20 octubre 2025

El número

Siempre he creído que la religión es el bálsamo más tierno para lo que nos desgarra por dentro: un mapa dibujado para navegar el caos que nos ahoga, una estructura frágil donde encajar los pedazos rotos de lo inexplicable. 

Pero el alma humana es insaciable en su búsqueda de sentido, y no todos nos arrodillamos ante altares. Algunos alzan la vista a las estrellas, buscando consuelo en su fuego distante. 

Yo... yo me refugio en los números. En su frialdad aparente, que a veces se quiebra y deja salir un latido.

Descubrí los números astrales hace años. La idea es simple: sumas cada dígito de tu fecha de nacimiento —día, mes y año— hasta reducirlo a un solo número.
Por ejemplo, si alguien nació el 28 de febrero de 1973: 

2+8+0+2+1+9+7+3=32; y ahora, 3+2=5.

Fácil, casi infantil. Pero también hipnótico.

Siempre supe que mi número era el 9.
Nací un 9 del 9, y mi número astral es el 9.
9 de septiembre de 1971: 

9+9+1+9+7+1=36; 3+6=9.

Triple nueve. Perfecta simetría.

Años después, cuando murió mi padre, el 3 de junio de 2016, volví a hacer el cálculo:

3+6+2+0+1+6=18; 1+8=9.

Otra vez el mismo número.
Podría haberlo tomado como una simple coincidencia, pero no pude evitar pensar que había un mensaje escondido en esa cifra que se repetía, obstinada, como si marcara los bordes invisibles de mi vida.
Me gusta pensar que se fue tranquilo, y que ese nueve fue su forma de decírmelo.

Pasaron los años, y el azar —si acaso existe— quiso que regresara a mi vida una mujer a la que había querido desde niño.
Su fecha de nacimiento: 3 de junio de 1971.

3+6+1+9+7+1=27; 2+7=9.

Su día y mes son los mismos del fallecimiento de mi padre.
Ambos 3 de junio, ambos 3+6=9.
Quise creer que era un regalo suyo, un guiño desde donde estuviera, como si me la enviara para recordarme que aún había luz.

Hoy trabajo en una empresa estatal. Llevo tres años. Falta poco para conseguir el puesto definitivo, pero para eso debo superar unos exámenes.
La fecha de la convocatoria me estremeció: 3 de junio de 2025.

Otra vez.

3+6+2+0+2+5=18; 1+8=9.

La misma fecha del cumpleaños de ella. La misma del adiós de mi padre.

Quiero pensar que es una señal buena. Que todo converge, que el nueve me protege, que mi padre me guía todavía.

Pero los números también tienen sombras.
A veces me pregunto si no me estoy engañando. Si ese triple nueve no es una bendición, sino una marca.


Un día, sin saber por qué, giré el papel.

El nueve, al invertirse, deja de ser nueve.


El versículo 13:18 del Apocalipsis dice:

"Aquí hay sabiduría. El que tenga entendimiento, que calcule el número de la bestia, porque es número de un ser humano: seiscientos sesenta y seis."

¿Y ahora qué?

Porque durante años, creí que el nueve era un faro. Ahora dudo.

Mi nacimiento, mi padre y su muerte, ella, mi futuro... todos los hilos de mi vida convergen en esta fecha, pero no para unirme a un destino, sino para inmovilizarme ante lo que siempre temí: que no hay un designio, solo patrones que inventamos para no enloquecer. 

Y que el mayor de los engaños no es que el universo nos hable, sino que nosotros estemos tan desesperados por escuchar su silencio que le inventemos una voz.

09 octubre 2025

El autor y el destino

La conoció primero a través de las palabras. No en un libro, sino en la intimidad inmediata de un blog: El blog de Peggy Sue.

Una madrugada de domingo, Álvaro navegaba sin rumbo por internet, tratando de llenar el silencio de su piso en Chamberí. En un comentario perdido de un artículo sobre literatura contemporánea, apareció un enlace. Lo abrió sin pensarlo.

La foto de cabecera mostraba una estantería desordenada, repleta de libros y objetos sin dueño. No había imagen de ella. Empezó a leer la entrada más reciente: Atrapada en el baño de 1985.

Hablaba de sentirse como la protagonista de Peggy Sue se casó: de viajar hacia las propias decisiones pasadas y mirarlas con una mezcla de ternura y desprecio. “No hace falta una fiebre en una reunión de antiguos alumnos —escribía—. Basta con encontrar una factura antigua o escuchar una canción a las tres de la madrugada para sentirte a la vez la Peggy Sue que tomó aquellas decisiones y la Peggy Sue madura que las observa, impotente.”

Álvaro, que también escribía y luchaba a diario con la tiranía de la página en blanco, se quedó quieto frente a la pantalla. Era como si alguien hubiera puesto orden en su propio caos mental.

Laura Vidal —ese era el nombre al pie de los textos— tenía el raro don de convertir su nostalgia en un lenguaje compartido. No escribía con artificio, sino con la claridad de quien se atreve a mirar de frente su vida y usar una película como espejo del alma.

Esa noche se enamoró. No de una mujer, sino de una mente. De su manera de hacer de la melancolía una forma de cartografía. En otra entrada, Fugitiva del futuro, escribió: “Peggy Sue solo quería escapar de su futuro fallido. Yo escribo para escapar del mío, para inventar un desvío en la carretera principal de mi vida.” Entonces Álvaro entendió que aquel blog no era un diario, sino una máquina del tiempo literaria.

Desde entonces, su ritual nocturno fue leerla. Laura escribía sobre sus “reuniones de antiguos alumnos” —encuentros fortuitos con exparejas en el metro— o sobre cómo elegir una cafetería podía ser tan decisivo como elegir pareja en el baile de graduación. Álvaro sentía que la conocía de verdad, con una intimidad que rara vez se alcanza incluso tras años de convivencia. Conocía su miedo a haber elegido mal, su fascinación por los caminos no tomados.

Un día se animó a comentar una entrada titulada ¿Y si me hubiera quedado?. No fue un halago, sino una reflexión sobre universos paralelos. Firmó con su nombre.
Días después, recibió su respuesta: “Al menos Peggy Sue pudo volver. Nosotros tenemos que vivir con las decisiones de nuestra versión más joven y torpe. Gracias por entenderlo.”
El corazón le dio un vuelco adolescente.

A partir de entonces, los comentarios se convirtieron en correos, y los correos en una correspondencia constante. Hablaban de sus propias Peggy Sues, de la sensación de mirar la vida desde fuera. Álvaro se enamoró aún más de la voz coherente que emergía entre líneas: la misma del blog, pero ahora dirigida solo a él.

Hasta que ella propuso un encuentro.

—Estoy harta de hablar con un fantasma —escribió—. ¿Qué tal si nos tomamos un café y comprobamos que los dos tenemos cuerpo y proyectamos sombra?
El asunto del correo era, simplemente: Mi reunión de antiguos alumnos.

Quedaron en una cafetería junto al Jardín Botánico. Álvaro llegó veinte minutos antes y eligió una mesa en un rincón. Cuando ella entró, con un abrigo largo y una sonrisa contenida, el mundo se detuvo un instante.

—Álvaro, supongo.
—Laura.

La conversación fluyó con la misma naturalidad que en sus correos. Hablaron de libros, de la ciudad, de la niebla sobre la sierra. Hasta que él lo dijo.

—Hay algo que no te he contado —confesó, con el corazón golpeándole el pecho—. Me enamoré de ti leyendo El blog de Peggy Sue. Me enamoré de tu nostalgia, de tu miedo a haber elegido mal, de cómo usas una película para explicarte. Fue como encontrar a alguien que también se siente un viajero en el tiempo de su propia vida.

Laura lo miró. En sus ojos no había sorpresa, sino una tristeza luminosa. Sacó un libro del bolso: un ejemplar gastado de La geometría de los días vacíos.

—¿Recuerdas este? —preguntó—. Lo publicaste hace cinco años. Solo se vendieron trescientos ejemplares.

Álvaro lo reconoció al instante. Su primera y fallida novela.

—En el capítulo siete —continuó ella— el protagonista describe a la mujer de la que se enamoraría. Dice que la encontraría a través de sus palabras. Que se llamaría Laura. Que escribiría un blog donde se compararía con Peggy Sue.

El aire se volvió espeso. Álvaro recordó vagamente esa escena, un detalle menor, casi una broma privada.

—Lo leí un año después de publicarse —dijo ella, con lágrimas silenciosas—. Y supe que ese hombre había escrito mi futuro. Empecé el blog para comprobar si era cierto. Cada entrada era un paso más hacia la mujer que habías imaginado.

Él la miró, atónito, mientras todo encajaba.

—Pero ahora —susurró ella, tomando su mano— he entendido algo. Peggy Sue no volvió al pasado para cambiarlo, sino para comprenderlo. Yo no seguí tu guion: tú, sin saberlo, escribiste el mío. Y al leerlo, decidí vivirlo.

Calló un momento, apretando su mano.

—La sorpresa no es que tú te enamoraras de una idea de mí. Es que yo me enamoré de un autor que, sin conocerme, me dio el valor para existir.

El silencio se instaló entre los dos. Fuera, la tarde caía sobre los cristales de la cafetería.

Álvaro entendió entonces que el verdadero viaje en el tiempo no era volver al pasado ni anticipar el futuro, sino encontrarse con alguien que había habitado tus palabras antes que tú mismo.
Alguien que había leído lo que aún no sabías que ibas a sentir, y que decidió esperarte allí.
Y comprendió, con una certeza serena, que el amor —el verdadero— no empieza cuando se cruzan dos miradas, sino cuando dos historias escritas en tiempos distintos descubren que hablan del mismo corazón.

01 octubre 2025

Mi Muerta de la Curva

Siempre he sido un pringado con las curvas. No las de la carretera, que me dan un vértigo que me hace sudar como un pollo en agosto, sino con las femeninas, esas que prometen un giro romántico y siempre acaban en derrape total. 

En mi vida, las curvas no son aventura; son recordatorios de que soy un desastre con patas, un tipo que parece guay en fotos de perfil pero que en persona huele a fracaso agrio. 

Todo se complicó con esa leyenda cutre de la Chica de la Curva. Esa milonga que te clavan los camioneros a medianoche para que no te duermas y acabes decorando un quitamiedos.

¿La conocéis? Es la tía esa que sale de la niebla en una curva chunga, con falda de los cincuenta y ojos que brillan como luces de neón. Te hace autostop, pero se mete en el asiento de atrás. Te mira con una sonrisa de anuncio de chicles, charláis de bobadas, y de pronto, mientras vas feliz pensando que has ligado, te larga con voz de tráiler de terror: "¿Ves esa curva? Ahí me maté yo". 

Y ¡zas!: se volatiliza, dejando un ramo de flores marchitas en el asiento y un frío que te hiela hasta el alma. 

"Es el fantasma de una chavala que se mató en un choque", cuentan. Yo, que soy un escéptico de manual —o eso me digo para no admitir que soy un cobarde—, siempre me reía por fuera. 

Por dentro, pensaba: "Menos mal que a mí no me pasa, porque ya tengo suficiente con mi historial de rechazos que parecen guion de comedia negra". 

Hasta que mi vida de ligón de saldo empezó a oler a ectoplasma, y lo entendí: mi "muerta de la curva" no es un espíritu; es mi espejo. En cuanto te conocen de verdad —cuando ven las grietas, el desorden, el tipo que ronca como un tractor y cuenta chistes que dan vergüenza ajena—, se van. Y yo me quedo solo, preguntándome por qué coño no sirvo para esto.

Era un viernes de esos que apestan a ginebra de bazar y a promesas que se deshinchan antes de empezar. 

Yo, Manolo, emperador supremo de los chats de ligoteo que mueren vírgenes en "visto", había cazado al fin una cita que olía a gloria bendita. 

Se llamaba Lorena, o eso decía su perfil: foto con filtro de atardecer que disimulaba sus ojeras, bio de "Amante de las curvas y las aventuras nocturnas". "Esta vez sí", me dije, con el estómago revuelto como si hubiera comido marisco caducado. 

"No la cagues, idiota. No sueltes tus anécdotas de niño raro, no menciones que tu piso parece un museo del polvo acumulado". La cité en un garito de las afueras, uno de esos antros con neón que titila como mi confianza y música que te machaca el cráneo para que no pienses demasiado. 

Llegué en mi Seat del 98, ese cacharro que tose como si me juzgara, y allí estaba ella, en la puerta, alta, morena, con un vestido rojo que me dejó la boca seca. Me miró y sonreí como un tonto, pensando: "Joder, ¿y si ve que soy un fraude? ¿Y si mi encanto dura lo que un globo en una fiesta de niños salvajes?".

—Ey, guapo, ¿vienes a sacarme de esta noche aburrida? —dijo, con una voz suave que me erizó la piel, pero que en mi cabeza sonaba a "prueba a ver si mientes bien".

—Sacarte, ligarte, lo que pinte. Sube, que esta noche la petamos —balbuceé, intentando sonar como un galán de serie mala y no como el inseguro que soy, con las manos sudadas y el cerebro gritándome "¡Corre, cobarde!".

Le abrí la puerta del copiloto con un gesto que pretendía ser chulo pero salió tieso como un maniquí, y ella pasó de largo con una risita que me dolió en el ego. Se coló en el asiento de atrás. 

"Mejor para las piernas, que las tengo muy largas", murmuró, y yo me quedé ahí, pensando: "Genial, Manolo, ya la has cagado. Ahora parece que la secuestras". 

Arrancamos. La carretera era un zigzag negro que me ponía los nervios como alambres de espino. Hablamos de todo: de los ex de cada uno, que eran unos cabrones —las mías, unas maestras en hacerme sentir invisible—, de planes locos como irnos a una playa con cócteles que no acaben en resaca emocional, y de cómo el sexo es como conducir en niebla, un lío impredecible. 

Ella se reía, y yo aceleraba sin querer, pero por dentro era un torbellino: "¿Y si se da cuenta de que soy un bluf? ¿Y si mi risa falsa me delata? Dios, ¿por qué no soy normal, como los tíos que ligan sin sudar?".

Y entonces, la curva. La del demonio, con el asfalto resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, como si el cielo se burlara de mis miedos. Yo iba tenso, silbando una tontería para no soltarme del todo, cuando su voz brotó de atrás, fría como un mensaje de rechazo a las cuatro de la mañana.

—¿Ves esa curva, Manolo? Ahí me maté yo.

Me paró el corazón en seco. Frené como un novato, el Seat chilló como si se riera de mí, y me giré con el alma en un puño. El asiento de atrás: vacío, como mi confianza después de un "no gracias". Solo un ramo de flores marchitas rodando por el suelo y un olor a perfume que se evaporaba, dejándome con el regusto amargo de otra ilusión rota. 

Paré en el arcén, bajo un farol que iluminaba una casa vieja con rejas torcidas y un jardín que parecía el caos de mi cabeza. Bajé temblando, el aire olía a tierra mojada y a jazmín rancio, como mis recuerdos de noches solas. Fui a la puerta entreabierta, y nada: solo una foto descolorida en la pared de una chavala con falda plisada, idéntica a Lorena, sonriendo como si dijera "Te lo dije, pringado".

Me reí al principio, una risa histérica que tapaba el pánico: "Es una broma, ¿verdad? Nadie desaparece así... solo yo desaparezco de las vidas de la gente". Pero el terror me caló cuando volví al coche y vi la nota en el volante: "La curva siempre gana. Nos vemos en la próxima, cuando te conozcan de verdad y vean el desastre". 

Conduje de vuelta como un fantasma yo mismo, sudando y mascullando: "Otra más que se va. ¿Qué coño tengo de malo? ¿Soy tan patético que hasta los espíritus huyen?". 

Al día siguiente, Tinder: su perfil borrado, como mis esperanzas. En el garito, nadie la recordaba, como si fuera invisible. Y en el periódico: "El fantasma de la Curva ataca en la ruta 57". 

Un tipo estrellado, con una cruz y flores al lado. "Ese podría ser yo", pensé, "no en un choque, sino en la vida".

Desde entonces, cada ligue es un calvario de autodesprecio. Conozco a una tía en el gym, charlamos, coqueteamos —yo con el corazón en la boca, pensando "No sueltes la lengua, no reveles que eres un friki de series malas"—, y cuando llegamos al meollo, a ese punto donde ya no hay máscaras, ¡pum! Se va. 

Porque me han conocido: han visto el inseguro que duda de cada palabra, el que se pone nervioso con un roce y que en la cama piensa "Ahora la cagas". Una vez, una rubia en un motel: se sentó atrás en el taxi, soltó lo de la curva y desapareció, dejando un pendiente y un olor a jazmín que me recordó mis fracasos. "Otra que ve mi verdad y huye", me dije, con el estómago hecho nudos. 

Otra, una morena en mi piso: en pleno lío, me miró y murmuró "¿Ves esa curva en la sábana? Ahí me maté... o sea, ahí te conocí a ti, el rey de los perdedores", y se fundió en la pared, dejándome desnudo y solo, preguntándome si valgo para algo. 

Y siempre, las flores marchitas, como un premio a mi ineptitud.

Ahora conduzco recto, evito curvas y perfiles que parezcan demasiado perfectos, porque sé que atraerán mi ruina. Porque mi Muerta de la Curva no es un fantasma: es mi inseguridad hecha mujer. Sube al coche con una ilusión falsa, te obliga a mirarte al espejo, y cuando ves el reflejo —el tipo que no se cree suficiente—, te deja tirado.

Y algunas noches, miro el retrovisor y la veo ahí. Sonriendo con lástima, esperando la curva donde me desnuden el alma otra vez.

Porque el amor, para un inseguro como yo, es solo un viaje corto. Un trayecto donde te conocen y piensan: "Mejor me bajo aquí".

O eso me repito, acurrucado en la cama, para no romperme del todo.