08 diciembre 2025

Charos Vs. Cuñaos

El mundo ya estaba en ruinas, pero la verdadera guerra, la de las certezas absolutas, estaba a punto de estallar. Todo comenzó en el Mercadillo frente a un puesto de latas abolladas y esperanzas caducadas. 

Un Cuñao Táctico, con su jersey de cuello vuelto como una armadura de tergal, desplegó su teoría: «La eficiencia energética de estos garbanzos enlatados es un desperdicio. Con un sistema de poleas recuperado de una persiana y la rueda trasera de una bici, podríamos generar suficiente corriente para…».

Su mano ya se dirigía al codo de su interlocutor para sellar la verdad. Pero no llegó. Una figura se interpuso, proyectando una sombra con olor a guiso de ayer y determinación eterna. Llevaba una bata floreada, zapatillas de fieltro y, sobre todo, unos rulos perfectamente alineados como corona de acero. Era Charo, Primera de su Estirpe, y su mirada, capaz de traspasar paredes y dignidades, se clavó en el Cuñao.

«Eso que dices es intoxicar el cuerpo y de paso el alma. Los garbanzos, bien lavados y con un poco de comino, no hinchan. Lo que hace falta es un caldo de hueso con su morcillo, que da fuerzas de verdad. Te lo digo yo, que alimenté a una familia de siete con un puñado de lentejas y un sueño».

El Cuñao parpadeó, atónito. Su monólogo, un bien sagrado, había sido no solo interceptado, sino corregido en materia de legumbres. «Señora, usted desconoce los principios básicos de la termodinámica y la nutrición moderna». «Lo que desconozco es cómo seguís en pie con la paja mental que os lleváis al cuerpo. ¡Con lo sencillo que es todo! En el sesenta y tres, mi prima Remedios, que en paz descanse, con una olla a presión y dos berzas…».

Esa fue la chispa. La chispa que encendió la Gran Guerra de los Sabios No Solicitados.

Se formaron frentes de inmediato. Los Cuñaos, con sus diagramas y su fe inquebrantable en la ingeniería inversa de cualquier electrodoméstico, establecieron su cuartel general en la gasolinera abandonada. Su estrategia era el asedio por aburrimiento: explicar al enemigo los pormenores de la logística marciana hasta que la voluntad de vivir se les esfumara. Su arma secreta seguía siendo el Toque del Codo, ahora perfeccionado para inmovilizar a la víctima durante soliloquios de tres cuartos de hora.

Las Charos, por su parte, fortificaron la plaza del lavadero. Su jerarquía era clara: las de mayor rango, las Charos de Élite, llevaban rulos metálicos relucientes, a veces incluso bajo el pañuelo de combate, que centelleaban al sol como advertencia. Su poder no radicaba en la invención, sino en la tradición inquebrantable y el cotilleo estratégico. Su artillería era el Remedio Casero Aplicado Como Proyectil («¡Toma una infusión de orégano y ajo para esa tontería que dices!») y su arma más letal, el Rumor Preciso («Pues yo sé, de buena tinta, que su búnker tiene goteras y entra el viento de todos lados»).

La guerra no era caliente, sino de desgaste. Una guerra de sabidurías que se anulaban. Si un Cuñao proclamaba la necesidad de construir un pozo según los principios de Arquímedes, una Charo de élite, sin levantar la vista de remendar un calcetín, soltaba: "Mucho pozo y mucha arquitectura, pero al final lo que no se evapora es el sentido común. Y un cubo de toda la vida nunca falla". Era el impasse perfecto: la hipertecnología contra el pragmatismo ancestral, la explicación de tres horas contra el refrán que la resumía en cinco segundos.

Pero el punto de inflexión fue el Asedio a la Paella Comunitaria. Un Cuñao de la estirpe Gastronómica, con un cuaderno lleno de fórmulas, defendía la proporción agua-arroz basada en la humedad relativa del aire. Frente a él, Charo la Mayor, con rulos que parecían antenas de sabiduría ancestral, blandió su cucharón de palo. «El único medidor que vale es el dedo, aquí, en el centro, y punto. Lo aprendí de mi abuela, que alimentó a media Andalucía». La discusión paralizó a ambos ejércitos, hambrientos y confundidos ante dos verdades diametralmente opuestas e igualmente inflexibles.

Nunca hubo un vencedor claro. Solo un frente estabilizado, una tensión creativa que, en el fondo, era lo único que mantenía un ritmo predecible en el día a día del fin del mundo. Hasta que, desde las sombras de lo que fue una tienda de electrónica, llegó la tercera fuerza, la que los unió en un odio común y les dio un enemigo mayor contra el que volver a sentirse en lo cierto: los Sobrinos Modernos, escuálidos espectros en sudaderas con capucha, que proponían solucionarlo todo «con una app que hay que descargar», y tachaban a ambos bandos de «anteriores». 

El pánico ante semejante herejía los unió.

Se firmó una Tregua por Conveniencia en el bar de la esquina (sin cerveza, pero con mucho mosto). Los Cuñaos podrían explicar cómo reforzar las almenas, y las Charos podrían criticar la logística de las raciones y el estado de los calcetines del enemigo. Se delimitaron zonas de influencia: la gasolinera para las explicaciones, el lavadero para los conciliábulos.

Ahora, en la última frontera del mundo roto, pueden verse. Un Cuñao señala el horizonte, prediciendo tormenta por la forma de las nubes y el fallo en el diseño de los pararrayos antiguos. A su lado, Charo, la Primera de su Estirpe, sus rulos ya sin brillo, remienda una media junto a la hoguera.

«Te lo dije, Manolo. Todo esto es por no haber guardado los botes de cristal con su goma. Con un bote de cristal, se salva una civilización».

«Y con una dinamo, Charo. La clave siempre fue la dinamo».

Intercambian una mirada. No es amor, ni siquiera amistad. Es el reconocimiento hosco de dos potencias que, al chocar, han encontrado un equilibrio incómodo. 

El mundo se acabó, pero la batalla por tener la última palabra —sobre los garbanzos, sobre la lluvia, sobre la vida— es, al parecer, el último impulso de la humanidad. 

Y si alguien calla, siempre habrá un rival, un aliado incómodo, para llenar el silencio con una verdad incontestable.


Apocalipsis Cuñao

Los primeros signos fueron sutiles, pero rotundos. En el bar de la esquina, Arturo, el de contabilidad, soltó un “pues a mí esto del apocalipsis no me pilla por sorpresa” mientras su mano, como un pájaro gris y seguro, se posaba en tu codo para anclar la verdad revelada. El paciente cero. A la semana, las calles olían a certeza absoluta y a ligero sudor palma-codo.

No fue un virus al uso. Te contagiabas al escuchar, sin poder interrumpir —y sin poder retirar tu extremidad—, una teoría de tres cuartos de hora sobre la logística marciana. Los infectados desarrollaban una necesidad irrefrenable de explicar el mundo, acompañando cada argumento de un “te lo digo yo”.

Pronto, su uniforme fue evidente: jerséis de cuello vuelto, gafas de pasta indestructibles y ese aire de documentalista del Discovery Channel, aunque no hayan cambiado una bombilla desde 2009. No buscaban sangre, sino víctimas con las manos libres para poder apresarlas con su toque iniciático. Y luego venía la letanía: inventos imposibles, soluciones caseras y advertencias nivel Nostradamus, pero con resaca.

El colapso fue social. Los refugios de los contaminados se dividían por temas: el ala norte para quienes presumían de potabilizar agua usando una camiseta vieja y un carbón de barbacoa (“esto en Burundi lo hacen siempre”); el ala sur para los estrategas que juraban que podían tumbar un dron “si sincronizaban la mirada”; el ala oeste para los que dibujaban planos de búnkeres en la arena, siempre empezando con “esto lo hice yo una vez en la mili”, aunque ninguno hubiera pisado el cuartel más allá de una visita escolar.

La resistencia era un grupo de gente normal que solo aspiraba a vivir en silencio, o al menos sin tutoriales no solicitados. Descubrieron que un “claro, claro” pronunciado con la desgana adecuada generaba un campo de fuerza emocional que aturdía al cuñao lo suficiente para escapar. Hubo incluso una batalla: tres cuñaos discutiendo entre sí sobre cómo reordenar un convoy siguiendo principios de Tetris. El eco de sus instrucciones opuestas provocó una implosión de soberbia que dejó un cratercito de silencio. Cinco segundos gloriosos.

Y en cada intercambio, el ritual era invariable: el tono confidencial, la mirada de superioridad moral y ese momento íntimo en el que, al soltar la perla de sabiduría indiscutible, se creaba un puente físico breve e innecesario, un contacto fugaz que sellaba la transmisión del dato.

Ahora, en la última gasolinera que funcionaba, un superviviente escucha la sentencia final de un tipo con manos inquietas y cuello vuelto marcando territorio:

"Todo esto es por no haber estandarizado las conexiones USB en los generadores. Un fallo de base. Y lo que te digo: con una dinamo de bici y el alternador de un Seat Panda, esto lo teníamos resuelto en un fin de semana."

Una pausa que pretende ser dramática, y luego la mano cae en el codo del que escucha. Ligera. Irrevocable. Contaminante.

El superviviente asiente, lento, y mira al horizonte de asfalto agrietado. Sabe que, contra los muertos vivientes, existía protocolo. Contra esto, solo queda la paciencia infinita, y —en cuanto el agarre se distiende— un suave, casi imperceptible, paso atrás.

La humanidad, piensa, no caerá por falta de recursos, sino por superpoblación de cuñaos.

01 diciembre 2025

Una taza, un comienzo

 

A veces pienso que mi vida empezó en una taza.

Hace poco me contaron una costumbre antigua: a los niños pequeños les ponían unas gotas de café en el Cola Cao para que no se durmieran y aguantaran despiertos, y anís en el chupete para que cayeran rendidos por la noche.

Infancia como ensayo general de lo que vendría después: estimulante para resistir, depresor para desconectar.

Llevaba semanas esperando el mensaje del laboratorio. Miraba el móvil cada pocos minutos aunque fingiera que no. Era solo una confirmación de paternidad, pero por dentro intuía que no era tan solo eso.

Aquel día llegué destrozado a la cafetería de siempre. Solo quedaba una mesa ocupada por un hombre de cincuenta y tantos, traje gastado, cara de muchas madrugadas. Yo, con treinta y pocos, aún me creía a salvo de ese desgaste, pero lo reconocí al instante: era yo en versión futura.

—¿Puedo sentarme?

—Claro —dijo, recogiendo papeles.

Pidió otro café. Yo pedí el mío. Él ya llevaba varios y aún pedía más.

Silencio primero. Dos desconocidos respirando el mismo humo.

—¿Día duro?

—Duro es poco. Mañana auditoría y no doy una.

—El café hace lo que puede —dije.

Soltó una risa que no llegó a sonrisa.

—Hace años que me hundí. Solo cambio de profundidad.

—¿Estás bien?

—No. Pero ya ni sé cómo contarlo.

—Prueba.

Miró la taza vacía.

—A mí de pequeño me ponían café en el Cola Cao para que no me durmiera —dijo—. Y anís en el chupete para que me durmiera. Mi abuela decía que así se domaba a los niños. Creí que lo había dejado atrás… hasta que hace años murió mi hijo. Ahora necesito café para sobrevivir al día y cualquier cosa para apagar la noche.

No supe qué responder. Pedí un vaso de agua para él. Bebió lento.

—Gracias. No sé por qué te lo cuento.

Porque a mí tampoco me asusta escuchar —dije—. Estoy esperando un mensaje del médico. Para saber algo sobre mi padre biológico.

Me miró con una calma que dolía.

—Cuando llega una verdad así, te da la vuelta entera.

Hablamos después de tonterías para bajar la tensión. Al levantarnos recogió sus papeles despacio.

—Gracias por escuchar. Me llamo Sergio.

—Mateo.

Nos despedimos como quien se despide de un espejo.

En casa, el móvil vibró al fin.

«Hola, Mateo. Confirmamos que tu padre biológico se llamaba Sergio. Te daremos más detalles»

Leí el mensaje y noté que ya lo sabía. No era una sospecha, era una certeza: el hombre de la cafetería, el que hablaba del café y del anís con esa voz cansada que ahora estaba dentro de mí, era él. Mi padre. Lo sentí en el estómago, en los huesos, en cada latido que se me aceleró de golpe.

Me quedé sin aire.

Sergio.

El mismo nombre, la misma edad aproximada, los mismos ojos que había estado mirando sin saberlo. Todo encajaba demasiado para ser casualidad. El hombre que de niño había tomado café para aguantar y anís para caer. El universo acababa de cerrarme el círculo en una taza de café.

El móvil vibró otra vez. Mensaje suyo:

«Mateo, gracias por hoy. Ha sido como hablar con alguien a quien ya conocía de siempre.»

Le escribí:

«Ojalá no nos hubieran puesto tanto café y tanto anís de pequeños.»

Contestación inmediata:

«Ojalá. Ahora estamos despiertos.»

Y esa frase tan simple me dejó temblando.

Ya no era el café lo que me mantenía en pie.

Ni el anís lo que me hacía caer.

Era él.

Era yo.

Era la verdad que, por fin, había despertado,

Supe esa nueva vida, al fin y al cabo, había empezado en una taza.

Solo que ahora la taza era nuestra.