22 agosto 2025

Dijo que sí

A Lucía le tocaba cada mañana acompañar a su abuelo Julián a la plaza. Él insistía en sentarse en el mismo banco, frente al quiosco, aunque apenas leía ya los titulares.

—No vengas por obligación, nieta. Vete con tus amigas.

—Abuelo, me gusta estar contigo.

Julián apretaba su bastón entre las manos huesudas y sonreía, agradecido. Había cumplido ochenta y cinco, y la memoria le jugaba malas pasadas: confundía nombres, olvidaba direcciones, pero recordaba con nitidez lo ocurrido hacía más de sesenta años.

—¿Ves esa farola? —señalaba siempre—. Allí le pedí matrimonio a tu abuela. Ella dijo que sí y me temblaban las rodillas.

Lucía escuchaba, aunque conocía de memoria la anécdota. Nunca se cansaba de verla repetida, porque notaba que cada vez el abuelo la contaba con menos detalles, como si la historia se desgastara en sus labios.

Aquel martes, mientras el sol caía lento, Julián sacó un sobre arrugado del bolsillo de la chaqueta.

—Esto es para ti.

Lucía lo abrió: era una carta escrita a mano, con una caligrafía firme, no la torpe de su abuelo actual.

“Querida Lucía, cuando leas esto quizá ya no recuerde tu nombre. Pero quiero que sepas que tú has sido mi segunda gran alegría en la vida. La primera fue tu abuela. No me tengas pena cuando me veas perderme; sólo guíame, como hice yo contigo cuando dabas tus primeros pasos.”

Lucía sintió un nudo en la garganta.

—Abuelo… ¿cuándo escribiste esto?

—Hace años, cuando supe lo que venía. He ensayado mi despedida muchas veces.

Ella lo abrazó fuerte, con lágrimas rebeldes. Julián acarició su pelo, sereno.

—No llores, pequeña. Aún estoy aquí.

Esa misma noche, Julián se fue a dormir temprano. No volvió a despertar.

Al día siguiente, Lucía regresó sola al banco de la plaza, con el sobre guardado en el bolsillo. Quería sentirlo cerca. Cuando levantó la vista, lo imposible ocurrió: en la farola frente a ella brillaba un diminuto grabado, como recién hecho. Tres palabras, torpes pero legibles: “Dijo que sí.”

Lucía sonrió entre lágrimas. Entendió que el abuelo había dejado su firma en el mundo, para que ella nunca olvidara que el amor, incluso desvaneciéndose, siempre encuentra la manera de quedarse.

19 agosto 2025

El amor como un viaje a casa

El amor no es la búsqueda de algo nuevo, sino el reconocimiento de algo antiguo. Dos personas se miran y, en algún lugar entre las pupilas, intuyen una verdad incómoda: ya se conocían. No en esta vida, quizá, pero sí en esa otra geografía que existe antes de los nombres, antes de los cuerpos.

Las manos no se tocan por primera vez, sino que se recuerdan. Los dedos se entrelazan con la seguridad de quien retoma un hábito olvidado. No es emoción, sino alivio: ah, aquí estabas. El roce no inventa nada; confirma.

El beso es un acto de arqueología. Dos bocas excavando en busca de una lengua común, un alfabeto compartido que ya no saben descifrar. Pero algo en el calor, en el ritmo del aliento, les dice que este idioma lo hablaban antes de que el mundo los separara con piel y huesos.

Hacer el amor es el intento más desesperado por volver. Uno dentro del otro, ya no como invasión, sino como regreso. Los cuerpos, astutos, fingen ser dos para poder jugar a reunirse. En el clímax, por un segundo, lo logran: la mentira de la separación se desvanece. Pero luego vuelve el aire, la piel, el sudor frío, y comprenden que la fusión total no está permitida.

El hijo es la trampa más hermosa. Una criatura que lleva sus ojos, su sangre, su risa, pero que no es ellos. Espejo y a la vez extraño. Los padres lo miran y ven, por primera vez, que el amor no era fundirse, sino crear algo con los pedazos. El niño llora, y en ese grito hay un mensaje: Ya erais uno. Yo soy la prueba.

La muerte es el último acto de amor.

Porque cuando llega, no se lleva a uno, sino a los dos. Aunque los cuerpos mueran en años distintos, en lugares separados, aunque nunca sepan el día exacto, algo en su esencia se apaga al mismo tiempo. Como si, en secreto, el universo hubiera anotado su partida en la misma línea.

Y entonces, libres de carnes y nombres, lo entienden: nunca estuvieron solos. El amor no fue un viaje, sino un despertar.

La paradoja es esta: creímos que amábamos para unirnos, cuando en realidad amamos para recordar que nunca estuvimos separados.