Así que me armé de valor, abrí Idealista y marqué: "Madrid, máximo 800€". El portal se rió. Literalmente. Juraría que la web hizo un jejeje antes de mostrarme una buhardilla con techo en forma de cuña, sin cocina, y con baño compartido con el bar de abajo.
Pero entonces apareció ella: Patricia, agente inmobiliaria. Foto de perfil profesional, americana azul marino, sonrisa blanca fluorescente. Descripción: “Experta en encontrar hogares únicos para personas únicas. Si sueñas con ello, yo te lo enseño”. Como una especie de Mary Poppins del ladrillo.
Llamé.
Spoiler: el "encanto bohemio" era humedad en las paredes y una puerta que cerraba con una piedra.
Aun así, fuimos a verlo. En persona, Patricia era exactamente igual que en la foto. Incluso más. Tenía esa energía que solo tienen los que cobran comisión. Me saludó con dos besos y un dossier plastificado.
—Aquí te puedes imaginar cocinando con tu pareja —dijo, señalando una encimera que claramente antes fue una lápida en un cementerio. Todavía se percibían las letras.
Cada visita era una obra de teatro psicodélico. "Ventana a patio interior" significaba respiradero entre dos bloques. "Perfectamente comunicado" era: a media hora andando del metro. "Ideal para una persona sola" venía acompañado de un baño en el que no podías sentarte sin tocar la pared con las rodillas.
Y siempre, SIEMPRE, había alguien más interesado. Aunque fueras tú el único ser humano que había pisado ese zulo desde 2011.
Pero lo peor no era eso. Lo peor eran los pisos con “posibilidades”. Que es el eufemismo inmobiliario para "esto está para tirar abajo y rezar". Uno tenía el váter en la cocina. Literalmente: al lado de los fogones. Y Patricia, sin inmutarse:
—Es un concepto abierto. Muy Loft, muy Brooklyn.
Mi madre lloró.
Después de dos semanas, trece visitas, una crisis existencial y un ataque de risa en un piso con ducha sin desagüe, estaba a punto de rendirme. Hasta que Patricia me llamó:
—¡Lo tengo! Tu piso. Es un bajo con luz, con historia, techos altos, recién reformado.
Y era verdad. Un milagro. Todo encajaba. Hasta olía bien. La cocina era real. La ducha tenía mampara. Había ventanas. Reales.
Firmé al día siguiente. Ni pregunté.
Dos días después, al instalarme, llamaron al timbre.
—Buenas, soy Mario, de la funeraria. ¿Tenéis ya la sala montada o vais a esperar al primer velatorio?
Silencio.
—¿Perdona?
—Sí, que aquí antes estaba el Tanatorio Virgen del Remanso. ¿No os lo dijo la agente?
Yo parpadeé.
—¿El qué?
—Que esto siempre ha sido un tanatorio. Hasta hace nada. Yo vengo todas las semanas a traer coronas. El despacho estaba justo donde tienes ahora la tele.
Miré la tele. El noticiero hablaba de la crisis de la vivienda. Me dio un tic en el ojo.
—¿Pero ya no es un tanatorio, no?
—Mario se quedó pillado—. Un momento... —sacó el móvil, buscó algo, frunció el ceño—. Ostras. ¡Pues si que lo han cerrado! No me han avisado. Qué fuerte. ¿Y ahora es un piso?
—Eso parece.
—Pues oye, muy bien aprovechado, ¿eh? Esto antes olía a formol y a flores mustias. Ahora tiene su gracia.
—Gracias...
—Nada, nada. ¡A disfrutarlo! Eso sí, si alguna noche escuchas una campanita... tú no abras.
Y se fue. Silbando.
Encanto bohemio, le llamaba ella.
Ahora vivo rodeado de velas que encuentro por todas partes, con un perchero con forma de cruz, y cada vez que me ducho el agua sale caliente al segundo. Nunca falla. Pero es barato. Y tranquilo. Muy tranquilo.
Excepto cuando suena el timbre a las tres de la mañana.
Y no hay nadie.