12 diciembre 2024

El banco de la Fuente del Berro

Miguel solía pasar las tardes en la Fuente del Berro, sentado en un banco cercano al pequeño estanque. Había descubierto ese rincón hacía años, cuando todavía trabajaba y buscaba un lugar donde desconectar. Ahora, jubilado, el parque se había convertido en una suerte de refugio, un lugar donde podía observar el mundo sin necesidad de ser parte activa de él.

No iba por aburrimiento, sino por costumbre. Le gustaba mirar, encontrar historias en los gestos cotidianos de la gente. Cada tarde llegaba con su termo de café y su libreta, pero casi nunca escribía en ella. "Algún día me pondré a contar algo", se decía, aunque sabía que las historias que más le llenaban eran las que sucedían frente a sus ojos.

Esa tarde, el parque estaba especialmente animado. Era un día cálido de primavera, y los senderos estaban llenos de familias, corredores y paseantes. Miguel se acomodó en su banco, saludó con un leve gesto al jardinero que regaba las flores cercanas y se dedicó a mirar.

Un hombre joven cruzó frente a él con un maletín colgando del hombro y el móvil pegado a la oreja. Llevaba un traje impecable y una expresión de impaciencia. Detrás de él, una niña pequeña trataba de seguirle el paso. "Papá, mira lo que encontré", decía, mostrando una rama torcida que había recogido del suelo. Pero el hombre, absorto en su conversación, ni siquiera se giró. Miguel frunció ligeramente el ceño, más por empatía hacia la niña que por juzgar al padre. Recordaba aquellos años en los que él mismo corría a todas partes, dejando las pequeñas cosas de lado.

Unos minutos después, una pareja de ancianos apareció en el sendero. Los veía casi a diario, siempre tomados del brazo, caminando despacio. Ese día llevaban un ritmo especialmente lento, como si no quisieran que la tarde terminara. Él avanzaba con ayuda de un bastón, y ella le murmuraba algo que él respondía con una leve sonrisa. Miguel los siguió con la mirada hasta que desaparecieron detrás de un seto, preguntándose cuántos años habrían caminado juntos por el mismo parque.

Un niño pequeño, apenas capaz de mantenerse de pie, tambaleó hasta un grupo de palomas cerca del estanque. La madre lo seguía a una distancia prudente, dejando que el niño tuviera su pequeño momento de independencia. Las palomas, acostumbradas a los humanos, no se movieron demasiado, lo que permitió al niño observarlas con una mezcla de asombro y concentración. Miguel sonrió, recordando a su propio nieto cuando tenía esa edad, lleno de preguntas sobre todo lo que veía.

El sol comenzó a teñir el parque de un dorado suave, reflejándose en el agua del estanque. La niña de la rama reapareció, esta vez de la mano de su padre, que ahora llevaba el teléfono guardado en el bolsillo. Caminaban despacio, deteniéndose de vez en cuando para recoger hojas caídas o señalar algo interesante entre los árboles. Cuando llegaron al estanque, se sentaron juntos en la orilla, y el hombre ayudó a su hija a lanzar pequeños trozos de pan a los patos. Miguel los observó, notando que la niña ahora estaba radiante, riendo y señalando emocionada a los animales mientras su padre la miraba con una sonrisa cálida, como si el peso del mundo hubiera desaparecido por un momento.

Cuando Miguel se levantó para marcharse, el anciano del bastón se cruzó con él en el camino. La mujer que lo acompañaba había tomado asiento en un banco cercano, descansando. El hombre, al pasar junto a Miguel, le dedicó una sonrisa cálida. "Otro día precioso, ¿verdad?", dijo. Miguel asintió. "Lo es. Que lo disfruten."

Al llegar a casa, mientras se servía un vaso de vino con casera, Miguel dejó la libreta sobre la mesa. No había escrito ni una palabra, pero no importaba. Pensó en la niña de la rama, en la pareja caminando despacio, en el niño asombrado por las palomas. Ninguna de esas escenas cambiaría el mundo, pero cada una de ellas contenía algo esencial.

La vida no estaba en los grandes momentos, concluyó Miguel. Estaba en la forma en que un niño perseguía una paloma, en el ritmo pausado de una pareja que había aprendido a caminar juntos, o en el gesto de una niña que solo quería compartir un instante con su padre.

A veces, no hace falta hacer nada extraordinario para que un día sea importante. Solo hay que detenerse lo suficiente para notarlo.

06 diciembre 2024

Cosas que un catarro, dos gatos y el teletrabajo pueden enseñarte sobre la iluminación

Esta semana he alcanzado un nuevo estado de iluminación. No, no es que haya entendido el sentido de la vida ni descubierto cómo hacer desaparecer los correos de trabajo pendientes. Es una iluminación muy específica, esa que llega cuando estás acatarrado, teletrabajando y compartiendo espacio vital con dos gatos cuya única misión parece ser recordarte que, en su mundo, tú eres un subordinado con acceso a comida y mantas. Los presento:

Primero está el Sr. Coco, una bestia de proporciones casi mitológicas. Es del tamaño de un pequeño oso y tiene la sutileza de un elefante en una cristalería. Durante una importante videollamada, Coco decidió que el ratón de mi ordenador era una amenaza existencial y se lanzó contra él con toda su corpulencia. El resultado fue la desconexión inmediata de la reunión, un momento de pánico absoluto y la revelación de que quizá Coco no destruye mi trabajo: lo redefine. Él es un activista contra la productividad, un filósofo del caos, un artista abstracto que utiliza mi vida como lienzo.

Por otro lado, está la Sra. Luna, la otra cara de esta moneda peluda. Pequeña, delicada y profundamente cariñosa, parece haber nacido con el único propósito de consolar almas atormentadas. 

En cada reunión, mientras yo me debatía entre la fatiga y la desesperación, Luna siempre decidia acurrucarse en mi regazo, ronroneando con tanta intensidad que, por un instante, olvidaba todo lo que tengo pendiente. Luna no ofrece soluciones; ofrece amor incondicional y, no menos importante, la imposibilidad de levantarte a hacer pis porque, claro, no puedes molestar a la reina. Eres su trono, y ella es una monarca justa, pero inflexible.

Y luego está mi otro amigo, el café, fiel compañero en esta travesía. Porque, si ya es tu combustible habitual, en un catarro se convierte en tu sistema operativo. Cada sorbo es una promesa de que esta vez sí vas a encontrar las fuerzas para abrir ese archivo de Excel que lleva días mirándote desde el escritorio. ¿Resultado? Más café, menos Excel y un debate interno sobre si es ético mentirle a tu jefe diciendo “mi conexión está fallando” cuando en realidad lo que está fallando eres tú.

Porque el café no es solo cafeína; es una conexión directa con algo superior. Cada sorbo me susurra: "Tú puedes con esto", aunque lo único que realmente consigo es observar mi pantalla con la mente en blanco mientras finjo comprender la conversación en la que todos parecen hablar en clave. Sin café, el caos; con café, el caos con sabor.

El teletrabajo, en este contexto, se convierte en un arte de supervivencia. Mientras Coco rediseña mi espacio de trabajo derribando metódicamente todos los objetos de mi escritorio, yo me especializo en el uso de frases como: "Esto merece una vuelta más" o "Dejémoslo en stand-by", que básicamente significa: “Por favor, hablemos de esto otro día cuando no me esté hundiendo en este torbellino de tareas y café.”

Cuando todo se calma, cuando los gatos se quedan dormidos y el café se enfría, llega la gran revelación. Te das cuenta de que el catarro no es una desgracia, es una pausa cósmica. Es el universo diciéndote: "Baja el ritmo, inútil. Nada de esto es tan importante". Claro, el universo tiene un sentido del humor peculiar, porque mientras tú filosofas sobre esto, Coco probablemente está destruyendo algo valioso y Luna te observa con la mirada de quien sabe que todo está bajo su control, incluido tú.

¿La conclusión? La iluminación no está en las grandes epifanías*, sino en aceptar la ridiculez del día a día. Está en comprender que la productividad es un mito para hiperventilados, que los gatos son los verdaderos dueños de la casa, y que el café es el pegamento que lo mantiene todo junto. 

Si un catarro te puede enseñar algo, es que la vida no tiene por qué tener sentido, pero siempre será mejor si la compartes con dos maestros zen peludos que saben exactamente cuándo intervenir para recordarte que el verdadero talento está en no tomarte nada demasiado en serio.

* - Epifanía = "¡Ajá!". Un chispazo de entendimiento.


Recordando a Cruella

Ya he contado que hace unos años trabajé en los servicios centrales de una entidad bancaria, Allí, entre balances y reuniones eternas, descubrí que el verdadero reto no estaba en los números, sino en sobrevivir a Cruella, nuestra jefa. Una mujer grande, fea de cojones e imponente en general, con un carácter tan oscuro que cualquiera diría que su currículum lo firmó el mismísimo Lucifer.

Cruella no necesitaba despacho; su maldad era lo suficientemente expansiva como para que no la limitasen unas paredes. Abarcaba cualquier espacio en el que estuviera. Llegaba cada mañana con su bolso gigante y una cara que decía claramente: "Hoy os vais a acordar de mí." 

Bastaba con oír sus pasos para que la oficina entera se paralizara, como si un depredador hubiera irrumpido en una reunión de herbívoros. Si te atrevías a acercarte para proponerle algo, era bajo tu propio riesgo. Y cuando te respondía, lo hacía con una sonrisa tan cínica que te dejaba dudando de si irte a llorar al baño o aplaudirle por lo bien que manejaba el arte de destruir vidas laborales.

Lo más inquietante, sin embargo, no era su tono ni su mirada afilada, sino su incapacidad absoluta para mostrar humanidad. En el departamento circulaba una frase que ya era casi un mantra: "Cruella no es mala, es peor. Si alguna vez quieres llegar a concerla, tendrás que invocarla con un pentagrama y un par de velas negras, y ni con esas lo conseguirás." Nadie sabía quién había inventado la frase, pero todos la repetíamos con el fervor de un rezo desesperado. De alguna forma, aquel humor negro nos ayudaba a sobrellevar la tiranía que ejercía con precisión diabólica.

Un día, las risas nos jugaron una mala pasada. Habíamos conseguido arrancar unos segundos de alivio, riéndonos de lo surrealista que era nuestro día a día, cuando sucedió algo extraño. El aire en la oficina se enfrió de repente, como si alguien hubiera abierto la puerta de una cámara acorazada. Las luces empezaron a parpadear, y al fondo de la sala, un ordenador se apagó sin razón aparente. Las risas se apagaron al unísono, mientras algunos se miraban con nerviosismo. Y entonces, apareció.

Cruella avanzó entre las mesas con un caminar lento, pesado, casi ceremonial. Sus pasos resonaban como si cada uno llevara consigo una sentencia, y aunque no dijo nada, su sola presencia bastaba para que el ambiente se volviera más denso, casi irrespirable. Cuando llegó al centro de la sala, dejó caer su bolso en la mesa con un ruido seco, como el martillo de un juez que dictaba una condena. Nos miró con una ceja arqueada, diseccionándonos con esos ojos que parecían capaces de arrancarte el alma.

No pronunció palabra. No hizo falta. Su mirada lo decía todo: había percibido el atrevimiento de nuestras risas y estaba dispuesta a recordarnos por qué nadie, absolutamente nadie, se reía en su presencia sin pagar un precio. Durante un instante que se sintió eterno, el único sonido que se escuchaba era el leve zumbido de las luces, que seguían parpadeando, como si incluso ellas temieran su ira.

Cruella tenía un don especial para convertir cualquier situación en una derrota. Si algo salía bien, automáticamente se apropiaba del mérito, como quien recoge una herencia legítima. Si algo salía mal, la culpa siempre era tuya. Siempre perdías. Eso sí, a su manera, dejaba claro que no necesitaba trabajar para brillar: su principal tarea parecía consistir en hacernos la vida imposible, algo que, por cierto, hacía con una eficiencia asombrosa. Hay quien asegura que las impresoras se atascaban cada vez que ella se acercaba, y francamente, a mi también me pasó.

Al final, logré sobrevivir a aquella etapa, llevándome conmigo un máster en paciencia y una interminable lista de anécdotas sobre la reencarnación del mal en su versión obesa dentro de una entidad bancaria. Si algo aprendí en esos días, fue que hay jefas malas, hay jefas insoportables… y luego está Cruella. 

Una mujer tan extraordinariamente cruel que, si alguna vez decides ponerte a su altura, prepárate: necesitarás un altar, unas gallinas y mucha oscuridad para alcanzarla.

15 octubre 2024

El Silencio

El reloj marcaba las once, pero la ciudad nunca dormía. A pesar de las luces que adornaban las calles y el constante murmullo de los coches, él se sentía como una figura invisible caminando en un mundo que no le pertenecía. La gente pasaba a su lado, sus rostros absortos en pantallas o conversaciones apresuradas. Aunque estuviera rodeado de cientos de personas, la soledad se aferraba a él como una segunda piel.

Se detuvo en un cruce, esperando a que el semáforo cambiara. A su alrededor, los rostros de los desconocidos parecían más lejanos que nunca, como si estuvieran atrapados en sus propios pensamientos, moviéndose a través de la rutina sin realmente notar lo que ocurría a su alrededor. Todos juntos, y sin embargo, tan apartados. Era curioso cómo el mundo podía estar tan lleno de ruido, y aun así sentirse tan vacío.

Había algo extraño en esos momentos de tránsito, en los que los edificios gigantes parecían mirarlo desde arriba, indiferentes. Recordó un tiempo en el que las conversaciones fluían, en el que las personas se detenían a hablar con sinceridad, pero ahora todo se sentía filtrado, como si cada palabra fuera un eco, sin peso, sin significado. Se preguntó si siempre había sido así y él simplemente no lo había notado antes.

Esa noche no tenía rumbo. Había salido a caminar buscando respuestas, o tal vez solo buscando algo que rompiera el monótono ciclo de los días que pasaban sin cambio. Cada paso que daba resonaba en su mente como un eco de preguntas sin respuesta. ¿Por qué, en una ciudad tan llena de vida, se sentía tan solo? La conexión humana parecía un concepto distante, un recuerdo borroso de tiempos más simples. Ahora todo era transitorio, superficial.

El parque al que llegó estaba vacío, salvo por la tenue luz de una farola que iluminaba un banco solitario. Se sentó allí, observando cómo las hojas caían suavemente al suelo, arrastradas por un viento leve. En esa quietud, pudo finalmente escuchar sus propios pensamientos, alejados del ruido de la ciudad. Era como si todo lo demás quedara a un lado, dejando espacio para las preguntas que había tratado de evitar. Se dio cuenta de que, a pesar de todo el ruido externo, el verdadero silencio estaba dentro de él.

La tecnología, las prisas, las pantallas, todo parecía diseñado para llenar ese vacío, para distraer de lo que realmente importaba. Pero en ese momento, allí sentado bajo la luz de la farola, supo que esas distracciones solo podían hacer tanto. El silencio estaba ahí, siempre esperando detrás del ruido. Y quizás no era algo de lo que huir. Tal vez, era en ese silencio donde se escondía la verdad, la esencia de lo que realmente estaba buscando.

Se levantó y siguió caminando, sin un destino claro, pero con la certeza de que ese vacío, esa quietud interior, no era su enemigo. Quizás era una oportunidad, un espacio donde redescubrirse, donde reconectar con lo que había perdido en el tumulto de la vida moderna. El mundo a su alrededor seguía girando, el tráfico no paraba, la gente seguía moviéndose sin detenerse. Pero ahora él caminaba más despacio, escuchando un ritmo diferente, más profundo.

Sabía que no podía cambiar el ruido del mundo, pero podía aprender a escuchar su propio silencio.


19 septiembre 2024

Quizá Hilos Rojos

Cuentan que existe una antigua leyenda: la del hilo rojo del destino. Dicen que los dioses atan un hilo invisible alrededor del tobillo de aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias.

Ese hilo puede tensarse, enredarse o alargarse, pero nunca se rompe. Es un lazo invisible que une a dos personas cuyas vidas están destinadas a cruzarse, de una manera u otra. Por más que la vida los aleje o los ponga en caminos divergentes, ese hilo permanece, latente, esperando el momento preciso para hacer que los dos extremos se encuentren.

Esta leyenda, que ya mencioné antes, habla de conexiones invisibles, de encuentros que parecen casuales, pero que en realidad están escritos en el tejido del destino. Aunque no podamos ver ese hilo, quizá nos guía, tirando suavemente de nosotros hacia direcciones que no comprendemos hasta que, de pronto, todo encaja, como piezas que completan un rompecabezas.

Durante mucho tiempo consideré la vida como una sucesión de eventos fortuitos, casualidades que se amontonaban sin sentido aparente. Pero al mirar hacia atrás, me pregunto si, quizá, todo esto ha sido obra de ese hilo rojo del que habla la leyenda. Tal vez he estado siguiendo un camino ya trazado por fuerzas invisibles, donde cada paso, cada giro y cada persona que he encontrado estaba ya destinada a estar allí.

Permíteme compartir algunas de las casualidades más evidentes que he notado. Dado que el hilo rojo suele estar asociado al amor, comenzaré por aquellas conexiones que han sido tan intensas y peculiares, que me hacen dudar de que todo sea simplemente aleatorio. Las personas a las que amamos parecen mantener siempre una conexión, como si las puertas entre nosotros no se cerraran por completo y el destino me ofreciera una oportunidad más para seguir el juego. Comencemos...

He amado profundamente solo a dos mujeres. Dos mujeres que, sin saberlo, compartían algo más que mi afecto. Ambas conocían a un hombre en común a través de las redes sociales. Al principio, no le di importancia, pero con el tiempo esa coincidencia comenzó a adquirir un peso inquietante. La primera de ellas me confesó que había tenido una breve relación con ese hombre. La segunda no mencionó nada, pero las señales me hicieron intuir que, de algún modo, él también había conocido sus secretos más íntimos. Y yo, como si el guion ya estuviera escrito, llegué antes en un caso y después en el otro. Los engranajes del azar parecían sugerir que, tal vez, ambas pertenecían a un mismo grupo, que se habían visto e incluso conversado. Pensándolo de otro modo, una podría haberme llevado hasta la otra.

Luego está mi mejor amigo, Roberto. Compartimos muchos años de amistad hasta que él se casó con Nuria, una amiga de nuestro círculo. Durante un tiempo, sus vidas parecían seguir un curso sencillo, hasta que la empresa en la que trabajaba Nuria cerró, dejándola en el paro. Y fue entonces cuando los hilos invisibles volvieron a tensarse: Nuria acabó trabajando en la empresa de una exnovia mía, Belén. Lo curioso es que Belén también tenía una conexión conmigo, ya que colaboraba con la editorial donde publico mis relatos. Como si todo estuviera orquestado, Nuria se desplazó de un grupo a otro, movida por el azar, pero siempre orbitando en ese círculo cerrado que une mis relaciones pasadas y presentes.

Y como si los hilos del destino no estuvieran ya suficientemente entrelazados, resulta que Belén tiene una compañera que vive en mi barrio. No solo en mi barrio, sino en mi mismo edificio, y no solo en el edificio, sino en mi misma planta. ¿Casualidad? Quizá. Pero a medida que las coincidencias se acumulan, me resulta cada vez más difícil pensar que todo esto sea obra del azar. A veces me pregunto si cada puerta que abro, cada paso que doy en los pasillos de mi vida, no está guiado por una mano invisible que se empeña en recordarme que todo está interconectado.

Luego está Alicia, una relación que quedó en el pasado, pero que, como todo en esta historia, no estaba tan lejos como parecía. Después de muchos años sin contacto, terminó trabajando en el mismo edificio que yo. Lo curioso es que, aunque nuestras oficinas estaban separadas por unas pocas plantas, nuestros caminos nunca se cruzaron. ¿O sí? Tal vez compartimos el mismo ascensor sin saberlo, tal vez nuestros pasos se rozaron alguna vez, tan cerca y a la vez tan lejos.

Y así continúan las coincidencias. Un día, mientras trabajaba en un banco, aseguré la casa de un pueblo. Mandé el documento a la impresora y lo dejé un rato sin recoger. Al momento, una compañera se levantó y preguntó, sorprendida, quién era de ese pueblo. Resulta que esa compañera es prima de una exnovia, Rosa. Me mostró fotos y me habló de ella, quien ahora vive en otro país. De nuevo, una coincidencia precisa, demasiado precisa para no darle un segundo pensamiento.

Podría seguir con Eva, con quien tuve un noviazgo que parecía destinado a llevarnos al altar, hasta que nos perdimos de vista. Años después, su nombre reapareció en un expediente sobre mi escritorio. Comprobé la intranet, y efectivamente, éramos compañeros de trabajo. ¿Sería el destino? Chateamos alguna vez, hablamos de quedar a comer, pero todo quedó ahí. O al menos eso pensé, hasta que un día, llevando a mi hija a clase de piano, alguien me tocó el hombro. Era Eva, que llevaba a su hijo a la misma escuela y en los mismos horarios.

Y si dejamos de lado el amor, las coincidencias siguen. En uno de esos viajes de jubilados, mi madre conoció a una mujer que le resultaba familiar. Hablando, descubrieron que esa mujer era la madre de Alberto, un compañero de mi infancia. Alberto y yo habíamos compartido años en la misma clase, pero lo curioso es que, años después, trabajaba en la charcutería frente a mi casa. Durante años, nos miramos y hablamos sin reconocernos. Como si el destino hubiera decidido separarnos, solo para volver a unirnos cuando los hilos decidieron revelarse.

Cuando uno mira atrás y ve cómo se entrelazan los eventos de su vida, es difícil no preguntarse si todo esto sucede por una razón. Si, en realidad, esos encuentros fortuitos y esos caminos cruzados son parte de un plan mayor que escapa a nuestra comprensión. Quizá el hilo rojo exista y, aunque no lo veamos, esté ahí, guiando nuestros pasos en un tablero que no controlamos. Y al final, solo cuando todas las piezas encajan, entendemos que nada es fruto del azar.

Quizá, solo quizá, al tirar de cualquiera de esos hilos, habría retomado algún contacto. Quizá habría recuperado una relación. 

Lo dejaremos en un gran quizá.


09 julio 2024

Mayéutica

Hace años tuve un profesor excepcional, tanto por sus conocimientos como por la habilidad para transmitirlos. Practicaba un método antiguo de enseñanza conocido como mayéutica.

Trataré de explicarlo. En su primera acepción, la mayéutica es el arte de las matronas y los tocólogos. Sin embargo, y sobre todo, la mayéutica es el método que Sócrates utilizaba para enseñar a sus discípulos, basado en la dialéctica entre maestro y alumnos para alcanzar la comprensión de nuevos conceptos. La vigencia del método socrático permanece intacta más de 2400 años después de su muerte.

La mayéutica se basa en el diálogo para alcanzar el conocimiento, partiendo de la idea de que la verdad reside en el interior de cada individuo y solo necesita ser revelada mediante preguntas adecuadas. Así como una matrona ayuda en el parto, aunque es la madre quien da a luz, el profesor ayuda al alumno a descubrir su propia verdad a través del diálogo.

El alumno no es un simple receptor de información; no se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar. Enseñar es lograr que otros aprendan: el maestro no debe impartir clases ni transmitir conocimientos desde un enfoque dogmático, sino convertir a cada alumno en el protagonista de su propia formación. De este modo, el conocimiento se vuelve mucho más conceptual, global y riguroso, integrándose de forma indeleble en el intelecto del alumno.

Por eso disfruté tanto aprendiendo de Don Gustavo. Y de mi psicóloga, que me saca las penas a tirones para que pueda verlas.

03 julio 2024

En el Diván



La curiosa paradoja es que cuando me acepto a mí mismo, puedo cambiar. 

Carl Rogers



Quiero compartir algo que a menudo se considera tabú. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que debo contarlo porque puede beneficiar a más personas.

Jamás pensé que terminaría en el consultorio de un psicólogo, pero ayer tuve mi primera sesión. Llegó un momento en el que me di cuenta de que algo dentro de mí no funcionaba bien, y la situación se volvía inasumible. Todo se me iba de las manos y no podía resolverlo por mí mismo.

Además, las circunstancias no eran las mejores: separado con una ex que saca brillo permanentemente a su motosierra, en período de vacaciones (la familia fuera) y destruido por no estar con la mujer a la que amo. Pero al igual que cuando nos duele una pierna vamos al médico, decidí buscar ayuda profesional.

Me sentía un poco intimidado. La imagen que tenía de la terapia era la típica de las películas: sala oscura con muebles de caoba, un diván y un hombre con barba y chaqueta de coderas tomando notas aburrido mientras le hablas de tus sentimientos y la relación con tus padres.

Afortunadamente la realidad era más llevadera. Al abrirse la puerta en lugar de una mazmorra oscura encontré un despacho amplio y luminoso. Las paredes eran de un blanco inmaculado, decoradas con cuadros abstractos. Y en vez del diván, una silla.

Me recibió una mujer joven y sonriente, con una energía cálida y acogedora. Sus ojos brillaban con una inteligencia y empatía que me tranquilizaron. No pude evitar una sonrisa: el señor de las coderas no estaba por allí. 

La terapia no se trataba de un interrogatorio tenebroso. Fue una conversación abierta, casi como una entrevista, en la que ambos hablamos por igual. Me hizo preguntas, compartí mis preocupaciones, planteó hipótesis y me hizo reflexionar. No me mostró dibujos raros para ver qué me parecían. Pero sobre todo, no me juzgó.

El acto de expresar todo lo que me atormentaba fue como ver una foto de mí mismo desde fuera, con una perspectiva más imparcial que la de un amigo. Y la conclusión, como ella dijo, es que no hay soluciones mágicas, pero sí ideas y estrategias aplicables a la vida cotidiana.

Me quedo con una de las claves que me dio: la estrategia más importante es mantener la esperanza.

Por todo eso creo que es hora de romper tabúes. Sé que algunos amigos también han acudido a un psicólogo cuando lo han necesitado, e intuyo que otros lo han hecho y no lo dicen.

Quizás no habría dado el paso si no fuese porque la mujer a la que quiero lo mencionó con total naturalidad. Y ahora me doy cuenta de que habría lamentado no ir, porque solo con dar el paso parece que la carga se aligera: has comenzado a luchar.

Así que lo cuento en voz alta. Puede ser una solución a cosas más relevantes de lo que parecen. 

Porque en ocasiones debemos pedir ayuda. Sin más.


22 mayo 2024

Mensaje en una botella

Hoy toca mezclar sentimientos y música. Siento muchas cosas, a veces muy intensamente, y tonto de mí, pienso que si no sé gestionarlas y me duelen, soy único. En estos momentos, me viene a la cabeza una deliciosa canción de The Police llamada "Message in a Bottle".

La canción trata sobre la soledad y el aislamiento, contando la historia de un náufrago que lleva un año perdido en el mar. En su desesperación, escribe una nota en una botella y la lanza al océano como un SOS, esperando ser rescatado. Día tras día, su esperanza se va desvaneciendo al no recibir respuesta, y la desolación crece.

A medida que avanza el tiempo, el hombre espera ansiosamente una respuesta. Su soledad se intensifica, y la desolación de no recibir ninguna señal es palpable. Pero justo cuando la desesperación parece inevitable, un giro inesperado cambia el tono de la historia: millones de botellas llegan a la orilla de su isla, todas con mensajes de personas que se sienten igual de solas.

Este momento es profundamente conmovedor. Nos muestra que, aunque a menudo nos sentimos aislados en nuestras experiencias y emociones, no estamos solos. En realidad, muchos comparten nuestras luchas y anhelos. La llegada de esas botellas simboliza la conexión humana, la empatía y el reconocimiento de que, en nuestra soledad, formamos parte de una comunidad más grande.

Enviar un mensaje al mundo, aunque parezca en vano, puede ser el primer paso hacia la conexión que tanto anhelamos. La esperanza y la persistencia pueden conducirnos a descubrir que, incluso en nuestros momentos más oscuros, hay otros que entienden y comparten nuestro dolor. Cada mensaje que enviamos es una prueba de que no estamos solos en nuestras luchas. Porque cada botella lanzada al mar lleva consigo un rayo de esperanza.

Espero que todos nuestros mensajes, tarde o temprano, lleguen a su destino.

P.D. - Para mi compañera Cris. Tu botella llegará a su destino, no lo dudes.

18 mayo 2024

Los botones de la camisa

Llegó el día. Primera cena a solas en su casa. El miedo me atenazaba tanto que tuve que detenerme a tomar un bourbon para no tartamudear cuando la viera.

Subí a su casa nervioso. Un ramo de flores adornaba mi mano derecha mientras tocaba el timbre. La puerta se abrió y allí estaba ella, tan bonita como siempre, con esa sonrisa que tanto me gusta y que dejaba entrever felicidad. Nos abrazamos fuerte, con el cariño a flor de piel. De fondo, sonaba música tranquila que ella había elegido.

Me enseñó su casa, tan personal y bonita como ella. Rincones cuidados, adornados. Todo impregnado de su aroma, de su deliciosa presencia. Una terraza luminosa llena de plantas cuidadas con esmero.

Tomamos unas copas mientras reíamos a carcajadas. La complicidad hacía que cada conversación y cada tímida caricia fueran sencillas. Se sentó sobre mis rodillas y pude acariciarle la cintura. Y, al fin, besarla. Volví a ese beso de los 14 años en el que el alma se te escapa entre los labios. Porque, joder, la quiero. Eramos dos y ahora uno.

Desde ese momento todo fueron caricias y risas. Amor brotando a borbotones en cada palabra. Nos alimentamos mutuamente con las manos, alternando bocados con besos. Ella me acariciaba bajo la camisa mientras yo disfrutaba de sus firmes pechos.

Y al final, la cama. El lugar en el que siempre quise estar y del que ya no quiero salir. Hicimos el amor con cariño y ternura, notando nuestras pieles y disfrutando de largos abrazos. El destino nos había traído donde siempre debimos estar. Pasamos horas tumbados, acariciándonos, hablando e interrumpiéndonos en casi todas las frases con besos incontrolados. Hablamos como sólo pueden hacerlo los que se aman de verdad.

Nos vestimos entre risas buscando la ropa por el suelo de la casa.

Y allí, en ese momento, robándonos besos el uno al otro mientras acariciaba su cintura y ella me abotonaba la camisa, supe que era ella. Que la quiero con toda mi alma. Que ella es el sitio al que siempre me dirigí. 

Te haré café, te despertaré con caricias y me ayudarás a abotonarme la camisa mientras te interrumpo con besos. Nos daremos más felicidad de la que podamos soñar.

Porque mi mundo está allí. A tu lado, mi amor.

Te quiero.