camisa limpia, se la puso y empezó a quitar las fotos de las paredes una a una.

El infierno había terminado.

Y esta vez, cuando volvió a subir, lo hizo despacio, sin prisa, sabiendo exactamente dónde ponía los pies.

01 diciembre 2025

Una taza, un comienzo

 

A veces pienso que mi vida empezó en una taza.

Hace poco me contaron una costumbre antigua: a los niños pequeños les ponían unas gotas de café en el Cola Cao para que no se durmieran y aguantaran despiertos, y anís en el chupete para que cayeran rendidos por la noche.

Infancia como ensayo general de lo que vendría después: estimulante para resistir, depresor para desconectar.

Llevaba semanas esperando el mensaje del laboratorio. Miraba el móvil cada pocos minutos aunque fingiera que no. Era solo una confirmación de paternidad, pero por dentro intuía que no era tan solo eso.

Aquel día llegué destrozado a la cafetería de siempre. Solo quedaba una mesa ocupada por un hombre de cincuenta y tantos, traje gastado, cara de muchas madrugadas. Yo, con treinta y pocos, aún me creía a salvo de ese desgaste, pero lo reconocí al instante: era yo en versión futura.

—¿Puedo sentarme?

—Claro —dijo, recogiendo papeles.

Pidió otro café. Yo pedí el mío. Él ya llevaba varios y aún pedía más.

Silencio primero. Dos desconocidos respirando el mismo humo.

—¿Día duro?

—Duro es poco. Mañana auditoría y no doy una.

—El café hace lo que puede —dije.

Soltó una risa que no llegó a sonrisa.

—Hace años que me hundí. Solo cambio de profundidad.

—¿Estás bien?

—No. Pero ya ni sé cómo contarlo.

—Prueba.

Miró la taza vacía.

—A mí de pequeño me ponían café en el Cola Cao para que no me durmiera —dijo—. Y anís en el chupete para que me durmiera. Mi abuela decía que así se domaba a los niños. Creí que lo había dejado atrás… hasta que hace años murió mi hijo. Ahora necesito café para sobrevivir al día y cualquier cosa para apagar la noche.

No supe qué responder. Pedí un vaso de agua para él. Bebió lento.

—Gracias. No sé por qué te lo cuento.

Porque a mí tampoco me asusta escuchar —dije—. Estoy esperando un mensaje del médico. Para saber algo sobre mi padre biológico.

Me miró con una calma que dolía.

—Cuando llega una verdad así, te da la vuelta entera.

Hablamos después de tonterías para bajar la tensión. Al levantarnos recogió sus papeles despacio.

—Gracias por escuchar. Me llamo Sergio.

—Mateo.

Nos despedimos como quien se despide de un espejo.

En casa, el móvil vibró al fin.

«Hola, Mateo. Confirmamos que tu padre biológico se llamaba Sergio. Te daremos más detalles»

Leí el mensaje y noté que ya lo sabía. No era una sospecha, era una certeza: el hombre de la cafetería, el que hablaba del café y del anís con esa voz cansada que ahora estaba dentro de mí, era él. Mi padre. Lo sentí en el estómago, en los huesos, en cada latido que se me aceleró de golpe.

Me quedé sin aire.

Sergio.

El mismo nombre, la misma edad aproximada, los mismos ojos que había estado mirando sin saberlo. Todo encajaba demasiado para ser casualidad. El hombre que de niño había tomado café para aguantar y anís para caer. El universo acababa de cerrarme el círculo en una taza de café.

El móvil vibró otra vez. Mensaje suyo:

«Mateo, gracias por hoy. Ha sido como hablar con alguien a quien ya conocía de siempre.»

Le escribí:

«Ojalá no nos hubieran puesto tanto café y tanto anís de pequeños.»

Contestación inmediata:

«Ojalá. Ahora estamos despiertos.»

Y esa frase tan simple me dejó temblando.

Ya no era el café lo que me mantenía en pie.

Ni el anís lo que me hacía caer.

Era él.

Era yo.

Era la verdad que, por fin, había despertado,

Supe esa nueva vida, al fin y al cabo, había empezado en una taza.

Solo que ahora la taza era nuestra.

30 noviembre 2025

Gramática de un Adiós

Siempre creí que ser hombre significaba construir sobre lo sólido. Yo te construí un altar en mi vida, pero cada promesa que hiciste se deshizo como arena entre mis dedos. Te juro que intenté ser el muro que aguanta, pero encontré tus grietas y no supe cómo repararlas sin que todo se viniera abajo. Te amé con la fuerza de quien cree que puede sostenerlo todo solo, pero mis manos se cansaron de ser las únicas que apretaban.

Esa era nuestra verdad: cada "siempre" venía con un pero que le daba sabor a mentira. Era la lógica fría e implacable que seguía a cada arrebato de calor.

Aunque mis instintos me gritaran que huyera, me quedé pensando que mi honor estaba en aguantar. Aunque tu amor a veces se sintiera como una celda, yo me creía el guardián, no el prisionero. Aunque todo en mí pidiera rendirme, me enseñaron que los hombres no se rinden, que el aunque es el campo de batalla donde se gana la gloria.

Ahí estábamos. Tú, sembrando peros que yo recogía como desafíos. Yo, respondiendo con aunques que creía que eran pruebas de mi amor, cuando en realidad eran exámenes que nunca aprobaba.

Pensé que mi camino era elegir: ser el insensible que obedece al pero y se marcha, o el necio que se inmola en el altar del aunque por puro orgullo.

Hoy rompo el ciclo. Me voy.

No es el pero quien gana. Ya conozco su veredicto. Y no es que me hayan vencido los aunques. Al contrario, me han hecho más fuerte.

Me voy porque al fin entendí. El pero era la evidencia de tu desconfianza. El aunque era mi terquedad, mi necesidad de demostrar que era un hombre de verdad.

La sorpresa no es que me rinda. La sorpresa es el valor que encontré para rendirme... a mí mismo. El acto más masculino no ha sido aguantar, sino soltar. Y en este silencio, por primera vez, no escucho tus peros ni mis aunques. 

Solo escucho mi propia voz, y su primera palabra en años no es para ti, sino para mí: Libertad

20 octubre 2025

El número

Siempre he creído que la religión es el bálsamo más tierno para lo que nos desgarra por dentro: un mapa dibujado para navegar el caos que nos ahoga, una estructura frágil donde encajar los pedazos rotos de lo inexplicable. 

Pero el alma humana es insaciable en su búsqueda de sentido, y no todos nos arrodillamos ante altares. Algunos alzan la vista a las estrellas, buscando consuelo en su fuego distante. 

Yo... yo me refugio en los números. En su frialdad aparente, que a veces se quiebra y deja salir un latido.

Descubrí los números astrales hace años. La idea es simple: sumas cada dígito de tu fecha de nacimiento —día, mes y año— hasta reducirlo a un solo número.
Por ejemplo, si alguien nació el 28 de febrero de 1973: 

2+8+0+2+1+9+7+3=32; y ahora, 3+2=5.

Fácil, casi infantil. Pero también hipnótico.

Siempre supe que mi número era el 9.
Nací un 9 del 9, y mi número astral es el 9.
9 de septiembre de 1971: 

9+9+1+9+7+1=36; 3+6=9.

Triple nueve. Perfecta simetría.

Años después, cuando murió mi padre, el 3 de junio de 2016, volví a hacer el cálculo:

3+6+2+0+1+6=18; 1+8=9.

Otra vez el mismo número.
Podría haberlo tomado como una simple coincidencia, pero no pude evitar pensar que había un mensaje escondido en esa cifra que se repetía, obstinada, como si marcara los bordes invisibles de mi vida.
Me gusta pensar que se fue tranquilo, y que ese nueve fue su forma de decírmelo.

Pasaron los años, y el azar —si acaso existe— quiso que regresara a mi vida una mujer a la que había querido desde niño.
Su fecha de nacimiento: 3 de junio de 1971.

3+6+1+9+7+1=27; 2+7=9.

Su día y mes son los mismos del fallecimiento de mi padre.
Ambos 3 de junio, ambos 3+6=9.
Quise creer que era un regalo suyo, un guiño desde donde estuviera, como si me la enviara para recordarme que aún había luz.

Hoy trabajo en una empresa estatal. Llevo tres años. Falta poco para conseguir el puesto definitivo, pero para eso debo superar unos exámenes.
La fecha de la convocatoria me estremeció: 3 de junio de 2025.

Otra vez.

3+6+2+0+2+5=18; 1+8=9.

La misma fecha del cumpleaños de ella. La misma del adiós de mi padre.

Quiero pensar que es una señal buena. Que todo converge, que el nueve me protege, que mi padre me guía todavía.

Pero los números también tienen sombras.
A veces me pregunto si no me estoy engañando. Si ese triple nueve no es una bendición, sino una marca.


Un día, sin saber por qué, giré el papel.

El nueve, al invertirse, deja de ser nueve.


El versículo 13:18 del Apocalipsis dice:

"Aquí hay sabiduría. El que tenga entendimiento, que calcule el número de la bestia, porque es número de un ser humano: seiscientos sesenta y seis."

¿Y ahora qué?

Porque durante años, creí que el nueve era un faro. Ahora dudo.

Mi nacimiento, mi padre y su muerte, ella, mi futuro... todos los hilos de mi vida convergen en esta fecha, pero no para unirme a un destino, sino para inmovilizarme ante lo que siempre temí: que no hay un designio, solo patrones que inventamos para no enloquecer. 

Y que el mayor de los engaños no es que el universo nos hable, sino que nosotros estemos tan desesperados por escuchar su silencio que le inventemos una voz.

09 octubre 2025

El autor y el destino

La conoció primero a través de las palabras. No en un libro, sino en la intimidad inmediata de un blog: El blog de Peggy Sue.

Una madrugada de domingo, Álvaro navegaba sin rumbo por internet, tratando de llenar el silencio de su piso en Chamberí. En un comentario perdido de un artículo sobre literatura contemporánea, apareció un enlace. Lo abrió sin pensarlo.

La foto de cabecera mostraba una estantería desordenada, repleta de libros y objetos sin dueño. No había imagen de ella. Empezó a leer la entrada más reciente: Atrapada en el baño de 1985.

Hablaba de sentirse como la protagonista de Peggy Sue se casó: de viajar hacia las propias decisiones pasadas y mirarlas con una mezcla de ternura y desprecio. “No hace falta una fiebre en una reunión de antiguos alumnos —escribía—. Basta con encontrar una factura antigua o escuchar una canción a las tres de la madrugada para sentirte a la vez la Peggy Sue que tomó aquellas decisiones y la Peggy Sue madura que las observa, impotente.”

Álvaro, que también escribía y luchaba a diario con la tiranía de la página en blanco, se quedó quieto frente a la pantalla. Era como si alguien hubiera puesto orden en su propio caos mental.

Laura Vidal —ese era el nombre al pie de los textos— tenía el raro don de convertir su nostalgia en un lenguaje compartido. No escribía con artificio, sino con la claridad de quien se atreve a mirar de frente su vida y usar una película como espejo del alma.

Esa noche se enamoró. No de una mujer, sino de una mente. De su manera de hacer de la melancolía una forma de cartografía. En otra entrada, Fugitiva del futuro, escribió: “Peggy Sue solo quería escapar de su futuro fallido. Yo escribo para escapar del mío, para inventar un desvío en la carretera principal de mi vida.” Entonces Álvaro entendió que aquel blog no era un diario, sino una máquina del tiempo literaria.

Desde entonces, su ritual nocturno fue leerla. Laura escribía sobre sus “reuniones de antiguos alumnos” —encuentros fortuitos con exparejas en el metro— o sobre cómo elegir una cafetería podía ser tan decisivo como elegir pareja en el baile de graduación. Álvaro sentía que la conocía de verdad, con una intimidad que rara vez se alcanza incluso tras años de convivencia. Conocía su miedo a haber elegido mal, su fascinación por los caminos no tomados.

Un día se animó a comentar una entrada titulada ¿Y si me hubiera quedado?. No fue un halago, sino una reflexión sobre universos paralelos. Firmó con su nombre.
Días después, recibió su respuesta: “Al menos Peggy Sue pudo volver. Nosotros tenemos que vivir con las decisiones de nuestra versión más joven y torpe. Gracias por entenderlo.”
El corazón le dio un vuelco adolescente.

A partir de entonces, los comentarios se convirtieron en correos, y los correos en una correspondencia constante. Hablaban de sus propias Peggy Sues, de la sensación de mirar la vida desde fuera. Álvaro se enamoró aún más de la voz coherente que emergía entre líneas: la misma del blog, pero ahora dirigida solo a él.

Hasta que ella propuso un encuentro.

—Estoy harta de hablar con un fantasma —escribió—. ¿Qué tal si nos tomamos un café y comprobamos que los dos tenemos cuerpo y proyectamos sombra?
El asunto del correo era, simplemente: Mi reunión de antiguos alumnos.

Quedaron en una cafetería junto al Jardín Botánico. Álvaro llegó veinte minutos antes y eligió una mesa en un rincón. Cuando ella entró, con un abrigo largo y una sonrisa contenida, el mundo se detuvo un instante.

—Álvaro, supongo.
—Laura.

La conversación fluyó con la misma naturalidad que en sus correos. Hablaron de libros, de la ciudad, de la niebla sobre la sierra. Hasta que él lo dijo.

—Hay algo que no te he contado —confesó, con el corazón golpeándole el pecho—. Me enamoré de ti leyendo El blog de Peggy Sue. Me enamoré de tu nostalgia, de tu miedo a haber elegido mal, de cómo usas una película para explicarte. Fue como encontrar a alguien que también se siente un viajero en el tiempo de su propia vida.

Laura lo miró. En sus ojos no había sorpresa, sino una tristeza luminosa. Sacó un libro del bolso: un ejemplar gastado de La geometría de los días vacíos.

—¿Recuerdas este? —preguntó—. Lo publicaste hace cinco años. Solo se vendieron trescientos ejemplares.

Álvaro lo reconoció al instante. Su primera y fallida novela.

—En el capítulo siete —continuó ella— el protagonista describe a la mujer de la que se enamoraría. Dice que la encontraría a través de sus palabras. Que se llamaría Laura. Que escribiría un blog donde se compararía con Peggy Sue.

El aire se volvió espeso. Álvaro recordó vagamente esa escena, un detalle menor, casi una broma privada.

—Lo leí un año después de publicarse —dijo ella, con lágrimas silenciosas—. Y supe que ese hombre había escrito mi futuro. Empecé el blog para comprobar si era cierto. Cada entrada era un paso más hacia la mujer que habías imaginado.

Él la miró, atónito, mientras todo encajaba.

—Pero ahora —susurró ella, tomando su mano— he entendido algo. Peggy Sue no volvió al pasado para cambiarlo, sino para comprenderlo. Yo no seguí tu guion: tú, sin saberlo, escribiste el mío. Y al leerlo, decidí vivirlo.

Calló un momento, apretando su mano.

—La sorpresa no es que tú te enamoraras de una idea de mí. Es que yo me enamoré de un autor que, sin conocerme, me dio el valor para existir.

El silencio se instaló entre los dos. Fuera, la tarde caía sobre los cristales de la cafetería.

Álvaro entendió entonces que el verdadero viaje en el tiempo no era volver al pasado ni anticipar el futuro, sino encontrarse con alguien que había habitado tus palabras antes que tú mismo.
Alguien que había leído lo que aún no sabías que ibas a sentir, y que decidió esperarte allí.
Y comprendió, con una certeza serena, que el amor —el verdadero— no empieza cuando se cruzan dos miradas, sino cuando dos historias escritas en tiempos distintos descubren que hablan del mismo corazón.