09 enero 2025

El despertar del Flow

Jorge llevaba una vida tan tranquila y predecible que hasta las palomas del parque bostezaban al verlo pasar. Cada mañana, a las 7:00 en punto, su despertador sonaba con un pitido agudo que podría despertar hasta a los muertos, pero Jorge, maestro en el arte del manotazo, lo apagaba sin siquiera abrir los ojos. Todo era aburridamente normal… hasta que llegó ESE LUNES.

Ese lunes a las 6:45, Jorge abrió un ojo y parpadeó, confundido. No era la hora de levantarse, pero algo lo había despertado. Y no era el pitido habitual. Era una VOZ. Grave. Autoritaria. Y, para su horror, muy sarcástica.

—¡Arriba, vago! Hoy es el día en que dejas de ser un mueble con patas.

Jorge, todavía medio zombi, miró el despertador. ¿Estaba hablando? El aparato, como si leyera sus pensamientos, lo interrumpió:

—Sí, soy yo, tu despertador. Y estoy HARTO de tu flojera. O te levantas ahora mismo, o activo el “modo infernal”.

—¿Qué es el “modo infernal”? —balbuceó Jorge, pensando que todo era un mal sueño.

Pero antes de terminar la frase, el despertador dio un salto. ¡Sí, un salto! Se lanzó de la mesilla al suelo y empezó a deslizarse por el parqué.

—¡Vamos, campeón! ¡Atrápame si puedes!

Jorge, con el cerebro aún aletargado, se lanzó detrás del aparato, pero lo único que consiguió fue pisar ropa tirada por el suelo y tropezar con un cojín. Mientras se reincorporaba, el despertador, que parecía disfrutar del espectáculo, soltó en tono burlón:

—Inútil.

Cuando finalmente logró acorralarlo contra la pared, el despertador encendió su pantalla y apareció un mensaje digno de una película de acción: “NIVEL 2: DEMUESTRA TU FLOW” Acto seguido, empezó a sonar reguetón a un volumen que hizo vibrar los cristales y activó las alarmas de un par de coches en la calle.

—¿Qué… qué coño es esto? —gritó Jorge, tratando de desconectar el enchufe. Pero el enchufe no estaba allí. ¡El maldito aparato era inalámbrico!

La pantalla volvió a parpadear, esta vez con un nuevo desafío: “Si quieres que pare… ¡BAILA!

Jorge miró al despertador con incredulidad, pero el volumen subió otro nivel. No tuvo elección. Con lágrimas en los ojos y una dignidad que ya estaba a la altura del suelo, empezó a mover el trasero. Primero tímidamente, como un burro espantando moscas, pero luego, al ver que el aparato no cedía, se entregó. Movió las caderas como poseído por algún demonio caribeño.

 El despertador, satisfecho, bajó el volumen.

—No está mal para ser un novato. Pero mañana practicamos vallenatos. 6:30 en punto. No me falles, campeón.

Desde aquel día, Jorge nunca volvió a ser el mismo. Ahora se levanta antes que el sol, lleva una visera al revés, desayuna con gafas de sol puestas, y cada vez que suenan cumbias, vallenatos o cualquier otro ritmo tropical, sus pies se mueven solos. En la oficina, ya no es Jorge el aburrido. Ahora es Jorge “El Flow”, el que organiza coreografías en las reuniones y saluda al jefe con un high five.

Eso sí, todavía busca la manera de deshacerse del despertador. Pero cada vez que lo intenta, el aparato tose ligeramente y le lanza un guiño luminoso desde la mesita de noche, como diciendo:

—Qué va...Tú y yo somos puro flow, my friend.

* - Después de un tiempo escribiendo cosas serias, me preguntaba si podía escribir algo más ligero. Escrito a la vuelta de vacaciones pensando cómo podría ser más jodido lo de madrugar (con perdón por la expresión).


02 enero 2025

Volveremos a jugar

Cuando éramos jóvenes, durante las infinitas noches de verano nos bastaba una moneda y unos vasos para crear un mundo entero. El juego era simple: hacíamos rebotar la moneda en la mesa, intentando que cayera en alguno de los vasos dispuestos en forma de pirámide. Si lo lograbas, dictabas el destino de los demás: un vaso, tres, o quizás ninguno.

No era el juego en sí lo importante, aunque nos hacía reír a carcajadas. Era el momento: la complicidad, las bromas, el sabernos juntos en esa pequeña burbuja de juventud. No lo sabíamos entonces, pero el durito era más que un pasatiempo; era un puente que nos unía.

Hace poco me llegó una noticia que me desarmó. Bárbara, una de esas amigas de veranos, risas y complicidades, estaba gravemente enferma. La idea de reunirnos para recordarla, para despedirnos, surgió de inmediato. Y, claro, pensamos en el durito, en recuperar esa magia sencilla que nos definió.

Pero luego, con el corazón apretado, entendí que no podría ser. Que aunque volviéramos a reír y abrazarnos, habría una sombra inevitable en cada mirada, en cada gesto. Porque habría una última moneda lanzada, una última carcajada, un último abrazo. Y todos sabríamos que sería el último.

La vida se nos escapa entre los dedos, como el agua o la arena. Pero prefiero quedarme con el sonido de las carcajadas auténticas, con el eco de nuestra felicidad, de nuestra infinita amistad de juventud, antes que con las miradas de una despedida definitiva.

Prefiero que el último recuerdo sea de vida, no de pérdida.

Gracias por tanto, Bárbara.

Volveremos a jugar.




12 diciembre 2024

El banco de la Fuente del Berro

Miguel solía pasar las tardes en la Fuente del Berro, sentado en un banco cercano al pequeño estanque. Había descubierto ese rincón hacía años, cuando todavía trabajaba y buscaba un lugar donde desconectar. Ahora, jubilado, el parque se había convertido en una suerte de refugio, un lugar donde podía observar el mundo sin necesidad de ser parte activa de él.

No iba por aburrimiento, sino por costumbre. Le gustaba mirar, encontrar historias en los gestos cotidianos de la gente. Cada tarde llegaba con su termo de café y su libreta, pero casi nunca escribía en ella. "Algún día me pondré a contar algo", se decía, aunque sabía que las historias que más le llenaban eran las que sucedían frente a sus ojos.

Esa tarde, el parque estaba especialmente animado. Era un día cálido de primavera, y los senderos estaban llenos de familias, corredores y paseantes. Miguel se acomodó en su banco, saludó con un leve gesto al jardinero que regaba las flores cercanas y se dedicó a mirar.

Un hombre joven cruzó frente a él con un maletín colgando del hombro y el móvil pegado a la oreja. Llevaba un traje impecable y una expresión de impaciencia. Detrás de él, una niña pequeña trataba de seguirle el paso. "Papá, mira lo que encontré", decía, mostrando una rama torcida que había recogido del suelo. Pero el hombre, absorto en su conversación, ni siquiera se giró. Miguel frunció ligeramente el ceño, más por empatía hacia la niña que por juzgar al padre. Recordaba aquellos años en los que él mismo corría a todas partes, dejando las pequeñas cosas de lado.

Unos minutos después, una pareja de ancianos apareció en el sendero. Los veía casi a diario, siempre tomados del brazo, caminando despacio. Ese día llevaban un ritmo especialmente lento, como si no quisieran que la tarde terminara. Él avanzaba con ayuda de un bastón, y ella le murmuraba algo que él respondía con una leve sonrisa. Miguel los siguió con la mirada hasta que desaparecieron detrás de un seto, preguntándose cuántos años habrían caminado juntos por el mismo parque.

Un niño pequeño, apenas capaz de mantenerse de pie, tambaleó hasta un grupo de palomas cerca del estanque. La madre lo seguía a una distancia prudente, dejando que el niño tuviera su pequeño momento de independencia. Las palomas, acostumbradas a los humanos, no se movieron demasiado, lo que permitió al niño observarlas con una mezcla de asombro y concentración. Miguel sonrió, recordando a su propio nieto cuando tenía esa edad, lleno de preguntas sobre todo lo que veía.

El sol comenzó a teñir el parque de un dorado suave, reflejándose en el agua del estanque. La niña de la rama reapareció, esta vez de la mano de su padre, que ahora llevaba el teléfono guardado en el bolsillo. Caminaban despacio, deteniéndose de vez en cuando para recoger hojas caídas o señalar algo interesante entre los árboles. Cuando llegaron al estanque, se sentaron juntos en la orilla, y el hombre ayudó a su hija a lanzar pequeños trozos de pan a los patos. Miguel los observó, notando que la niña ahora estaba radiante, riendo y señalando emocionada a los animales mientras su padre la miraba con una sonrisa cálida, como si el peso del mundo hubiera desaparecido por un momento.

Cuando Miguel se levantó para marcharse, el anciano del bastón se cruzó con él en el camino. La mujer que lo acompañaba había tomado asiento en un banco cercano, descansando. El hombre, al pasar junto a Miguel, le dedicó una sonrisa cálida. "Otro día precioso, ¿verdad?", dijo. Miguel asintió. "Lo es. Que lo disfruten."

Al llegar a casa, mientras se servía un vaso de vino con casera, Miguel dejó la libreta sobre la mesa. No había escrito ni una palabra, pero no importaba. Pensó en la niña de la rama, en la pareja caminando despacio, en el niño asombrado por las palomas. Ninguna de esas escenas cambiaría el mundo, pero cada una de ellas contenía algo esencial.

La vida no estaba en los grandes momentos, concluyó Miguel. Estaba en la forma en que un niño perseguía una paloma, en el ritmo pausado de una pareja que había aprendido a caminar juntos, o en el gesto de una niña que solo quería compartir un instante con su padre.

A veces, no hace falta hacer nada extraordinario para que un día sea importante. Solo hay que detenerse lo suficiente para notarlo.

06 diciembre 2024

Cosas que un catarro, dos gatos y el teletrabajo pueden enseñarte sobre la iluminación

Esta semana he alcanzado un nuevo estado de iluminación. No, no es que haya entendido el sentido de la vida ni descubierto cómo hacer desaparecer los correos de trabajo pendientes. Es una iluminación muy específica, esa que llega cuando estás acatarrado, teletrabajando y compartiendo espacio vital con dos gatos cuya única misión parece ser recordarte que, en su mundo, tú eres un subordinado con acceso a comida y mantas. Los presento:

Primero está el Sr. Coco, una bestia de proporciones casi mitológicas. Es del tamaño de un pequeño oso y tiene la sutileza de un elefante en una cristalería. Durante una importante videollamada, Coco decidió que el ratón de mi ordenador era una amenaza existencial y se lanzó contra él con toda su corpulencia. El resultado fue la desconexión inmediata de la reunión, un momento de pánico absoluto y la revelación de que quizá Coco no destruye mi trabajo: lo redefine. Él es un activista contra la productividad, un filósofo del caos, un artista abstracto que utiliza mi vida como lienzo.

Por otro lado, está la Sra. Luna, la otra cara de esta moneda peluda. Pequeña, delicada y profundamente cariñosa, parece haber nacido con el único propósito de consolar almas atormentadas. 

En cada reunión, mientras yo me debatía entre la fatiga y la desesperación, Luna siempre decidia acurrucarse en mi regazo, ronroneando con tanta intensidad que, por un instante, olvidaba todo lo que tengo pendiente. Luna no ofrece soluciones; ofrece amor incondicional y, no menos importante, la imposibilidad de levantarte a hacer pis porque, claro, no puedes molestar a la reina. Eres su trono, y ella es una monarca justa, pero inflexible.

Y luego está mi otro amigo, el café, fiel compañero en esta travesía. Porque, si ya es tu combustible habitual, en un catarro se convierte en tu sistema operativo. Cada sorbo es una promesa de que esta vez sí vas a encontrar las fuerzas para abrir ese archivo de Excel que lleva días mirándote desde el escritorio. ¿Resultado? Más café, menos Excel y un debate interno sobre si es ético mentirle a tu jefe diciendo “mi conexión está fallando” cuando en realidad lo que está fallando eres tú.

Porque el café no es solo cafeína; es una conexión directa con algo superior. Cada sorbo me susurra: "Tú puedes con esto", aunque lo único que realmente consigo es observar mi pantalla con la mente en blanco mientras finjo comprender la conversación en la que todos parecen hablar en clave. Sin café, el caos; con café, el caos con sabor.

El teletrabajo, en este contexto, se convierte en un arte de supervivencia. Mientras Coco rediseña mi espacio de trabajo derribando metódicamente todos los objetos de mi escritorio, yo me especializo en el uso de frases como: "Esto merece una vuelta más" o "Dejémoslo en stand-by", que básicamente significa: “Por favor, hablemos de esto otro día cuando no me esté hundiendo en este torbellino de tareas y café.”

Cuando todo se calma, cuando los gatos se quedan dormidos y el café se enfría, llega la gran revelación. Te das cuenta de que el catarro no es una desgracia, es una pausa cósmica. Es el universo diciéndote: "Baja el ritmo, inútil. Nada de esto es tan importante". Claro, el universo tiene un sentido del humor peculiar, porque mientras tú filosofas sobre esto, Coco probablemente está destruyendo algo valioso y Luna te observa con la mirada de quien sabe que todo está bajo su control, incluido tú.

¿La conclusión? La iluminación no está en las grandes epifanías*, sino en aceptar la ridiculez del día a día. Está en comprender que la productividad es un mito para hiperventilados, que los gatos son los verdaderos dueños de la casa, y que el café es el pegamento que lo mantiene todo junto. 

Si un catarro te puede enseñar algo, es que la vida no tiene por qué tener sentido, pero siempre será mejor si la compartes con dos maestros zen peludos que saben exactamente cuándo intervenir para recordarte que el verdadero talento está en no tomarte nada demasiado en serio.

* - Epifanía = "¡Ajá!". Un chispazo de entendimiento.


Recordando a Cruella

Ya he contado que hace unos años trabajé en los servicios centrales de una entidad bancaria, Allí, entre balances y reuniones eternas, descubrí que el verdadero reto no estaba en los números, sino en sobrevivir a Cruella, nuestra jefa. Una mujer grande, fea de cojones e imponente en general, con un carácter tan oscuro que cualquiera diría que su currículum lo firmó el mismísimo Lucifer.

Cruella no necesitaba despacho; su maldad era lo suficientemente expansiva como para que no la limitasen unas paredes. Abarcaba cualquier espacio en el que estuviera. Llegaba cada mañana con su bolso gigante y una cara que decía claramente: "Hoy os vais a acordar de mí." 

Bastaba con oír sus pasos para que la oficina entera se paralizara, como si un depredador hubiera irrumpido en una reunión de herbívoros. Si te atrevías a acercarte para proponerle algo, era bajo tu propio riesgo. Y cuando te respondía, lo hacía con una sonrisa tan cínica que te dejaba dudando de si irte a llorar al baño o aplaudirle por lo bien que manejaba el arte de destruir vidas laborales.

Lo más inquietante, sin embargo, no era su tono ni su mirada afilada, sino su incapacidad absoluta para mostrar humanidad. En el departamento circulaba una frase que ya era casi un mantra: "Cruella no es mala, es peor. Si alguna vez quieres llegar a concerla, tendrás que invocarla con un pentagrama y un par de velas negras, y ni con esas lo conseguirás." Nadie sabía quién había inventado la frase, pero todos la repetíamos con el fervor de un rezo desesperado. De alguna forma, aquel humor negro nos ayudaba a sobrellevar la tiranía que ejercía con precisión diabólica.

Un día, las risas nos jugaron una mala pasada. Habíamos conseguido arrancar unos segundos de alivio, riéndonos de lo surrealista que era nuestro día a día, cuando sucedió algo extraño. El aire en la oficina se enfrió de repente, como si alguien hubiera abierto la puerta de una cámara acorazada. Las luces empezaron a parpadear, y al fondo de la sala, un ordenador se apagó sin razón aparente. Las risas se apagaron al unísono, mientras algunos se miraban con nerviosismo. Y entonces, apareció.

Cruella avanzó entre las mesas con un caminar lento, pesado, casi ceremonial. Sus pasos resonaban como si cada uno llevara consigo una sentencia, y aunque no dijo nada, su sola presencia bastaba para que el ambiente se volviera más denso, casi irrespirable. Cuando llegó al centro de la sala, dejó caer su bolso en la mesa con un ruido seco, como el martillo de un juez que dictaba una condena. Nos miró con una ceja arqueada, diseccionándonos con esos ojos que parecían capaces de arrancarte el alma.

No pronunció palabra. No hizo falta. Su mirada lo decía todo: había percibido el atrevimiento de nuestras risas y estaba dispuesta a recordarnos por qué nadie, absolutamente nadie, se reía en su presencia sin pagar un precio. Durante un instante que se sintió eterno, el único sonido que se escuchaba era el leve zumbido de las luces, que seguían parpadeando, como si incluso ellas temieran su ira.

Cruella tenía un don especial para convertir cualquier situación en una derrota. Si algo salía bien, automáticamente se apropiaba del mérito, como quien recoge una herencia legítima. Si algo salía mal, la culpa siempre era tuya. Siempre perdías. Eso sí, a su manera, dejaba claro que no necesitaba trabajar para brillar: su principal tarea parecía consistir en hacernos la vida imposible, algo que, por cierto, hacía con una eficiencia asombrosa. Hay quien asegura que las impresoras se atascaban cada vez que ella se acercaba, y francamente, a mi también me pasó.

Al final, logré sobrevivir a aquella etapa, llevándome conmigo un máster en paciencia y una interminable lista de anécdotas sobre la reencarnación del mal en su versión obesa dentro de una entidad bancaria. Si algo aprendí en esos días, fue que hay jefas malas, hay jefas insoportables… y luego está Cruella. 

Una mujer tan extraordinariamente cruel que, si alguna vez decides ponerte a su altura, prepárate: necesitarás un altar, unas gallinas y mucha oscuridad para alcanzarla.

15 octubre 2024

El Silencio

El reloj marcaba las once, pero la ciudad nunca dormía. A pesar de las luces que adornaban las calles y el constante murmullo de los coches, él se sentía como una figura invisible caminando en un mundo que no le pertenecía. La gente pasaba a su lado, sus rostros absortos en pantallas o conversaciones apresuradas. Aunque estuviera rodeado de cientos de personas, la soledad se aferraba a él como una segunda piel.

Se detuvo en un cruce, esperando a que el semáforo cambiara. A su alrededor, los rostros de los desconocidos parecían más lejanos que nunca, como si estuvieran atrapados en sus propios pensamientos, moviéndose a través de la rutina sin realmente notar lo que ocurría a su alrededor. Todos juntos, y sin embargo, tan apartados. Era curioso cómo el mundo podía estar tan lleno de ruido, y aun así sentirse tan vacío.

Había algo extraño en esos momentos de tránsito, en los que los edificios gigantes parecían mirarlo desde arriba, indiferentes. Recordó un tiempo en el que las conversaciones fluían, en el que las personas se detenían a hablar con sinceridad, pero ahora todo se sentía filtrado, como si cada palabra fuera un eco, sin peso, sin significado. Se preguntó si siempre había sido así y él simplemente no lo había notado antes.

Esa noche no tenía rumbo. Había salido a caminar buscando respuestas, o tal vez solo buscando algo que rompiera el monótono ciclo de los días que pasaban sin cambio. Cada paso que daba resonaba en su mente como un eco de preguntas sin respuesta. ¿Por qué, en una ciudad tan llena de vida, se sentía tan solo? La conexión humana parecía un concepto distante, un recuerdo borroso de tiempos más simples. Ahora todo era transitorio, superficial.

El parque al que llegó estaba vacío, salvo por la tenue luz de una farola que iluminaba un banco solitario. Se sentó allí, observando cómo las hojas caían suavemente al suelo, arrastradas por un viento leve. En esa quietud, pudo finalmente escuchar sus propios pensamientos, alejados del ruido de la ciudad. Era como si todo lo demás quedara a un lado, dejando espacio para las preguntas que había tratado de evitar. Se dio cuenta de que, a pesar de todo el ruido externo, el verdadero silencio estaba dentro de él.

La tecnología, las prisas, las pantallas, todo parecía diseñado para llenar ese vacío, para distraer de lo que realmente importaba. Pero en ese momento, allí sentado bajo la luz de la farola, supo que esas distracciones solo podían hacer tanto. El silencio estaba ahí, siempre esperando detrás del ruido. Y quizás no era algo de lo que huir. Tal vez, era en ese silencio donde se escondía la verdad, la esencia de lo que realmente estaba buscando.

Se levantó y siguió caminando, sin un destino claro, pero con la certeza de que ese vacío, esa quietud interior, no era su enemigo. Quizás era una oportunidad, un espacio donde redescubrirse, donde reconectar con lo que había perdido en el tumulto de la vida moderna. El mundo a su alrededor seguía girando, el tráfico no paraba, la gente seguía moviéndose sin detenerse. Pero ahora él caminaba más despacio, escuchando un ritmo diferente, más profundo.

Sabía que no podía cambiar el ruido del mundo, pero podía aprender a escuchar su propio silencio.


19 septiembre 2024

Quizá Hilos Rojos

Cuentan que existe una antigua leyenda: la del hilo rojo del destino. Dicen que los dioses atan un hilo invisible alrededor del tobillo de aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias.

Ese hilo puede tensarse, enredarse o alargarse, pero nunca se rompe. Es un lazo invisible que une a dos personas cuyas vidas están destinadas a cruzarse, de una manera u otra. Por más que la vida los aleje o los ponga en caminos divergentes, ese hilo permanece, latente, esperando el momento preciso para hacer que los dos extremos se encuentren.

Esta leyenda, que ya mencioné antes, habla de conexiones invisibles, de encuentros que parecen casuales, pero que en realidad están escritos en el tejido del destino. Aunque no podamos ver ese hilo, quizá nos guía, tirando suavemente de nosotros hacia direcciones que no comprendemos hasta que, de pronto, todo encaja, como piezas que completan un rompecabezas.

Durante mucho tiempo consideré la vida como una sucesión de eventos fortuitos, casualidades que se amontonaban sin sentido aparente. Pero al mirar hacia atrás, me pregunto si, quizá, todo esto ha sido obra de ese hilo rojo del que habla la leyenda. Tal vez he estado siguiendo un camino ya trazado por fuerzas invisibles, donde cada paso, cada giro y cada persona que he encontrado estaba ya destinada a estar allí.

Permíteme compartir algunas de las casualidades más evidentes que he notado. Dado que el hilo rojo suele estar asociado al amor, comenzaré por aquellas conexiones que han sido tan intensas y peculiares, que me hacen dudar de que todo sea simplemente aleatorio. Las personas a las que amamos parecen mantener siempre una conexión, como si las puertas entre nosotros no se cerraran por completo y el destino me ofreciera una oportunidad más para seguir el juego. Comencemos...

He amado profundamente solo a dos mujeres. Dos mujeres que, sin saberlo, compartían algo más que mi afecto. Ambas conocían a un hombre en común a través de las redes sociales. Al principio, no le di importancia, pero con el tiempo esa coincidencia comenzó a adquirir un peso inquietante. La primera de ellas me confesó que había tenido una breve relación con ese hombre. La segunda no mencionó nada, pero las señales me hicieron intuir que, de algún modo, él también había conocido sus secretos más íntimos. Y yo, como si el guion ya estuviera escrito, llegué antes en un caso y después en el otro. Los engranajes del azar parecían sugerir que, tal vez, ambas pertenecían a un mismo grupo, que se habían visto e incluso conversado. Pensándolo de otro modo, una podría haberme llevado hasta la otra.

Luego está mi mejor amigo, Roberto. Compartimos muchos años de amistad hasta que él se casó con Nuria, una amiga de nuestro círculo. Durante un tiempo, sus vidas parecían seguir un curso sencillo, hasta que la empresa en la que trabajaba Nuria cerró, dejándola en el paro. Y fue entonces cuando los hilos invisibles volvieron a tensarse: Nuria acabó trabajando en la empresa de una exnovia mía, Belén. Lo curioso es que Belén también tenía una conexión conmigo, ya que colaboraba con la editorial donde publico mis relatos. Como si todo estuviera orquestado, Nuria se desplazó de un grupo a otro, movida por el azar, pero siempre orbitando en ese círculo cerrado que une mis relaciones pasadas y presentes.

Y como si los hilos del destino no estuvieran ya suficientemente entrelazados, resulta que Belén tiene una compañera que vive en mi barrio. No solo en mi barrio, sino en mi mismo edificio, y no solo en el edificio, sino en mi misma planta. ¿Casualidad? Quizá. Pero a medida que las coincidencias se acumulan, me resulta cada vez más difícil pensar que todo esto sea obra del azar. A veces me pregunto si cada puerta que abro, cada paso que doy en los pasillos de mi vida, no está guiado por una mano invisible que se empeña en recordarme que todo está interconectado.

Luego está Alicia, una relación que quedó en el pasado, pero que, como todo en esta historia, no estaba tan lejos como parecía. Después de muchos años sin contacto, terminó trabajando en el mismo edificio que yo. Lo curioso es que, aunque nuestras oficinas estaban separadas por unas pocas plantas, nuestros caminos nunca se cruzaron. ¿O sí? Tal vez compartimos el mismo ascensor sin saberlo, tal vez nuestros pasos se rozaron alguna vez, tan cerca y a la vez tan lejos.

Y así continúan las coincidencias. Un día, mientras trabajaba en un banco, aseguré la casa de un pueblo. Mandé el documento a la impresora y lo dejé un rato sin recoger. Al momento, una compañera se levantó y preguntó, sorprendida, quién era de ese pueblo. Resulta que esa compañera es prima de una exnovia, Rosa. Me mostró fotos y me habló de ella, quien ahora vive en otro país. De nuevo, una coincidencia precisa, demasiado precisa para no darle un segundo pensamiento.

Podría seguir con Eva, con quien tuve un noviazgo que parecía destinado a llevarnos al altar, hasta que nos perdimos de vista. Años después, su nombre reapareció en un expediente sobre mi escritorio. Comprobé la intranet, y efectivamente, éramos compañeros de trabajo. ¿Sería el destino? Chateamos alguna vez, hablamos de quedar a comer, pero todo quedó ahí. O al menos eso pensé, hasta que un día, llevando a mi hija a clase de piano, alguien me tocó el hombro. Era Eva, que llevaba a su hijo a la misma escuela y en los mismos horarios.

Y si dejamos de lado el amor, las coincidencias siguen. En uno de esos viajes de jubilados, mi madre conoció a una mujer que le resultaba familiar. Hablando, descubrieron que esa mujer era la madre de Alberto, un compañero de mi infancia. Alberto y yo habíamos compartido años en la misma clase, pero lo curioso es que, años después, trabajaba en la charcutería frente a mi casa. Durante años, nos miramos y hablamos sin reconocernos. Como si el destino hubiera decidido separarnos, solo para volver a unirnos cuando los hilos decidieron revelarse.

Cuando uno mira atrás y ve cómo se entrelazan los eventos de su vida, es difícil no preguntarse si todo esto sucede por una razón. Si, en realidad, esos encuentros fortuitos y esos caminos cruzados son parte de un plan mayor que escapa a nuestra comprensión. Quizá el hilo rojo exista y, aunque no lo veamos, esté ahí, guiando nuestros pasos en un tablero que no controlamos. Y al final, solo cuando todas las piezas encajan, entendemos que nada es fruto del azar.

Quizá, solo quizá, al tirar de cualquiera de esos hilos, habría retomado algún contacto. Quizá habría recuperado una relación. 

Lo dejaremos en un gran quizá.


09 julio 2024

Mayéutica

Hace años tuve un profesor excepcional, tanto por sus conocimientos como por la habilidad para transmitirlos. Practicaba un método antiguo de enseñanza conocido como mayéutica.

Trataré de explicarlo. En su primera acepción, la mayéutica es el arte de las matronas y los tocólogos. Sin embargo, y sobre todo, la mayéutica es el método que Sócrates utilizaba para enseñar a sus discípulos, basado en la dialéctica entre maestro y alumnos para alcanzar la comprensión de nuevos conceptos. La vigencia del método socrático permanece intacta más de 2400 años después de su muerte.

La mayéutica se basa en el diálogo para alcanzar el conocimiento, partiendo de la idea de que la verdad reside en el interior de cada individuo y solo necesita ser revelada mediante preguntas adecuadas. Así como una matrona ayuda en el parto, aunque es la madre quien da a luz, el profesor ayuda al alumno a descubrir su propia verdad a través del diálogo.

El alumno no es un simple receptor de información; no se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar. Enseñar es lograr que otros aprendan: el maestro no debe impartir clases ni transmitir conocimientos desde un enfoque dogmático, sino convertir a cada alumno en el protagonista de su propia formación. De este modo, el conocimiento se vuelve mucho más conceptual, global y riguroso, integrándose de forma indeleble en el intelecto del alumno.

Por eso disfruté tanto aprendiendo de Don Gustavo. Y de mi psicóloga, que me saca las penas a tirones para que pueda verlas.

03 julio 2024

En el Diván



La curiosa paradoja es que cuando me acepto a mí mismo, puedo cambiar. 

Carl Rogers



Quiero compartir algo que a menudo se considera tabú. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que debo contarlo porque puede beneficiar a más personas.

Jamás pensé que terminaría en el consultorio de un psicólogo, pero ayer tuve mi primera sesión. Llegó un momento en el que me di cuenta de que algo dentro de mí no funcionaba bien, y la situación se volvía inasumible. Todo se me iba de las manos y no podía resolverlo por mí mismo.

Además, las circunstancias no eran las mejores: separado con una ex que saca brillo permanentemente a su motosierra, en período de vacaciones (la familia fuera) y destruido por no estar con la mujer a la que amo. Pero al igual que cuando nos duele una pierna vamos al médico, decidí buscar ayuda profesional.

Me sentía un poco intimidado. La imagen que tenía de la terapia era la típica de las películas: sala oscura con muebles de caoba, un diván y un hombre con barba y chaqueta de coderas tomando notas aburrido mientras le hablas de tus sentimientos y la relación con tus padres.

Afortunadamente la realidad era más llevadera. Al abrirse la puerta en lugar de una mazmorra oscura encontré un despacho amplio y luminoso. Las paredes eran de un blanco inmaculado, decoradas con cuadros abstractos. Y en vez del diván, una silla.

Me recibió una mujer joven y sonriente, con una energía cálida y acogedora. Sus ojos brillaban con una inteligencia y empatía que me tranquilizaron. No pude evitar una sonrisa: el señor de las coderas no estaba por allí. 

La terapia no se trataba de un interrogatorio tenebroso. Fue una conversación abierta, casi como una entrevista, en la que ambos hablamos por igual. Me hizo preguntas, compartí mis preocupaciones, planteó hipótesis y me hizo reflexionar. No me mostró dibujos raros para ver qué me parecían. Pero sobre todo, no me juzgó.

El acto de expresar todo lo que me atormentaba fue como ver una foto de mí mismo desde fuera, con una perspectiva más imparcial que la de un amigo. Y la conclusión, como ella dijo, es que no hay soluciones mágicas, pero sí ideas y estrategias aplicables a la vida cotidiana.

Me quedo con una de las claves que me dio: la estrategia más importante es mantener la esperanza.

Por todo eso creo que es hora de romper tabúes. Sé que algunos amigos también han acudido a un psicólogo cuando lo han necesitado, e intuyo que otros lo han hecho y no lo dicen.

Quizás no habría dado el paso si no fuese porque la mujer a la que quiero lo mencionó con total naturalidad. Y ahora me doy cuenta de que habría lamentado no ir, porque solo con dar el paso parece que la carga se aligera: has comenzado a luchar.

Así que lo cuento en voz alta. Puede ser una solución a cosas más relevantes de lo que parecen. 

Porque en ocasiones debemos pedir ayuda. Sin más.


22 mayo 2024

Mensaje en una botella

Hoy toca mezclar sentimientos y música. Siento muchas cosas, a veces muy intensamente, y tonto de mí, pienso que si no sé gestionarlas y me duelen, soy único. En estos momentos, me viene a la cabeza una deliciosa canción de The Police llamada "Message in a Bottle".

La canción trata sobre la soledad y el aislamiento, contando la historia de un náufrago que lleva un año perdido en el mar. En su desesperación, escribe una nota en una botella y la lanza al océano como un SOS, esperando ser rescatado. Día tras día, su esperanza se va desvaneciendo al no recibir respuesta, y la desolación crece.

A medida que avanza el tiempo, el hombre espera ansiosamente una respuesta. Su soledad se intensifica, y la desolación de no recibir ninguna señal es palpable. Pero justo cuando la desesperación parece inevitable, un giro inesperado cambia el tono de la historia: millones de botellas llegan a la orilla de su isla, todas con mensajes de personas que se sienten igual de solas.

Este momento es profundamente conmovedor. Nos muestra que, aunque a menudo nos sentimos aislados en nuestras experiencias y emociones, no estamos solos. En realidad, muchos comparten nuestras luchas y anhelos. La llegada de esas botellas simboliza la conexión humana, la empatía y el reconocimiento de que, en nuestra soledad, formamos parte de una comunidad más grande.

Enviar un mensaje al mundo, aunque parezca en vano, puede ser el primer paso hacia la conexión que tanto anhelamos. La esperanza y la persistencia pueden conducirnos a descubrir que, incluso en nuestros momentos más oscuros, hay otros que entienden y comparten nuestro dolor. Cada mensaje que enviamos es una prueba de que no estamos solos en nuestras luchas. Porque cada botella lanzada al mar lleva consigo un rayo de esperanza.

Espero que todos nuestros mensajes, tarde o temprano, lleguen a su destino.

P.D. - Para mi compañera Cris. Tu botella llegará a su destino, no lo dudes.

18 mayo 2024

Los botones de la camisa

Llegó el día. Primera cena a solas en su casa. El miedo me atenazaba tanto que tuve que detenerme a tomar un bourbon para no tartamudear cuando la viera.

Subí a su casa nervioso. Un ramo de flores adornaba mi mano derecha mientras tocaba el timbre. La puerta se abrió y allí estaba ella, tan bonita como siempre, con esa sonrisa que tanto me gusta y que dejaba entrever felicidad. Nos abrazamos fuerte, con el cariño a flor de piel. De fondo, sonaba música tranquila que ella había elegido.

Me enseñó su casa, tan personal y bonita como ella. Rincones cuidados, adornados. Todo impregnado de su aroma, de su deliciosa presencia. Una terraza luminosa llena de plantas cuidadas con esmero.

Tomamos unas copas mientras reíamos a carcajadas. La complicidad hacía que cada conversación y cada tímida caricia fueran sencillas. Se sentó sobre mis rodillas y pude acariciarle la cintura. Y, al fin, besarla. Volví a ese beso de los 14 años en el que el alma se te escapa entre los labios. Porque, joder, la quiero. Eramos dos y ahora uno.

Desde ese momento todo fueron caricias y risas. Amor brotando a borbotones en cada palabra. Nos alimentamos mutuamente con las manos, alternando bocados con besos. Ella me acariciaba bajo la camisa mientras yo disfrutaba de sus firmes pechos.

Y al final, la cama. El lugar en el que siempre quise estar y del que ya no quiero salir. Hicimos el amor con cariño y ternura, notando nuestras pieles y disfrutando de largos abrazos. El destino nos había traído donde siempre debimos estar. Pasamos horas tumbados, acariciándonos, hablando e interrumpiéndonos en casi todas las frases con besos incontrolados. Hablamos como sólo pueden hacerlo los que se aman de verdad.

Nos vestimos entre risas buscando la ropa por el suelo de la casa.

Y allí, en ese momento, robándonos besos el uno al otro mientras acariciaba su cintura y ella me abotonaba la camisa, supe que era ella. Que la quiero con toda mi alma. Que ella es el sitio al que siempre me dirigí. 

Te haré café, te despertaré con caricias y me ayudarás a abotonarme la camisa mientras te interrumpo con besos. Nos daremos más felicidad de la que podamos soñar.

Porque mi mundo está allí. A tu lado, mi amor.

Te quiero.

 

27 octubre 2021

Rayas en el suelo

Piensa en esa galleta que mojas en el café y cuando estás a punto de llevarla a la boca se rompe, cae y te salpica dejándote con la boca abierta y la camisa llena de lamparones.

Bien, esa galleta es mi trabajo: siempre cerca de algo dulce, pero con un final invariablemente sucio. Supongo que ahora podrás entenderme, al menos un poco.

Joder, que estoy en edad de ponerme gafas para elegir el vino y todavía me las cuelan por la escuadra. Alma de cántaro… Vuelvo a salpicarme una vez y otra con la puta galleta.

Admito haber tenido unos años de paz, sólo enturbiados por algun@s trepas que molestaban lo justo, pero en definitiva años de paz y tranquilidad. Eso sí, palito a palito nuestros ambiciosos amigos se fueron haciendo un nido cerca de la jefa. Aunque insisto, no molestaban mucho. Tan poco que llegué a pensar que el equilibrio era para siempre.

También reconozco que con el tiempo la jefa dejó entrever algún detalle feo, siempre atendiendo a los habitantes de los nidos antes que al resto, pero no le di mayor importancia. Tonto que soy. Y digo tonto porque tengo motivos. Me explico: nuestra abeja reina ha organizado un viaje con “Team Building” y polladas de esas. Y hasta hoy siempre hemos ido todos. Aclaro "hasta hoy" porque esta vez ha sido distinto. 

La jefa ha salido del despacho para trazar una raya en el suelo que ha partido el departamento en dos: a un lado los que van (el 70%) y al otro el resto, los que no. Sin criterio nítido. Ni escalafón, ni antigüedad, ni nada: simplemente los que molan y los que no. Podía maquillarlo con alguna excusa, pero pa qué. Con la raya quería transmitirnos algo, pero la claridad del gesto es tan brutal que produce vergüenza ajena.

Estoy fuera. No me apetece ir -y menos con algun@s de ellos-, y aún así jode que te lleven a empujones al montón de los tontos. Que soy un paria ya lo sé, coño. Pero señalándome así, poniéndome el índice entre los ojos, toda la caja de galletas se acaba de estampar en el café. Otra vez, pero de forma aún más violenta.

¿Soy un gilipollas? Pues claro. El enésimo final sucio y me sigo sorprendiendo. No sé si llegaré a aprender la lección, pero visto lo visto deduzco que no. Por eso soy gilipollas, porque ando en círculos y no me doy cuenta. Soy gilipollas en mayúsculas cada vez más grandes.

Que si, que sin duda la raya tiene algo de lógica de colmena. Que la jefa se lleva su enjambre de pelotas: visitantes habituales del despacho, reidores de gracias, etc. Lo fácil. Gente zumbando a su alrededor que le recuerda lo guapa y lo lista que es. Pero aún así, duele. Nunca me han gustado los desprecios, y con los años no mejora. Me siento un poco triste. 

Así que aquí me tenéis, rodeado de individuos arrastrando maletas que nos miran condescendientes desde su lado de la raya. Recuerdan a los niños bien del instituto: calibrando de arriba abajo a los más humildes. Pues hala, buen viaje. Y cuidado con los aguijones, que hay muchos y esas reuniones tienden a convertirse en camas redondas de picotazos.

Se ha hecho el silencio. Los importantes ya se han pirado y quedamos unos pocos trabajadores grises aislados tras nuestro particular muro de Berlín.

Apoyo la cabeza en la mano y observo los puestos vacíos. Me doy cuenta de que siempre enfoco mal. Que si justicia, que si merecimiento… que esto es puta la jungla, joder!!!

Porque si te persigue un león y eres una cebra, no es necesario correr más que el león, sólo más que otra cebra. E incluso puedes empujarla atrás. 

Todo vale para triunfar. Sin excepción.

24 septiembre 2021

Donde la dignidad comienza

Hoy la curiosidad me ha llevado a un texto que me ha emocionado. Y hostia, me ha gustado tanto que quiero compartirlo con vosotros. 

Todo comienza en una pintura de Banksy, que dejo al final del texto para no anticipar la lectura. El dibujo, con la habitual genialidad del grafitero, representa un extracto del diario del teniente coronel Mervin Willett Gonin, uno de los soldados británicos que liberó el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945.

El diario nos cuenta: "Me es imposible describir de forma adecuada el Campo de Horror en el que mis hombres y yo pasamos el siguiente mes de nuestras vidas. No era más que un páramo, tan pelado como un gallinero. 

Los cadáveres estaban por todas partes, algunos en gigantescas pilas, otros yacían solos o en parejas allí donde hubieran caído. Nos llevó un tiempo acostumbrarnos a ver cómo hombres, mujeres y niños se desplomaban al pasar junto a ellos y contenernos para no acudir en su ayuda. Pero no era fácil ver a un niño asfixiarse hasta morir; se veía a mujeres ahogándose en su propio vómito por estar demasiado débiles para darse la vuelta, y a hombres comiendo gusanos mientras agarraban un trozo de pan simplemente porque habían tenido que comer gusanos para sobrevivir y ahora apenas veían la diferencia".

Fue poco después de la llegada de la Cruz Roja Británica, aunque quizá no tuvo ninguna conexión, que también llegaron una gran cantidad de lápices de labios. Eso no era lo que nosotros queríamos, estábamos pidiendo a gritos cientos y miles de otras cosas, y yo no sabía quién había podido pedir esos pintalabios. 

Ojalá lo supiera, porque fue la acción de un genio, pura y simplemente brillante. Creo que nada hizo más por esos internos que los lápices de labios. Las mujeres se tendían en la cama sin sábanas y sin camisón, pero con los labios rojo escarlata, las veías vagando por ahí sin nada más que una manta sobre los hombros, pero con labios rojo escarlata. 

Vi a una mujer muerta sobre la mesa post mortem que tenía agarrado en su mano un trocito de pintalabios. Al fin alguien había hecho algo por convertirlos en personas de nuevo, ellos eran alguien, no un mero número tatuado en el brazo. 

Al fin podían volver a interesarse por su aspecto. Esos pintalabios empezaron a devolverles su humanidad.”

Qué terrible y qué bonito a un tiempo.




02 septiembre 2021

Medias verdades

Hace años conseguí lo que en su momento me pareció una hazaña: pasar un finde en Lisboa con un colega. La primera vez que volaba sin mis padres!!! Me sentía mayor. Y feliz. 

Del viaje puedo contar poco. Estuvimos tan borrachos que sólo recuerdo el hall del hotel. De la ciudad me suena que tiene un río y poco más. Pero miento. Sí guardo un recuerdo. Es de antes de salir, por lo que estaba sereno. Os cuento. 

Salíamos un viernes por la noche, ya sin luz en el cielo. En la sala de embarque, junto a nosotros, había un ejecutivo con apariencia cansada y adinerada: traje caro, reloj ostentoso y maletín de piel a punto de estallar de tanto papel. Destilaba poder. 

Le miraba sintiendo admiración por esa vida de negocios cosmopolita. Ese señor volvía a casa después de hacer cosas importantes. Mientras le observaba pensativo apoyó el zapato en el asiento de delante y bajo el pantalón asomó una media. No un calcetín, sino una media como las de las señoras. Yo no trabajaba aún y eso del dress code y la elegancia me quedaba grande. Me sonaba que era una prenda elegante pero me extrañó no ver calcetines normales. Y se me grabó aquella tontería, vete a saber por qué. 

Hoy, muchos años después, también estoy en un aeropuerto. Es temprano y viajo a otra ciudad. Por trabajo. No llevo traje ni tomo decisiones importantes, pero me ha vuelto a la cabeza aquel señor. Estoy rodeado de señores como él, pero no me causan ninguna sensación. Tampoco sus medias. 

Mi punto de vista ha cambiado. La vida cosmopolita no me resulta envidiable. Pasar la vida en lugares prestados con compañías profesionales en lugar de personales no me atrae. El dinero compensa un poco, pero no llega a taparlo todo. 

Mientras de fondo suena el embarque para mi vuelo pienso que las medias que vi en su momento eran algún tipo de aviso del destino: si vives con medias, vives a medias. 

Aterriza y disfruta lo que puedas.

06 julio 2021

El Mercedes antiguo

 

Hoy toca día chulo. Voy a hacer una entrevista de curro desde el lado bueno de la mesa. Juzgaré la valía de alguien y seré justo. Jugaré a ser Dios un rato.

En fin... que no. Que ni Dios ni leches. Me han mandado un candidato que conoce a no sé quién. Ha saltado todos los filtros de una tacada y aquí está, en la entrevista definitiva.

Me cuesta no prejuzgar. Imagino un niñato con aires de triunfador, de yuppie o algo así. Veintitantos tiene y se ha calzado perfiles mucho más potentes porque conoce a alguien. Estoy de una mala hostia que no veo porque al final se queda tras la puerta el que sabe y se la abrimos al que tiene contactos. Puta vida.

Le veo acercarse por el parking. Es alto y desgarbado y anda como un pistolero en una emboscada. Presenta una estudiada imagen de intelectual: traje arrugado, barbita, gafas de pasta. Hasta aquí, todo previsible.

Bueno, al tema, que llama a la puerta.

Saluda sin ganas, se sienta sin permiso y me mira casi desafiante reclinado en la silla. Ufffff. Mal empezamos.

Hablar con él es un coñazo. No se calla ni debajo del agua y me pone nervioso con su sonrisita obsequiosa y palabrería pedante. Usa un gesto que se nota ensayado ante el espejo: saca morros y achina los ojos, haciéndose el concentrado. Asiente lentamente con la cabeza ladeada. Menuda patada en la boca tiene...

Y hace otra cosa que me jode un huevo. Siempre me da la razón. Todo se la suda de forma mecánica. No sé expresarlo, pero es como cuando paseo con mi perro. Me muevo y se mueve. Me paro y se para. Cansa. La pierna me tiembla de la tensión.

Paso el dedo por las líneas de su CV y leo en voz baja los cursos de pago a los que ha asistido. Sigue asintiendo de medio lado. Pero hablando con él es cuando llego a la mejor parte.

- Así que canalla, rebelde y soñador…

- Justo.

- Y el señor ese del Mercedes antiguo?

- Es papá (pronunciado popó), que me ha traído a la entrevista.

Le despido con amabilidad, deseando que cierre la puerta antes de que se me escape una coz. Pedante engreído. Niñato.

Suena el teléfono al tiempo que el cierre de la puerta. El jefe. Quiere saber qué tal le ha ido al sobrino de presidente. Excelente, como no podía ser de otra manera. Qué coño voy a decir. Al final es o él o yo.

Cuelgo, tomo una pastilla contra la acidez y suelto una patada brutal a la papelera. Qué descanso, coño. Salto a la pata coja mientras veo al niñato chochar los cinco con el señor del Mercedes. Puta vida.


* - Que es broma. Pero podría ser cierto.


19 octubre 2020

Certezas sin Alcohol

“Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa.”  
Jacinto Benavente


Siempre me ha gustado la cerveza. Y en otro tiempo también las copas, qué cojones.  Al fin y al cabo, por algo los griegos acudían a la melopea para estar más cerca de Dios. El alcohol es refugio, y también cárcel.

Acodarse en una barra y tomar algo es como quitar las capas de cebolla que envuelven una personalidad retraída.

Porque en ese núcleo interno hay muchas cosas entrelazadas que influyen en tu bienestar. Mucho. Tristezas que empañan alegrías y viceversa. Colores sentimentales que se entremezclan formando tonos difusos.

Pero vamos, que es tomar unas cervezas y los colores parecen separarse. Puedo reír a carcajadas o llorar si toca, pero siempre de forma nítida y exclusiva para ese tema.

Mola esa seguridad. Y más aún porque tiendo a la alegría más que a la tristeza. Me da por sonreír y pensar lo bonito que es el mundo. Pero sobre todo alcanzo certezas que en situación normal no tendría: veo con claridad las decisiones a tomar o a descartar. 

Con los años noto que me voy desprendiendo de algunas de mis capas de cebolla. Soy menos reflexivo en muchos aspectos y mis sentimientos están más cerca de la piel que antes. Decido mejor y con menos carga de conciencia.

Por eso, porque voy pudiendo hacerlo, un día iré de bares con mis amigos y pediré una ronda de certezas sin alcohol. Tendré que explicar que no es algo que el camarero pueda servirme, sino una sensación, un bienestar del alma.

Un "algo" por dentro que reconforta.

Lo entenderán. Sin duda.


P.D. - Alguien dijo que no iba a beber en toda esta semana acaba de llegar a casa con cinco cervezas en su interior pero por respeto a su intimidad no os voy a decir quién soy.


15 junio 2020

En mi hambre mando yo



Nos han convocado a un Away Day. Un día de esos en que te llevan al campo a hacer el garrulo para generar team-building, o hacer equipo, o como lo quieran llamar en ese lenguaje fashion-gilipollen de las multinacionales.


Dudo que el Away Day vaya a ser un Guay Day. Nos llevan un par de días a un pueblo de playa, turístico, molón. Caro. Hasta ahí, bien. Pero tenemos que dormir en habitaciones compartidas. Como en el cole, pero con canas y lorzas.
Tan indeseable oferta no es aplicable a todos. Los directores -por algún privilegio feudal- dormirán en habitaciones individuales. Rayas en el suelo que separan categorías. Ellos pueden roncar o tirarse pedos a solas.

Se ha generado una polvareda importante. Corros con gente levantando los brazos ofendida por semejante desprecio. “O para todos o para ninguno”, “pues yo no voy”.
Semejante ofensa será defendida con el puño en alto. O no. Lo digo porque nos han mandado un correíto solicitando que confirmemos quien va o no.

Y aquí, el Quijote de barrio, la ha vuelto a liar. He dicho que no sin mentir ni poner excusas. Y he encontrado un páramo de silencio. Nadie se pronuncia –ni se niega a ir-, y ya no veo corros ofendidos. Me pierdo en decisiones heroicas que no tienen mucho sentido. A lo mejor hasta me gano una hostia gratis.

Como soy un idealista, me da por pensar en mi admirado José Luis Sampedro. Le recuerdo en una entrevista en la tele contando una anécdota escrita por Salvador de Madariaga en su libro "España". La historia se refiere a las vísperas de las elecciones de 1935 en un pueblo de Andalucía.
El señorito del pueblo, para comprar los votos de los jornaleros desempleados, mandó a uno de sus mayorales a la plaza de la localidad a darles instrucciones para votar al candidato recomendado por el cacique, al mismo tiempo que daba a los que no tenían trabajo uno o dos duros. Hasta que tropezó con uno en concreto, que le tiró las monedas al suelo y le dijo al enviado del señorito: "en mi hambre mando yo".

Como afirmaba Sampedro, al referirse a esta historia, ¿Qué se le puede decir a un hombre que no tiene nada? "Pues muy sencillo, que sea consciente, que tenga libertad interior y que se apruebe ante sí mismo", con honradez y con dignidad.

No hay nada como ser y sentirse libre. Aunque sea para llevarse hostias. 

26 abril 2020

Pureza

Al final se supo. La sangre de los curados sanaría a los enfermos.

Por eso Juan, que hervía en fiebre mientras boqueaba por un poco de oxígeno, esbozó una breve sonrisa. Sabía que la pequeña Lucía lo había superado sin síntomas. Y eso, con suerte, le permitiría verla crecer.

Después de unas lágrimas silenciosas y un rato al teléfono, Paula, su esposa, consiguió un doctor y una cama para curarle.

El doctor habló con dulzura y seguridad a Lucía. Y le preguntó si daría su sangre a papá. No dudó antes de sonreír y afirmar intensamente: "¡¡¡Si, lo haré!!!."

Se tumbaron cara a cara. Y mientras la sangre fluía, Juan retomaba el color y Lucía iba empalideciendo en silencio. Con un hilo de voz, Lucía miró al doctor y le preguntó con seguridad: "¿A qué hora empezaré a morirme? Porque antes quiero abrazar a papá."

No había entendido al doctor; sólo quería regalarle la vida a su padre.

25 abril 2020

La Tormenta

Fue culpa suya. Y sé que también estaba acojonada, pero fue ella quien me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el terror más absoluto que he sentido, te diré que fue ese, el que me transmitió sin siquiera darse cuenta.

No soy fan de las historias de terror. Las odio, me desvelan, me ponen nervioso. Pero esa noche piqué. Y aunque ahora me parezca una tontería, desde entonces no puedo dejar de buscar marcas en todas partes.

Estábamos en su salón, ya tarde, hablando en voz baja. Ella me miraba fijamente, y sus ojos tenían un brillo inquietante.

—Te voy a contar lo que pasó el fin de semana en que alquilamos una casa rural —me dijo, sin un asomo de sonrisa—. Estaba tan emocionada que me escapé del trabajo. Fue un viaje largo, caminos que parecían interminables, pero al final llegué. Una casa enorme en medio de un páramo. Vieja, oscura, como sacada de otro tiempo. Era la primera en llegar, así que aparqué junto a la puerta.

El frío era increíble. Todo estaba escarchado, y mis pasos crujían en el silencio. Apenas había luz, una de esas horas en las que las sombras parecen haberse desvanecido. Frente al portón de madera busqué la llave y la giré, pero la puerta no cedía. Fue como si algo la empujara desde dentro. Al final tuve que golpearla con el hombro para abrirla. La oscuridad de dentro me envolvió. Tardé un rato en ver algo. Distinguí una escalera que subía al piso de arriba y un par de puertas a los lados. Todo estaba muerto, sin electricidad. Usé el mechero para encontrar el cuadro eléctrico y, cuando la luz por fin se encendió, me encontré sola en un corredor largo e inquietante.

Recorrí las habitaciones, casi todas vacías, pero con rastros de lo que alguna vez había sido una casa habitada: muebles antiguos, un reloj detenido, espejos cubiertos de polvo. Me quedé en la planta baja, en una sala con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Era tan silencioso que parecía estar en otro mundo. Ni tráfico, ni pájaros. Nada. Un silencio tan profundo que dolía.

Y entonces, justo cuando pensaba que al menos podría descansar, vi algo. Una sombra, tal vez, o eso pensé. Pero fue el comienzo.

Mientras dejaba mi equipaje, escuché un trueno lejano. Miré por el ventanal y vi cómo una tormenta avanzaba en el horizonte, iluminando nubes negras que venían hacia mí. Primero la lluvia, después el granizo, y, poco después, un mensaje en mi móvil: mis amigos, por el mal tiempo, habían aplazado el viaje hasta el día siguiente.

—Hasta aquí, ¿a que parece una peli de miedo? —comentó ella, casi con una sonrisa nerviosa—. No soy miedosa, pero no te voy a mentir. Aquello me tenía acojonada.

El temporal se volvió una tormenta interminable. Encendí la chimenea y me tumbé en el sofá, intentando no pensar. El calor del fuego y el cansancio me vencieron y caí dormida. Hasta que un ruido me despertó. El silencio era absoluto, como si algo hubiese devorado el sonido de la tormenta. Y entonces los oí. Pasos. En el pasillo. La piel se me erizó al instante. Alguien bajaba la escalera. Pisadas lentas, firmes, sin ocultarse.

Cerré el pestillo justo cuando el pomo comenzó a girar. Sentí un frío que calaba hasta los huesos. Podía ver mi aliento, aunque el fuego seguía encendido. Y luego, susurros, llantos, detrás de la puerta. Algo arañaba la madera. Una noche interminable, sentada junto a la puerta, con el pomo girando una y otra vez, y cada vez que paraba, un nuevo rasguño, como si estuvieran escribiendo algo.

Al amanecer, el frío desapareció de golpe. Afuera, el sol brillaba, y el páramo parecía inmutable, como si nada hubiera ocurrido. Incluso mi teléfono había recuperado la señal. Me convencí de que solo había sido una pesadilla. Pero entonces, me fijé en la puerta y vi las marcas. Arañazos formando una letra. Mi inicial, tachada, una y otra vez.

Horas después llegaron mis amigos, y no dije nada. ¿Qué les iba a decir? Aquello no tenía sentido. Solo me limité a fingir que la casa había sido ruidosa. Pero la verdad era que algo seguía ahí, algo que sentía cada vez que me acercaba al pasillo.

Esa noche no pasó nada. Todo transcurrió con normalidad, o eso pensé.

Semanas después, empecé a notar cosas. Cada vez que me quedaba sola, sentía que el ambiente se enfriaba de repente y escuchaba susurros. Y volví a ver el símbolo. Lo he encontrado en el polvo de los muebles, en el cristal de la ventana de mi coche, incluso en el espejo empañado del baño de un avión en pleno vuelo. Demasiados sitios como para ser una coincidencia.

Te cuento esto porque hoy, justo esta tarde, lo he vuelto a ver. Sé que suena a broma pesada, pero nunca le he contado a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

—Me has puesto la carne de gallina —le dije, mirándola a los ojos, tratando de ocultar el miedo en mi voz.

Ella me miró un segundo, en silencio, y después susurró, como si temiera decirlo en voz alta:

—No te he contado toda la verdad.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Qué? —pregunté, aunque mi voz salió apenas como un murmullo.

Respiró hondo y señaló la ventana.

—Mira ahí.

Me giré y vi el símbolo en la condensación del cristal, aún goteando, como si alguien lo hubiera trazado hacía apenas unos segundos. Sentí el impulso de apartarme, pero algo me detuvo. En el reflejo del cristal, vi una figura detrás de mí. Me giré en un segundo, con el corazón a mil, pero no había nadie.

Miré de nuevo el cristal. El símbolo seguía ahí, aún marcado, aún húmedo.

—¿Qué está pasando? —pregunté, sin aliento, el miedo ahora clavado en el pecho.

Ella me observó con un rostro pálido y sombrío.

—Desde esa noche, ese símbolo no ha dejado de aparecer. Lo veo en todos lados. Pensé que solo era una pesadilla, pero… se repite. En la casa, en mi coche, en lugares donde nadie podría saberlo… —se calló, como si apenas pudiera continuar—. Hasta hoy nunca se lo había contado a nadie. Pero parece que al decirlo… —hizo una pausa, mordiéndose el labio, y luego me miró directamente—. Parece que ahora también está contigo.

El aire se volvió helado, y en el pasillo escuché algo. Un susurro, lejano, pero cada vez más cerca. Di un paso atrás, y entonces, en el cristal, apareció un segundo símbolo, como si una mano invisible lo estuviera trazando.

Mi inicial. Tachada.

—No —musité, pero el susurro se volvió un llanto, y el pomo de la puerta comenzó a moverse.

Comprendí. El miedo, ahora, era mío.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.

02 marzo 2020

La Emergencia espontánea del orden. O lo que coño signifique eso.




Dios nos habla a veces tan claro, que parecen coincidencias.
Doménico Cieri Estrada




Os contaré una anécdota de esas que me molan: Anthony Hopkins, el actor, fue contratado para hacer la peli “Mujer de Petrovka”. Nada más enterarse de su nuevo papel salió a comprar la novela en que se basaba el guión pero no la encontró en ninguna librería. 
Luego, al regresar a su casa en metro, encontró ese libro, justo ese, abandonado en un asiento. Por supuesto le pareció una casualidad extraordinaria. Pero lo más asombroso fue que el libro que encontró, totalmente subrayado, era del autor de la novela, George Feifer, que lo había perdido.

¿Flipante? Quizá no tanto. 
Hay una teoría, chunga para mí, llamada Emergencia espontánea del orden. Resulta que el psicólogo Gustav Jung, el físico Wofangan Pauli y el escritor Arthur Koestler han coincidido en atribuir las coincidencias significativas -lo que otros conocemos como casualidades- a la intervención de un principio universal no causal que opera con total independencia de las leyes físicas conocidas. 
Un principio que se revelaría a través de las casualidades altamente improbables y con sentido para sus protagonistas. Esta “ley” sería como un principio rector de nuestras vidas, nos llevaría del caos al orden y guiaría nuestros pasos o nos salvaría en momentos de peligro.

Así que hay “casualidades altamente improbables”… Veamos.

Creo que en algún post anterior confirmaba mi retorno a la vida normal, a un trabajo como todos. Confirmo también la existencia de algún imbécil de gran calibre. Que es y está, pero estoy vacunado de esas cosas después de tanto Borja Mari soportado. 

El espécimen trepador de aquí tiene figura de señora de buen comer con voz de pito. No pide ni solicita, ordena. Monserrat Caballé en edición poligonera. La Montse, qué cojones.

Gracias a Dios no compartimos terreno de juego y me limito a sentirla de lejos, unas pocas mesas detrás de mí. Ufffff, me ha pasado rozando. 

Menos mal. Porque los tics de la Montse me resultan reconocibles. Mucho. Los he visto antes en otro sitio. Es de esas que cuando acaba el curro toma copas o cena con la autoridad competente. Con su jefa, vamos. Cualquier día entre semana. Muchas mañanas percibo un color amarronado en la comisura de sus labios. De tanto comerle el culo a la autoridad. A la competente.

En el fondo lo que me llama la atención es lo de arriba, eso de las casualidades raras. Porque como dicen esos señores importantes, hay un orden oculto. La Montse cayó por aquí con la consultora para la que trabajaba. Podrían haber contratado a cualquier otra consultora del planeta, pero no, tocó esta. E incluso desde su empresa, podían haber mandado a otras personas. O aún mejor, podrían no haberla contratado.
Porque la Montse venía a implementar un proyecto y al final se la quedaron. Craso error. 
No fue la única a la que adoptaron en mi departamento, pero de la tropa con la que vino era de largo -y sigue siendo- la persona más despreciable. Dos de sus “compañeras” ya han sucumbido a sus maneras y después de derramar demasiadas lágrimas incontroladas han pedido la cuenta y se han largado. Bien por ellas, que han vuelto a sonreír. Otros pobres a su servicio que todavía circulan por aquí ya sufren dolores estomacales que apuntan a úlceras.

Y vuelta a la casualidad. No lo vais a creer, pero la Montse es amiguita de Borja Mari. Resulta que nuestro despreciable amigo y la Montse trabajaban juntos hasta el día antes de venir a mi departamento. Definitivamente la aguas fecales del destino circulan por tuberías comunes. Se juntan en el mismo sitio. El antro de donde viene debía ser para verlo con estos dos. Granja urbana de joputas. Escrito en luces de neón.

Me enteré de milagro. Un día, volviendo de comer, una compañera mencionó a Borja Mari. La Montse, que estaba delante, puso cara de interés. Iba a decir algo, pero en el mismo instante otra compañera definió a Borja Mari como “un cabrón” y especificó que la autoridad competente le definía como “un hijo de puta” y que no podía ni verle.
La Montse estaba a punto decir algo cuando escuchó las palabras mágicas. Tenía la palabra ya engranada en la boca y la dejó a medias. Apretó la mandíbula y redujo el paso para quedar por detrás de nosotros y salirse de la conversación.

Fue llegar a la oficina y confirmar mis sospechas. LinkedIn verificó una genealogía laboral común. Y de paso que las putas casualidades no existen. Que los vericuetos del destino hacen círculos y terminan en la casilla de salida.

Cagüen tó.

12 febrero 2020

El entrevistador

Tengo la mente distraída. Frente a mí, al otro lado de la mesa, hay un gordo asqueroso. Suda y se intuyen manchas de sudor en los sobacos. Puedo ver saliva reseca en la comisura de sus labios. El traje le queda pequeño. La chaqueta le va a estallar de un momento a otro y debo tener cuidado porque si me atiza un botonazo me arranca la cabeza. Pero lo peor de todo es su boca. Parece el agujero de un culo. Redonda. Pequeña. Arrugada. Qué asco, coño.

Lo malo es que estoy en una entrevista de trabajo y hace ya una hora que aguanto sus preguntas incordiantes: que si sé usar una calculadora, que si sé poner un café o hacer una fotocopia. En fin, que se nota que valora mi título de Ingeniería. Le observo y no puedo quitarme de la cabeza que es una de las personas más repugnantes que he visto.

El gordo disfruta abusando de su posición y riéndose de mí. Porque esto parece más un interrogatorio policial que una entrevista. Me ha preguntado lo mismo veinte veces, del derecho y del revés, intentando encontrar contradicciones que sólo existen en su mente oronda.

Me vuelvo evadir. De repente me doy cuenta de qué va todo esto. Resulta que la entrevista es el pequeño momento de gloria del obeso. Es el placer supremo del hombre-porcino, el preciso momento en que su vida reseca se convierte en un oasis. Por unos minutos se siente superior a los demás.

Entonces vuelvo a la entrevista y pienso que los 600 Euros que me ofrece no son para tanto. Mi dignidad vale mucho más que eso. Escucho lejanamente que el gordo dice con voz babeante "en mis 10 años de experiencia..." Aprovecho el momento para levantarme lentamente. Me abotono la chaqueta mientras me giro y salgo sin abrir boca.

Casi ni me doy cuenta pero me voy sonriendo. Soy libre, y mientras me pierdo entre calles abarrotadas me da por pensar que el señor que me ha entrevistado nunca ha tenido 10 años de experiencia.
Tiene media hora de experiencia repetida durante 10 años.


* - Va por los que están en paro o buscan su primer trabajo. Para que nunca se encuentren en situaciones similares.

10 enero 2020

Tiempo

Hace tiempo que mi muñeca izquierda es huérfana. A los 32 años noté que me picaba la muñeca con persistencia, justo debajo del reloj.

Intenté resistirme, pero pasaban los días y el picor se incrementaba hasta convertirse en obsesión.

Examiné cuidadosamente la correa del reloj. Estaba en buen estado. Aun así decidí cambiarla por otra, de titanio y antialérgica. Cara, pero según el vendedor, infalible. Ya. Durante tres días exactos. Porque al cuarto me picaba más que antes.

Acabé desistiendo y me quité el reloj. Empecé a llegar tarde a las reuniones. Comía en horarios irregulares y empleaba más tiempo del debido en algunas tareas. Pero también me di cuenta de que todo era más elástico. La tensión de los plazos que me aprisionaban se difuminaba. Mi agenda no era tan intensa. Me avisaban de las reuniones justo cuando comenzaban. Y duraban hasta que los temas se cerraban, no hasta una hora planificada.

Y en mi tiempo libre empecé a comer cuando tenía hambre y a dormir cuando tenía sueño. Me levantaba cuando estaba descansado. Mi vida empezó a llenarse de ratos y ratitos mientras se vaciaba de horarios y agendas.

Años después reflexioné y se me ocurrió ponerme una pulsera en la mano izquierda. De cuero, como la del reloj. No pasó nada. Luego una de acero, y después una de titanio. Tampoco pasó nada. Al final me las quité todas.

Mi piel no era alérgica al reloj. Lo era mi alma.

No sé para qué llevaba reloj si nunca tenía tiempo para nada.