Llegué ahí por un amigo, Javi, que no
paraba de hablar del lugar. "El tatuador es una leyenda", me dijo una
noche en un bar, con una cerveza en la mano. "Pero es raro, ¿eh? No te
deja elegir el diseño. Y tienes que caerle bien para que te tatúe."
Entré con algo de nervios. El local era
pequeño, con un olor fuerte a tinta y desinfectante. Las paredes estaban llenas
de dibujos: dragones enroscados, vírgenes con lágrimas negras, símbolos raros
que no entendía. Detrás del mostrador estaba Lucien, un tipo flaco, con los
brazos cubiertos de tatuajes que parecían moverse bajo la luz. Sus ojos, de un
azul casi transparente, me dieron escalofríos.
—¿Dani? —preguntó, sin moverse un pelo.
—Soy yo. Quiero un tatuaje. Algo
especial, no sé, algo que no tenga cualquiera.
Lucien me miró como si estuviera leyendo
algo en mí, algo que yo no sabía. Se acercó y pasó los dedos por mi brazo
izquierdo, como si estuviera midiendo la piel.
—Aquí —dijo, con una voz baja, casi como
si hablara consigo mismo—. Aquí hay espacio para algo que valga la pena.
No me enseñó ningún boceto. Solo señaló
una silla vieja de cuero, preparó la máquina y empezó. El pinchazo de la aguja
dolía, claro, pero no era solo eso. Mientras trabajaba, sentía algo raro, como
si la tinta no solo entrara en mi piel, sino que algo dentro de mí saliera al
mismo tiempo.
Estuvimos tres horas. Cuando terminó, me
puso un espejo enfrente. Era un rostro. No era un retrato de nadie en
particular, solo… un rostro. Incompleto, como si alguien hubiera empezado a
dibujarlo y lo hubiera dejado a medias. Los ojos eran solo líneas, pero juro
que me miraban. La boca, entreabierta, parecía a punto de hablar.
—¿Qué coño es esto? —pregunté, con la voz
temblando.
Lucien sonrió, una sonrisa torcida que no
me gustó nada.
—Es tuyo. Ahora es parte de ti.
Esa noche, el tatuaje empezó a molestar.
No era el picor normal de un tatuaje nuevo, era otra cosa. Como si algo se
moviera debajo de la piel, rascando desde dentro. Me paré frente al espejo del
baño, con la luz fría del fluorescente, y vi que los trazos del rostro estaban
más claros. Los ojos ahora tenían pupilas, negras y profundas.
Al tercer día, noté algo peor. Los labios
del tatuaje se movieron. Fue rápido, un tic, como si la piel misma hubiera
temblado. Pero lo vi. Me dije que era imposible, que estaba paranoico. Agarré
alcohol y froté el tatuaje hasta que la piel se puso roja, pero no cambió nada.
Solo ardía más.
A la semana, el rostro ya no era el
mismo. Había cambiado. Ahora tenía una nariz fina, cejas gruesas, rasgos que no
eran míos. No se parecía a nadie que conociera, pero era alguien. Alguien que
no era yo.
Una noche, mientras intentaba dormir,
sentí algo. Un aliento caliente en mi oreja, y una voz que no reconocí susurró:
"Gracias por dejarme tu piel".
Me levanté de un salto, encendí todas las
luces y corrí al espejo. El tatuaje ya no estaba en mi brazo. Estaba en mi
pecho, más grande, más nítido. El rostro me miraba, y juro que sus ojos se
movieron.
Ahora apenas duermo. Cada mañana, cuando
me miro al espejo, el rostro está más cerca de mi cuello. Sus rasgos son más
claros, más reales. Y tengo miedo. Miedo de que un día llegue a mi cara.
Porque sé que, cuando eso pase, el que mire al espejo ya no seré yo.
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